martes, 13 de mayo de 2008

Puntos de vista

Los días pasados me resultaron bastante deprimentes, no por motivos personales sino ambientales. El clásico de fútbol entre Nacional y Peñarol batió todos los récords posibles de saturación informativa, llegando a ocupar espacios inverosímiles en los medios aún si uno no los compara con espacios nulos, como el que se dedicó a la muerte de Robert Rauschemberg, uno de los mayores artistas conceptuales del siglo XX. El motivo principal de esta explosión de imbecilidad rampante fue el que un Peñarol re-formulado como escaparate de la escudería de Paco Casal -quién se ha echado el mayor y más espeso de sus "polvos morales" en el culo de los aurinegros- por primera vez en los últimos cinco años tiene una posibilidad no tan remota de salir campeón del paupérrimo campeonato uruguayo. Siendo los hinchas de Peñarol los más numerosos -mal que le pese a los bolsos- y consumistas, el negocio para los vendedores de humo y los parásitos que viven de los desperdicios del fútbol se potencia y los supuestos periodistas objetivos se convierten en mamaderas incondicionales, sobre todo los que saben la identificación actual del cuadro -en el que en algún momento jugó el gran Fernando Morena- con la mafia monopólica de Casal y sus planchas de un millón de dólares. La mafia que les da de comer a cambio de funcionalidad obsecuente y algún tete eventual. Servidores que hacen esfuerzos inverosímiles para mantener la ilusión no sólo de que el fútbol uruguayo sigue teniendo alguna importancia mundial, sino también el que sigue siendo un espectáculo entretenido.

Yo escribo esto con incomodidad; al fin y al cabo solía ir casi todos los fines de semana a la cancha y me sigue gustando ver un buen partido de fútbol o jugarlo (algo que hace años que no hago, por desgracia), pero no voy a abrir el paraguas como toda la intelectualidad culposa ante los fenómenos populares: la (in)cultura del fútbol, algo que no tiene nada que ver con el deporte, debe ser rechazada y combatida con la misma severidad con la que se rechaza en los ámbitos civilizados a las organizaciones neo-nazis o fundamentalistas. Para mí cualquier distintivo de fútbol debería ser prohibido, como objeto de odio y división, en los ámbitos de enseñanza con la misma severidad -y derecho- con el que en Francia se prohibe el uso del velo a las alumnas o los símbolos religiosos. De hecho debería ser castigado con más severidad el llevar un emblema de Peñarol que el llevar una svástica: al fin y al cabo nadie ha matado uruguayos en nombre de la svástica y tan sólo en los últimos diez años hay por lo menos cinco ciudadanos asesinados en nombre de Peñarol, algunos de ellos -como el hincha de Cerro que fue acuchillado por diez subhumanos en frente a su hijo- con extraordinaria crueldad. Olvídense de esa mentira flagrante que dice que "son diez u once inadaptados que cagan todo, la mayoría no es así". Yo escuché a una tribuna entera cantar eso de "cómo me voy a olvidar / cuando matamos esa gallina / como me voy a olvidar / fue lo mejor que me pasó en la vida". Puede ser que sean una decena de energúmenos los que efectivamente le clavan cuellos de botellas a los hinchas del cuadro opuesto; los que lo autorizan moralmente son miles y miles. Y no es sólo Peñarol; es lo mismo con las hinchadas de Nacional, Cerro, Basañez y cualquiera de los cuadros cuyas hinchadas se ufanan de su aguante y su violencia gratuita y cobarde.

El grado de hipocresía mediática al respecto es asombroso, con un ejemplo de antología en la portada del diario El País del martes pasado: a dos días del partido el diario no encontró en todo el mundo una mejor portada que una gran foto del técnico ganador del clásico, Mario Saralegui, contemplando con felicidad la portada del día anterior que reproducía, por supuesto a Carlos Bueno. El colgado anotaba un gran pensamiento de Saralegui: "Les dije que no había que matarlos, había que ganarles". Se puede discutir la ridiculez de dedicarle la foto de tapa de un diario a un partido de fútbol que ya ocurrió hace 48 horas -una eternidad en términos periodísticos- y al que ya se le dedicó una tapa; lo que es absolutamente indiscutible es que es una monstruosidad el que debajo de esa nota tan feliz a Saralegui se lea el siguiente titular: "Matan a un hincha tricolor al grito de 'gallina'", en referencia al veterano al que cuatro lumpen mataron a patadas en La Paz. Alguien tendría que haberle dicho a alguien que por más de que las tapas dedicadas a Peñarol vendan muchos ejemplares, la segunda nota anulaba como posibilidad a la primera: había que elegir cual iba en portada, las dos no. Queda, por decirlo suavemente, un poco inmundo.

Yo prefiero que gane Defensor a que gane otro cuadro de fútbol, y lo hago no sólo porque es el cuadro que elegí en mi infancia sino también porque lo asocio con un barrio que me gusta y en el que vivo y con una institución de la que soy socio y que participa activa y positivamente de la vida de la comunidad en la que está inserta. Si este año Defensor se queda con el campeonato uruguayo lo voy a disfrutar mucho, no sólo porque es el equipo de mis simpatías sino porque le estaría ganando a este Peñarol de rodillas, al Pacoñarol, al símbolo mismo de la corrupción, la ignorancia y todo lo que me desagrada de los uruguayos. Pero cuando no estoy siguiendo un campeonato no me importa cómo le va a Defensor y no sólo no me pondría violento sino que ni siquiera me incomodaría con un desconocido por no ser de Defensor o llevar la camiseta de un rival eventual. Si me pareciera que lo que más me define como persona es ser seguidor de Defensor, entonces dejaría de serlo, porque me parece muy poco y muy pasivo. Prefiero que gane Defensor y no otro cuadro, pero yo no estoy en la cancha, yo no gano nada, yo soy un voyeur de un respetable triunfo deportivo o de la tristeza de un fracaso. Es decir, yo no soy de Defensor (o del cuadro que sea) como cualidad ontológica, no me reduzco voluntariamente a un papel tan ridículamente servil.

A pesar de la cantidad de metáforas sexuales que han hecho del vocabulario futbolístico similar al de una novela de Ercole Lissardi, a mí me gusta -muchísimo más, si hay que aclararlo- coger que ir al fútbol o verlo; me hace sentir mejor, parte de algo, de otra persona incluso, y no simplemente un fucking voyeur. Pero no voy por el mundo embanderado con los datos de quién me cogí y en qué posición. Casi nadie lo hace, a menos que sea un imbécil terminal y despreciable. También me gusta más la música que el fútbol, pero tampoco camino con una bandera de The Handsome Family o de King Crimson, dispuesto a rompérsela en la cabeza a quién prefiera a Wilco o a Procol Harum. Sin embargo la pestilencia contagiosa de la cultura futbolera ha comenzado a hacer que esto empiece a ser frecuente. Los músicos descubrieron que es un buen negocio, ya que los fans incondicionales como los del fútbol pagan la entrada aunque el espectáculo sea penoso, y lo han alentado, componiendo inspirados en las hinchadas y en formatos que puedan adaptarse a ellas. La bengala condenada en su momento por Spinetta pasó a ser el principal emblema de las bandas que lo sucedieron. Bueno, hasta que se murió un montón de gente por ese ritual criminal, pero claro, la culpa no es del fútbol ni de los que reproducen sus rituales, es de los políticos, o de los otros, como siempre.

No hay ninguna manifestación del totalitarismo, la intolerancia en su peor sentido y el fascismo masificado en la vida cotidiana más flagrante y explícita que la cultura (denominarla así es todo un oxímoron) futbolera. Hay, además, que tener un severo daño mental para no ver las conexiones directas de la misma con el reaccionarismo político más flagrante, cuando no con el fascismo; no es ningún secreto que las hinchadas de fútbol se convirtieron en Europa en los ámbitos ideales para la infiltración de los grupos neo-fascistas y su crecimiento casi geométrico. Cualquiera que no esté mirando deliberadamente hacia otro lado puede ver como las tribunas de los estadios son el medio de amplificación más sonoro de los pensamientos xenófobos, racistas o del nacionalismo más retrógrado. Y eso no es nada, ¿alguien cree que un oligarca antipático y sin muchas luces como Mauricio Macri podría ser gobernador de Buenos Aires si Boca no fuera el club de fútbol más popular de Argentina? ¿qué hizo el médico masón de Tabaré Vázquez para pasar por encima de decenas de militantes de currículum más heroico y brillante para convertirse en el lider del Frente Amplio excepto haber sacado campeón como dirigente a un cuadro de fútbol?

Cuando hace poco más de un año murió Eduardo Darnauchans, un artista conocido y un hombre de bien, sólo uno de los cinco diarios montevideanos le concedió su portada. Un escritor del calibre de Juceca no consiguió ni eso al morir. En cambio un gol le valió a ese personaje repulsivo que es Carlos Bueno la portada de los cinco. El que sea previsible no evita el que sea absurdo. Sí, efectivamente, es la clásica protesta de vieja chota profesora de literatura, pero lo que pasa es que en una cultura en la que hasta los literatos se quieren hacer los pijudos editando libros sobre fútbol y proclamando a los cuatro vientos sus conocimientos sobre fútbol (mientras sus libros generalmente delatan su ignorancia sobre la literatura), la propia cultura literaria se ha vuelto cosa de profesoras de literatura, y el concepto de "profesor de literatura" se ha vuelto indisoluble del de "vieja chota" (sea cual sea el sexo del profesor). No es de extrañarse semejante derrota cuando casi todos los que supuestamente deberían defender el intelecto y la auténtica cultura, la perseguida por el acriticismo genuflexo ante el mercado, están tan preocupados por mantener su imagen masculina e integrada con los fenómenos . Ya se sabe; hay que ser Hemingway, no Borges, hay que dejar de ser el nerd a disposición de los bullies deportistas, hay que dejar en claro que el ejercicio de la mente no embruteció la comprensión todo-terreno de los intereses masculinos, hay que dejar en claro que, además de escribir libros, uno se coge minitas y uno es un hombre de acción. Cuando a Umberto Eco -quién en definitiva es uno de los mayores integradores culturales de la teoría literaria- se le ocurrió preguntar por qué tenía que sumarse al carnaval del último mundial de fútbol en Italia, por qué tenía que interesarle si, en cambio, a casi nadie le interesaba su amada literatura medioeval, los opinólogos hacían cola para putearlo por su autismo. Entre ellos varios literatos. Hoy en día eso no pasa, porque hasta estos simples cuestionamientos han sido devorados por el pensamiento único. Pero siempre queda algún mohicano.

Si hay un artista de importancia que nunca me importó en la vida ese debe ser Nick Cave; estoy seguro que al tipo le gustan las mismas cosas que a mí, escucha los mismos discos y su aproximación al arte es de lo más sincera, pero no me convence. De adolescente tuve un maravilloso shock estético cuando en Buenos Aires un vendedor muy convicente hizo que, entre algunas grabaciones de Joy Division y The Clash, nos lleváramos el Junkyard de Birthday Party. Los que lo habíamos comprado nos pasamos meses fumando porro y escuchando ese disco con asombro un poco atemorizado, haciéndole escuchar a nuestros amigos ese disco misterioso que era mucho más violento y feo que cualquier cosa que hubiéramos escuchado en nuestra vida. Hasta el día de hoy el trabajo de Birthday Party me maravilla, pero no me conmueve (como sí lo hacen otros grandes negativos como Throbbing Gristle, Big Black o Jesus Lizard). Al contrario, el trabajo solista de Cave a veces me conmueve ('Into my arms' siempre me puede), pero no me maravilla, al contrario, me empalaga muy rápidamente. Pocas cosas debo haber explicado más veces en mi vida que mi poca afinidad con la obra de Cave, que todo el mundo imagina, sin embargo, que me fascina.

Bueno, dicho esto, lo poco que me entusiasma su música no impide que considere a Cave como un tipo brillante y un gran entrevistado, y en un reportaje en Zona de Obras me lo confirma en algunas respuestas que reproduzco acá (con errores de edición incluidos) y que se relacionan con todo lo anterior:

-Tienes cuatro hijos, ¿no?
-Sí, dos de dieciséis y dos de siete. Los pequeños son gemelos. Los de dieciséis son de madres diferentes.


-¿Qué crees que piensan de su padre? ¿Crees que saben que tú no eres el típico padre?
-Sí, supongo... Creo que les gusto. Creo que saben que no soy como el padre de sus amigos.

-Pero supongo que ellos saben todo lo que has hecho en tu vida. Incluso las cosas menos recomendables.
-La verdad es que cuando dejo a mis hijos en el colegio veo a padres con pinta mucho menos recomendables que la mía. Sus vidas han tenido que ser peor que la mía. La manera que teníamos los de mi generación de dar por culo a nuestros progenitores era tomando muchas drogas y escuchando música. El uso de la tecnología es lo que nos separa ahora de nuestros hijos.

-¿Crees que la generación actual puede hacer cosas mucho más peligrosas con la tecnología que tu generación con las drogas y la música?
-Posiblemente, sí.


-Quizás entonces tomar drogas y escuchar música te aporta más culturalmente que hacer el bobo delante de la televisión o estar en Internet 24 horas al día... -Exacto. A mí me resultaría muchísimo más doloroso ver a mi hijo entrando por la puerta con una puta gorra de lado y una jodida camiseta de un equipo de fútbol y un pack de seis cervezas bajo el brazo para ver el partido en la tele, que descubrir que está picándose heroína en su habitación porque, al menos, esto último puedo entenderlo. Al final acabaría diciendo: "¿Qué cojones he hecho mal en la vida que he traído un hooligan al mundo?". Prefiero un drogadicto a alguien que no tenga cerebro, la verdad.

Qué simple, qué claro; pero no hay clínicas de detox de la idiotez, no hay clases en primaria que alerten sobre el peligro de convertirse en un barra brava. A mí me gusta el fútbol, no lo digo por abrir el paraguas: me gusta como me gusta ver una buena película berreta de horror, pero eso no me hace parte de ninguna cofradía de débiles mentales. No considero que tenga que horrorizar al mundo en nombre de Drácula, al fin y al cabo una criatura tan fantasiosa como el amor de los futbolistas profesionales a la camiseta que portan. Mi concepción de comunidad en relación a este país inventado se apoya en Varela, pero en José Pedro, no en Obdulio. No es que sean excluyentes, pero cuando uno de estos arquetipos se vuelve la medida de todas las cosas, el preferir al otro suena, inevitablemente, como una oposición. Y tal vez lo sea.

Es decir: lo lamento, para mí no es un sentimiento, y si lo fuera igual podría parar. Es lo que hacemos los homo sapiens, esos elitistas.

sábado, 3 de mayo de 2008

Pequeña addenda relojera

Hace unos días quedé fascinado por un reloj de bolsillo con cadena que vi en una casa, un objeto maravilloso posiblemente de la segunda o tercer década del S.XX, con un automovil de la época grabado sobre la tapa. Me gustó tanto que posé con él para una foto.

Días después se lo comenté a mi madre, que comparte conmigo esa fascinación por las cosas anacrónicas y me dice "pero vos tenés un reloj de bolsillo con cadena". Me quedé sorprendido, ya que era algo de lo que no tenía ni idea, y ella me explicó que tiene guardado -para mí, porque al parecer en mi familia los objetos de hombre, como el revolver del que hablaba en un post anterior, se heredan de hombre a hombre- el reloj de bolsillo de mi abuelo el ingeniero, su padre. Entonces me lo muestra: es un Longines de mitad de los años 20, con un elegante diseño art-decó grabado sobre la tapa en la que también están grabadas en relieve las iniciales de mi abuelo. Es posiblemente uno de los objetos más bellos que haya visto nunca y está hecho casi completamente de oro. Le doy cuerda y funciona perfectamente.

Me pregunta si quiero llevármelo y me doy cuenta de que me da miedo; hay demasiado karma en ese objeto absolutamente imposible de usar. Tal vez en un día excéntrico, en el que tuviera puesto un chaleco (algo que sólo hice dos veces en mi vida), podría usar un reloj de bolsillo, pero no uno tan dorado, tan caro, tan excesivo y cargado de pathos generacional. Aunque mi madre no lo recordaba, revisamos fechas y confirmamos algo: el reloj le fue regalado a mi abuelo cuando se recibió de ingeniero. Mi abuelo era hijo de un carnicero italiano, que se vino de Génova con una mujer, una valija medio vacía, un bigote y un traje, y que consiguió -en otro Uruguay- que todos sus hijos varones obtuvieran títulos universitarios. El más notorio fue mi abuelo, que llegó a ser director de obras de la Intendencia Municipal de Montevideo, trabajando con el intendente German Barbato, de legendario ascetismo no hereditario. Ascetismo que compartió mi abuelo hasta el punto de que dedicó su carrera a la actividad pública (una pésima decisión económica para un ingeniero), de la que no se llevó ni un mango, ni un privilegio, ni un cargo para la familia, ni un enemigo. Era la persona con menos necesidades materiales que conocí en mi vida; para ser feliz le alcanzaba almorzar con la familia, ver alguna película en televisión a la noche, salir a caminar un rato a la tarde, tomar un vaso de vino, arreglar (generalmente mal) domésticamente las cosas que rompíamos y escuchar las óperas que grababa en cassette de las emisiones del Sodre. Nada más.

Mi abuelo era nominalmente un hombre de derecha, pero su identificación con el primer batllismo y el Uruguay vareliano, le habían dado una concepción igualitaria tan absoluta que hoy sería considerado un hombre de izquierda. Uno de sus mayores orgullos era el de haber construido las piscinas públicas de Trouville, en las que mi madre y decenas de miles de uruguayos aprendieron a nadar gratis, y que un intendente de izquierda cubrió de cemento para ganar unos metros aprovechables para arrendamientos a emprendimientos privados. Conectó a Montevideo con Canelones dirigiendo las obras de ampliación de la Avenida Gianattasio y construyó el paseo del lago de las canteras del Parque Rodó, que sigue siendo uno de los lugares más bonitos de toda la ciudad. Le dio la mano a Albert Einstein, cuando este visitó la Facultad de Ingeniería.

Y cuando se hizo ingeniero, le regalaron ese reloj imposible de usar en este siglo, que lleva las iniciales de su apellido italiano y que marca las horas de otro tiempo y otro país, tan muerto y olvidado como él; un tano bajito, pelado y enamorado de su ciudad; el ingeniero Osvaldo A. Dematteis.