Me encuentro con un amigo bonaerense de paso por Montevideo rumbo al Este, y, como es de costumbre en los porteños y de su visión romántica sobre nuestra capital, me hace elogios casi excesivos sobre la ciudad, sus ramblas, sus bares, su todo. Pero con una cierta vergüenza me dice que, sin embargo, en los cinco años desde que llegó por primera vez a Montevideo, ha notado un cambio que no le parece particularmente atractivo. "No quiero ser atrevido", me dice, "pero, ¿puede ser que esté todo más sucio?". Sí, puede ser.
Durante la primer década de la administración frenteamplista de Montevideo, en la página de editoriales de los diarios de derecha, particularmente la de El País, se repetía mecánicamente la acusación de que la ciudad estaba más sucia que nunca, que la basura se amontonaba en la esquinas, que las ratas eran patronas de las calles. Era como un mantra, absolutamente todos los días se repetía lo mismo "la ciudad está más sucia que nunca", con casi las mismas palabras y como si el trabajo de una intendencia se limitara exclusivamente a la limpieza. Y muchos lectores del diario y políticos conservadores también lo repetían. Pero se daba el absurdo casi gracioso de que sucedía justamente lo contrario; los basurales callejeros habían aparecido durante los últimos años de la dictadura, y se habían multiplicado durante la administración de Elizalde, pero fueron desapareciendo durante los años de Tabaré Vázquez y durante el primer gobierno municipal de Arana eran casi inexistentes. Incluso algunos de los incurablemente mugrientos montevideanos se acostumbraron - como en mi caso- a buscar las papeleras, que ahora eran más numerosas, en lugar de descartar en el piso lo que me estorbara en la mano. Los editoriales seguían en repitiendo en loop, como si fueran los hermanitos de La Gallina Degollada de Quiroga, pero era una mentira evidente para cualquiera que no mirara la ciudad con los lentes de sus intereses partidarios.
Hoy en día los editoriales de El País ya no se preocupan mucho por la grela de la ciudad y se dedican a otros mantras un poco más variados -la tremenda crisis que se viene, la voracidad impositiva de Astori, la maldad infeccionsa de Hugo Chávez-, pero, paradójicamente, la ciudad está realmente sucia, y en verano hiede como fruta podrida al sol.
Los contenedores, en principio una idea perfecta (aunque instrumentada con una brutal indiferencia hacia los vecinos de dichos artefactos) para que los indisciplinados capitalinos administren sus desperdicios, rebosan de basura que se desparrama a su alrededor sin siquiera necesitar la ayuda de la indolencia de los hurgadores; los propios contenedores están deteriorados, rotos, quemados por los vándalos; las bolsas de plástico y los papeles se amontonan sobre el pasto de los parques, las porquerías hacen pila en cada rincón y cada agujero sin rellenar, las fuentes están secas, los monumentos siguen rotos, saqueados, comidos por la voracidad de la otra mugre, la espiritual y humana. Tal vez pocas cosas sean más simbólico de esto que la desagradable imagen -intolerable para mí pero al parecer ya invisible para mis conciudadanos- de ver en pleno 18 de julio a la Biblioteca Nacional con sus paredes de marmol completamente cubiertas de las pintadas políticas mas feas y desagradables que se pueden concebir y con un enjambre de vagabundos acampando entre sus columnas y llenándolas de objetos y mierda. A su lado, la Universidad de la República no está mucho mejor, con sus muros cubiertos de las frases más imbéciles que el cerebro humano pueda articular en letras. Letras feas, escritas como si alguien se hubiera limpiado el culo con las manos y luego la mano en la pared, y al parecer imposibles de cubrir por los notables aumentos presupuestales otorgados a la educación terciaria de este país.
Hace cerca de veinte años que el FA gobierna a Montevideo, la roja, y actualmente lo hace con un gran convencimiento -bastante motivado- de que también lo hará los próximos cinco. Esta prolongadísima administración se debe a una curiosa mezcla de méritos y de identificación acrítica. Como adelantaba arriba, se puede decir que las dos primeras intendencias del FA tuvieron algunas buenas consecuencias inmediatas. Por un lado en el gobierno de Vázquez se hizo -un poco al menos- más cristalino el acceso a los trabajos en la IMM, posiblemente el peor bastión de clientelismo de todo el Estado. Se emprendieron políticas -para algunos críticos excesivamente orientadas a la reforma social, algo que no necesariamente es potestad de un gobierno departamental- que consiguieron hacer foco fuera de los ricos barrios de la costa y el este, ampliando la red de saneamiento y de mejoras infraestructurales a las zonas norteñas y del oeste. El primer gobierno de Arana pudo incluso reflexionar sobre la ciudad en términos urbanísticos, establecer modestas políticas de embellecimiento y de preservación de algunos espacios y edificios amenazados por la anarquía edilicia montevideana. Ambos gobiernos, inexpertamente cándidos, dejaron sin embargo algunas bombas de tiempo que reventarían en la cara a las dos administraciones siguientes. En primer lugar la política de concesiones gratuitas de privilegios absurdos que Vázquez hizo con el gremio de ADEOM -posiblemente tanto por exceso de confianza demagógica como para comprar la tranquilidad del sindicato durante la primer intendencia frentista, la más vigilada-, que no sólo no mejoró el tradicionalmente malo desempeño de los trabjadores municipales, sino que les redujo los horarios laborales y les aumentó los salarios a cambio de nada; y en segundo lugar la tendencia a tolerar la privatización de facto de los espacios públicos. El pánico culposo de la izquierda de tener que, en ocasiones, reprimir el exceso de libertades que la gente de menores recursos se toma con los espacios públicos, aquellos que se definen como públicos justamente por su supuesta imposibilidad de ser apropiados y que su disfrute por naturaleza es en grado de breves préstamos. Fue así que florecieron los micro-asentamientos, en ocasiones unipersonales, en plazas, parques, recovecos arquitectónicos y playas. Fue así que se permitió el deterioro del centro -uno de los barrios con mejor infraestructura edilicia- tolerando la saturación de comercio informal en flagrante competencia desleal con el establecido, generando el ridículo de las galerías desiertas de negocios y las veredas bloqueadas por tiendas improvisadas que generaron tanto una gran industria de trabajo en negro como un ámbito de aglomeración ideal para los rateros, para peor simultáneamente a la creación de los shoppings, que con el centro así de deteriorado no tuvieron casi competencia por parte del tradicional centro comercial.
Lo que también se descentralizó conscientemente fue la propia administración municipal mediante los CCZ (Centros Comunales Zonales), una buena idea en un principio que apuntaría a descongestionar la burocracia del palacio de ladrillo, pero que al no concederles autonomía económica ni capacidad de gestionar trámites se convirtió exactamente en lo contrario: una suerte de comités de base pagos, encargados de mediar propuestas y problemas, y que aumentaron considerablemente el número de empleados municipales, un empleo que por su inamovibilidad, sus escasas responsabilidades y horas de trabajo efectivo y un sinnúmero de beneficios extra se convirtió en un auténtico premio de lotería, y en el caso de los CCZ, una válida recompensa material a los militantes. Es en este período que comienza a darse la paradoja de que un basurero gane más que un catedrático universitario, con todo lo que ello conlleva en el plano simbólico, olvidado por las IMM frentistas desde el momento en que TV decidió que era una buena idea el permitir la instalación de un McDonalds en la explanada municipal.
Las primeras administraciones del FA decidieron, no sin motivos urgentes pero sin auténtica potestad, orientar sus recursos hacia las políticas sociales, para compensar la indiferencia criminal de los gobiernos blancos y colorados hacia las zonas que eufemísticamente se denominan "carenciadas", privilegiando el acceso de las mismas a condiciones dignas de higiene antes que lo ornamentalmente superfluo, como puede ser el cuidado del aspecto de la ciudad -que es, sin embargo, un cometido más específicamente municipal que las políticas sociales-; pero el primer gobierno de Arana apuntó a un cierto punto medio entre ambas prioridades, considerando también que el aspecto de la ciudad no es sólo un tema de importancia para los burgueses maricones, sino que es algo de importancia crucial para establecer la relación de un ciudadano -en el sentido completo del término- con su entorno vital.
Pero todas estas buenas intenciones cuestan dinero y, a pesar de aumentar en forma notoria y dolorosa los impuestos municipales -especialmente los que caen sobre los hombros de la clase media, como la delirante contribución inmobiliaria y las patentes automovilísticas-, la IMM -que los colorados habían dejado cubierta de basura pero con superávit- entró en violento déficit (ayudado también por una cruel y meramente partidaria política diferencial en las ayudas del gobierno central a las intendencias, mediante la cual Montevideo fue olvidada por los gobiernos blancos y colorados a la hora de ser asistida o exonerada de impuestos). Y ese déficit fue pateado hacia adelante hasta que reventó durante la espantosa segunda administración de Arana.
Hay gente que llama al segundo gobierno municipal de Mariano Arana la intendencia de María Julia Muñoz, cuya influencia creció en forma evidente durante ese gobierno hasta el punto de que algunos llaman a dicho período "la intendencia de María Julia". Tal vez sea para exclupar al arquitecto, porque fue una administración horrible, llena de errores imperdonables y con no pocas acusaciones de la más llana corrupción. Alcanza recordar que fueron los años del conflicto entre la IMM (nuestros representantes) y ADEOM (nuestros empleados), por el no-cumplimiento del irresponsable convenio que la administración había firmado con el gremio, por el cual se comprometían a reajustar automáticamente los salarios municipales en relación a los aumentos del IPC -un beneficio que prácticamente ningún otro trabajador público o privado tiene-, y que suponía que -no importa lo que pasara. Los generosos salarios municipales (que permitieron que muchos de nosotros usáramos el ejemplo absurdo de que en Uruguay se le paga más a un basurero que a un catedrático universitario) quedaban así -vaya uno a saber a cambio de qué- totalmente a salvo de crisis de cualquier índole. Y la crisis llegó y fue la más feroz de la historia de Uruguay, y la solidaridad es una palabra bonita en los discursos pero que deja de existir cuando se dirige al bolsillo, y mientras decenas de empresas cerraban, miles de empleados eran enviados al seguro de paro, y la gente se suicidaba por docenas, el gremio de ADEOM se fue a la huelga porque no les aumentaron sus sueldos. Una huelga de hijos de puta ignorantes y privilegiados pero totalmente legal, a diferencia de la ruptura del contrato que hizo la administración Arana, por lo que no sólo la ciudad quedó abandonada durante semanas sino que a la larga la diferencia económica tuvo que ser cubierta por los montevideanos con cifras aumentadas tras un juicio perdido que dejó a un grupo de trabajadores públicos totalmente indiferentes al resto de su país (cada tanto hay que re-pensar además qué quiere decir lo de "trabajadores públicos" o sea, trabajadores supuestamente al servicio de la suma del Estado), con más dinero que nunca y con la seguridad de tener a la patronal (todos nosotros) agarrada de los huevos. Este único error debería haberle costado la Intendencia al FA, pero como si fuera poco estuvo el impresentable escándalo Areán y sus concesiones dudosas, y el principio del escándalo Bengoa, que demostró que en Montevideo los casinos podían dar pérdidas y que el Estado era capaz de subvencionar pérdidas de casinos. Y cómo si fuera poco la ciudad se deterioró en un grado inconcebible a causa de la depredación que un nuevo lumpenaje -generalmente compuesto por fumadores de pasta base convencidos de estar exonerados de cualquier conducta humana- comenzó a efectuar de todos los espacios públicos. Esta fue una culpa compartida con el Ministerio del Interior, pero no deja de asombrar la indiferencia con la que el urbanista Arana reaccionó ante la evidencia de que monumentos de bronce de escultores como Zorrilla eran aserrados lentamente por anormales que vendían el material de las estatuas por el peso de su material. O se robaban los motores de las fuentes de agua. O se comían a los patos de los lagos. O convertían a los espacios verdes en tierras de nadie por las que no se podía cruzar en la noche y hacían sus baños en los areneros dónde lógicamente dejaron de jugar los niños.
La única explicación del triunfo de Ehrlich, ya que luego del segundo gobierno de Arana el FA debió haber sufrido un castigo electoral similar al que sufrió Jorge Batlle, fue una conjunción de automatismo partidario, inercia del entusiasmo de las elecciones presidenciales y la pésima elección de candidatos de la oposición -que además fue a las elecciones dividida, asegurándose de que no hubiera forma de ganar-, que eligió a un clon de Montgomery Burns y al hijo de un dictador aborrecido como opciones. Tan tristes opciones forzaron a muchos -como yo- a votar anulado, pero sin embargo Ricardo Ehrlich fue elegido por un porcentaje aún mayor que el de Arana y en los primeros meses de su gestión pareció que había sido una buena elección. Ehrlich, un hombre de bajo perfil y pocas palabras, inició su gobierno haciendo una cierta purga del círculo de impresentables que se había reunido alrededor de los casinos municipales, proponiendo un catastro más ajustado a la realidad, enfrentando a ADEOM con seriedad y creando un indispensable servicio de guardaparques para impedir que los mismos continuaran su conversión en baldíos devastados y habitados por personajes post-apocalípticos. Hoy, estando cerca del final de su gestión, la administración de Ehrlich parece ser, por lo menos, tan desastrosa como la de Arana-Muñoz.
En primer lugar, el trabajo de limpieza que Ehrlich emprendió sobre el círculo de Bengoa terminó revelándose, más que como una digna autodepuración, como parte de una simple purga partidaria que barrió con casi todos los cuadros municipales de los otros partidos frentistas, especialmente con los de Asamblea Uruguay, gran opositora del MPP de Ehrlich. Entre los purgados se encontraba Alejandra Ostria, Directora General del Departamento de Desarrollo Ambiental de la IMM, quién había tenido una enorme agarrada no ya con Ehrlich sino con la cúpula del MPP entera cuando dio la recomendación de clausurar definitivamente tres curtiembres del barrio Nuevo París - Uruven, Napalan y Corbo- debido a la reiterada contaminación y la falta de garantías para los trabajadores. Las curtiembres, como se sabe, son las principales (no las únicas) responsables de que el arroyo Miguelete y el Pantanoso se hayan vuelto una suerte de cloacas a cielo abierto, y son particularmente la causa de que -según unos escandalosos datos descubiertos (y nunca valorados con la debida gravedad) por el semanario Brecha- buena parte de los habitantes, especialmente los niños, de los terrenos próximos a dichos arroyos tengan un índice de plombemia (contaminación de plomo en la sangre) que posiblemente ya haya alterado en forma irreversible sus capacidades cognitivas. Eso sin mencionar lo que significa para cualquier ser humano vivir en una zona que huele a chancho podrido. Pero aunque el informe de las condiciones de las curtiembres determinaba que existía una "falta total de garantías para los trabajadores, los vecinos de la zona y el ambiente en general" dentro de estas curtiembres estaba Uruven, una empresa recuperada por sus trabajadores que según Luis Polakof, el director de Desarrollo de la Intendencia de Montevideo, tenía "el apoyo del gobierno de Montevideo y nacional, y tiene también un acuerdo con el gobierno de Venezuela para la compra de maquinaria y producción". Y cómo se sabe la basura de los trabajadores que recuperan fábricas ensucia menos que la capitalista. Y si tu hijo tiene el C.I. de un afectado por síndrome de Down sin sufrir de dicho síndrome es por una noble causa trabajadora, y unos cuantos votos agradecidos.
Obviamente la existencia o no de una fuente de trabajo y su desarrollo no es problema de la IMM sino del gobierno central y sus ministerios, pero este caso ilustra bastante bien el absoluto segundo plano al cual cayó el mantenimiento de la ciudad en relación a los intereses de las corporaciones relacionadas con la propia IMM. El impresentable problema de los casinos con pérdidas y la turbia administración de Bengoa reveló que el propio motivo de existencia de casinos municipales -justificados, a pesar de ser claramente un vicio destructivo, como una suerte de impuestos voluntarios que los (supuestos) adinerados otorgan y que se pueden emplear en fines más nobles- había desaparecido, ya que la inviable estructura de costos laborales hacía que los montevideanos no sólo no ganáramos con dichos casinos, sino que además los subvencionáramos para que sus empleados mantuvieran un altísimo modus vivendi.
Otra de las reformas de Ehrlich parece un chiste de mal gusto: instauró la figura de los guardaparques. No es que eso esté mal, al contrario, es que es algo similar a que el Ministerio de Cultura dijera que, luego de 20 años, va a instaurar la figura del maestro. Los parques, dejados a merced de los peores montevideanos se convirtieron en estas décadas -salvo durante un breve tiempo de la primera administración de Arana- en una tierra de nadie, arrasada y privatizada por travestis ejerciendo la prostitución, chorros, vándalos y desamparados. A casi dos años de la instauración de dichos guardaparques, la diferencia es mínima, ya que la autoridad de los mismos es limitadísima y su horario de trabajo también.
Ehrlich puso también en funcionamiento un nuevo catastro orientado a reajustar las contribuciones inmobiliarias en función del famoso y relativista "que pague más el que tiene más". Este nuevo catastro disminuyó levemente las contribuciones de algunas casas y elevó otras a cifras siderales. Aún sabiendo que había zonas, particularmente en Carrasco, que estaban subvaluadas hasta lo risible, esta concepción tosca del "que pague más el que tiene más" se pasó por los huevos la simple realidad de que en las últimas décadas -y especialmente luego de la crisis del 2002- el valor de las casas suele no corresponder ni remotamente con las entradas monetarias de sus ocupantes, siendo estas propiedades su único capital real, un capital además generalmente impregnado de gran valor sentimental, pero que a diferencia de los capitales guardados en los bancos no se le puede enviar al exterior a la primer amenaza impositiva. La contribución inmobiliaria, un impuesto que presupone que todo propietario es adinerado (ignorando que la mayor parte de los propietarios menores de cincuenta años lo son por herencia), es no sólo un impuesto particularmente doloroso -que en mi caso por ejemplo se queda con casi todo mi aguinaldo cada año-, sino que no da nada sensible a cambio, ya que todos los servicios municipales tienen sus impuestos específicos, por lo que -uno supone- los capitales obtenidos por esta contribución debería utilizarse en inversiones de mejora de la ciudad. Se supone.
El diario El País publicó hace un par de meses, no en su página de obcecados editoriales sino en la semi-objetividad de su primera plana, una noticia que de demostrar la oposición alguna señal de vida cerebral debería haber sido aprovechada para defenestrar al gobierno municipal y generar un escándalo auténtico: la IMM le confesó al Tribunal de Cuentas que iba a reducir sus inversiones en un 50% para el año que viene. Es decir; en un panorama que muestra a una ciudad desolada, sucia, rota, la IMM admitió que iba a gastar la mitad de dinero del que gastó -y no se vio- este año. El motivo no puede ser más ruin: es el precio que costó terminar -al menos durante el año electoral- con el conflicto de ADEOM, y la mitad del dinero de inversión -religiosamente cobrado a los montevideanos- se repartirá entre los pocos miles de trabajadores municipales para que se queden tranquilos durante un rato. Trabajadores que ahora son más, ya que la administración Ehrlich aumentó significativamente la planta de municipales durante su gestión, elevando los costos operativos de la Intendencia aún por encima de su absurdo anterior.
Mientras tanto uno camina por 18 de julio viendo arder los tachos de basura; viendo las bolsas de nylon hacer danzas como la de American Beauty pero de a miles, arremolinándose alrededor de la Plaza Independencia; viendo como todas las fuentes de Parque Rodó están secas o cubiertas de mugre; viendo como la diferencia entre los barrios de mayores ingresos -cuidados por servicios privados y con su basura a cargo de empresas tercerizadas- cada vez se diferencian más de los de servicios medios, dejados a su buena suerte o la escasa voluntad de los que en definitiva son nuestros empleados; viendo las baldosas reventadas por las raíces que pedimos hace años que cortaran y a ciclistas aplastados por ramas de deberían haber sido podadas; viendo aves y pequeños mamíferos mutilados en las playas por el ejercicio de rituales umbandistas legalizados de facto y reinvindicados como un derecho por organizaciones partícipes del MPP; viendo la persecución reglamentaria de todo negocio o empresa mediana a la que la voracidad impositiva de la IMM -que como un sátiro perezoso se garcha sólo a lo que no puede moverse, a lo auténticamente ciudadano y local- puso en la mira mientras se tapa el ojo hacia el mundo de lo informal; viendo como artistas disciplinados y empobrecidos ven como el fruto de meses y meses de ensayo es tirado a la basura porque sindicalistas brutales como Mabel Lolo o Anibal Varela decidieron que está bueno usar de tarima de chantajes escenarios a los que nunca podrían subirse por talento propio; viendo como esto es considerado "normal" por quienes deberían defender a los más perjudicados y débiles en estos juegos obscenos; viendo como edificios tugurizados, que deberian ser expropiados ipso facto por el peligro constante que ofrecen como santuario de delincuentes y como elementos de depreciación de zonas ya casigadas, son tolerados por incapacidad de tomar una decisión que pueda ser presentada como impopular o represiva; viendo una y otra vez los muros de la biblioteca estropeados en nombre de reinvindicaciones de la Educación; viendo la desregulación publicitaria que considera que si se paga lo bastante se puede hacer lo que sea, aunque sea una horrenda mano de cartón sosteniendo una botella de alcohol sobre la hermosa silueta de las Canteras; viendo como Montevideo, una ciudad hermosísima, es cada vez más ajena para sus habitantes, cada vez más incapaces de decidir sobre los más mínimos aspectos de su cuidado, cada vez con menos en común con los espacios comunes.
Me preguntan si Montevideo está más sucia; sí, en todos los aspectos, y uno siente de inmediato esa pequeña punzada culposa de estarse lamentando por algo superficial, decorativo, burguesón. Uno se imagina a algún apoderado de la verdad arrugando la nariz e imitándonos con voz nasal diciendo "ay, qué horror, qué sucio que está todo", como si hubieramos bajado de una nube de marfil en polvo y descubriéramos el Uruguay. Pero por mí ese superego sofista -imaginario o real- se puede morir cagando: la pestilencia engendra pestilencia, los ámbitos comunes sucios generan relaciones sucias entre la gente, que deja de tener consciencia de la propia existencia de esos ámbitos comunes. La ciudad es, ante todo, la suma de la interacción de los ciudadanos; si esos carriles apestan es porque están enfermos, y sin dudas que es un problema que supera una mera administración municipal. Pero no hay peor problema que el que no es reconocido como tal, y aquí hay un problema serio: vivimos en una ciudad que nos cobra caro el no ser cuidada y cuyos espacios públicos no son sentidos como tales porque han dejado de serlo. Y esas son las cosas que hacen que uno empiece a odiar a su ciudad. A mí me gusta Montevideo, y prefiero odiar a otros, y ya es hora de hablar claro al respecto. Ya fue bastante tiempo de romance; basta de excusas. Limpien su mugre de una puta vez.
martes, 20 de enero de 2009
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