miércoles, 29 de agosto de 2007

El glamour, el arte y lo demás

Hace unos días vi la película Party Monster (Fenton Bailey, Randy Barbato, 2003), una biopic de interés limitado -más allá de la posibilidad de ver a Macaulay Culkin haciendo un papel de adulto- sobre Michael Alig, James St. James y sus Club Kids. Tanto los nombres de estos como el de los Club Kids no son precisamente populares en estas latitudes, pero sin embargo su influencia ha sido crucial en la cultura popular más o menos hedonista de la última década y media. En cierta forma toda la estética del electro-clash, parte de la escena dance contemporánea y muchos de los llamados "mediáticos" televisivos son directos herederos de esta generación de nietos espirituales y algo desaventajados de las superstars de Andy Warhol & cía.

Michael Alig -en estos momentos encarcelado por haber asesinado a un amigo dealer- y los suyos eran básicamente personajes nocturnos a los que les gustaba vestirse y/o disfrazarse en formas chocantes, convirtiéndose en el centro de atención de cualquier fiesta a la que iban y consiguiendo eventualmente volver de su presencia su profesión, siendo contratados para poner su nombre y figurar en cualquier fiesta y/o boliche que quisiera estar más o menos de moda. Los Club Kids llegaron a hacer giras por todo EE.UU. a pesar de que no sabían "hacer" nada, sino que simplemente "eran". Un concepto muy Warhol del estrellato ("we don't have sound but you're so great you don't have to speak"), pero en esta ocasión sin que hubiera siquiera un mecenazgo artístico atrás que lo articule y que disponga el tinglado por donde se movían estas criaturas de supuesto charme ontológico. El no tener ningún trasfondo genuinamente artístico, más allá de su culto y amistad con el performer inglés Leigh Bowery, es el simple motivo por el que los Club Kids no produjeron ninguna obra creativa con la que se les pueda relacionar, ya que ni siquiera se puede hablar de una cierta homogeneidad en sus disfraces y el baile con el que se les suele asociar, aquella fugaz moda llamada "vogue", era en realidad una creación carcelaria de los pabellones de presos gays de Rikers Island.

Totalmente autoconscientes de su carácter de freaks profesionales, los Club Kids se especializaron en asistir a talk shows como el de Geraldo y escandalizar a la chotez estadounidense con sus peinados, maquillajes y declaraciones venenosas que en el fondo confirmaban todo lo que un buen cuáquero sospecha: los homosexuales y los drogadictos son desviaciones que no saben hacer nada, y ni siquiera son buenas personas. Hay varias aristas simpáticas en el hedonismo desfachatado de los Club Kids, su aparente liberalismo y su supuesta invitación democrática a la fama, y sin dudas James St. James -el más creativo del grupo- debe ser un tipo divertido, pero llama la atención lo restrictivo, discriminatorio e integrado al sistema que era este movimiento de apariencia contracultural. Más allá de la descarada homosexualidad de la mayoría de sus integrantes, casi todos estos provenían de familias de clase alta -y estamos hablando de la clase alta de New York, imagínense-, y uno de sus mayores placeres y poderes era el de ejercer distintas formas de exclusión y/o discriminación en nombre del glamour. ¿Una república privada en la que los freaks imponen sus reglas? En realidad tampoco, los Club Kids eran empleados de empresarios nocturnos, cuya auténtica clientela no eran los alienados que se mueven en los márgenes de la sociedad, sino los que podían gastar miles de dólares para sentirse parte de una excepción controlada y cerrada. El modelo era Warhol, no Jack Smith. Gary Glitter, no Lou Reed. El lema, explícitamente recalcado por Alig cada vez que tenía una chance era: "Money, success, fame, glamour". Un lema que ni siquiera incluye el placer; los Club Kids, más allá de sus monumentales ingestas de drogas (fueron hijos de la primer gran oleada de ectasy en EE.UU.), eran -como consecuencia de la paranoia sexual producida por el Sida- sumamente histéricos en lo sexual. Eran representaciones de libertad sexual y expresión corporal que no cogían y no bailaban. Eran un digno fruto de su tiempo y en cierta forma, un motor de influencia que se sigue sintiendo aún en ambientes en los que el nombre de Michael Alig no suena a nada.

Ahora, ¿estoy escribiendo esto para hablar de los Club Kids, un fenómeno cultural exterior y poco interesante, o para lamentarme sobre una concepción de cultura que chorrea sobre la pseudo-modernidad actual del Río de la Plata? En realidad ni una ni otra cosa, sino para hablar de una casualidad.

Luego de ver la película quise verificar algunos datos en un libro fallido pero interesante: The Last Party: Studio 54, Disco, and the Culture of the Night de Anthony Haden-Guest. Se trata de la historia del establecimiento de la cultura de discotecas -un fenómeno originalmente europeo- en New York y las distintas generaciones de habitantes de la noche de las últimas décadas, desde los suplicantes de Studio 54 hasta los Club Kids, hasta el desmantelamiento de la industria de la diversión nocturna durante la represiva administración de Rudolph Giuliani. El tema es, para mí al menos, apasionante y en combinación con el High on Rebellion de Yvonne Sewall-Ruskin (que narra el ascenso del Max's Kansas City, donde en realidad comenzó todo) y de los Diarios de Andy Warhol, puede servir para hacerse un panorama de este mundo volátil, efímero y fascinante. Califiqué al libro de Haden-Guest como "fallido" porque lamentablemente opta por entrelazar mucho lo subjetivo con los datos y su familiaridad con los señores de la noche hace que en ocasiones el tipo de por sentado conocimientos de la farándula neoyorquina dignos de Michael Musto. Pero de cualquier forma es una mina de historias y observaciones que hacen comprender que el Max's, Studio 54, el CBGB, Palladium, el Mudd Club y The Tunnel no eran cosas tan opuestas como a algunas tribus mímicas les gustaría suponer, y que los caminos de la oscuridad y la libertad en algún momento siempre se cruzan.

Pero bueno, el asunto es que, como suele pasarme, luego de releer la sección dedicada a los Club Kids me terminé releyendo todo el libro y encontré una anécdota fascinante. Como todo se sabe el gran atractivo de Studio 54 era su famosa capacidad de discriminación en apariencia arbitraria, que hacía el asistir y conseguir entrar al boliche una especie de juego de azar en el que ni siquiera el dinero lo aseguraba, siendo el auténtico valor de entrada el glamour y la notoriedad. Bullshit, por supuesto; en realidad Steve Rubell -el creador de Studio 54- era un hijo de puta inteligente que había estudiado el cuidadoso sistema de selección en la puerta instaurado por Mickey Ruskin en el Max's Kansas City, sistema sólo arbitrario en apariencia. Ruskin, un empresario algo groupie, había descubierto que lo que más atraía a los millonarios y a los grandes clientes no era tanto el lujo o la exclusividad económica, sino más bien el contacto con lo extraordinario, lo diferente y lo excepcional, y por sentirse parte de ello por motivos más allá del simple dinero. Era por esto que el Max's, siendo un restaurant y boliche caro y en el que muchos hombres de negocios eran rebotados por el propio Ruskin en la puerta, era particularmente accesible para los artistas, no importa cuan bohemios o reventados pudieran ser, y el propio Ruskin solía fiarles enormes cuentas de bebidas y comida. En parte por bonhomía y mecenazgo pero también en buena parte porque sabía que esos espectros inquietos eran buena parte del atractivo de su local.

Esta técnica fue depurada por Rubell, quien decidió apuntar más bien a reclutar como habitué a Mick Jagger o a Diana Ross antes que a David Johansen y a Lou Reed, a Andy Warhol antes que a Roy Liechestein, y comenzó no solo a ejercer sino también a propagandear esa suerte de dictadura en la puerta, ejercida en persona por el propio Rubell o por un concheto llamado Marc Benecke, experto en lo que llamaban "mezclar la ensalada", lo que era simplemente darle ese aire de arbitrariedad, de casting posmoderno, por el que sólo entraban a Studio los muy famosos, los muy bellos, los muy raros y sobre todo (aunque el talento de Benecke era que esto no se notara) los muy ricos.

En fin, pero todo esto es sólo una introducción para contar la historia en sí, que tiene como protagonistas a Nile Rodgers y a Bernard Edwards, guitarrista y bajista de Chic. Como uno puede imaginarse, en plena época disco, Rodgers y Edwards eran dos nombres candentes ya que eran dos de las principales figuras musicales de este género que estaba arrasando al mundo. Dos músicos infernales que, aún en plena subida de la música disco, no se sentían del todo a gusto con el género, pero que reconocían su rol esencial dentro del mismo y las oportunidades que les generaba. Como la de producirle un disco a la diva en ascenso Grace Jones, quién los invitó a su presentación en Studio 54.

Una invitación para la que Rodgers y Edwards se presentaron entusiasmadísimos, emperifollados para la ocasión con sendos trajes Armani, perfectos peinados afro enormes y cagados de frío, ya que nevaba y era invierno en NYC. Se presentaron en la puerta de atrás, la de los invitados, y descubrieron que no estaban en ninguna de las listas, y que el portero no tenía la menor idea de quienes eran ("¿Shit?", les preguntó, cuando le dijeron el nombre del grupo). Frustrados decidieron ir a la puerta del frente, ya que conocían al cretino de Marc Benecke. Los Chic eran músicos de más bien bajo perfil -esto es el tiempo anterior a MTV- y aunque sus canciones sonaban en todos lados no eran caras conocidas. Pero supuestamente Benecke sí los conocía. Se pararon frente a él, le gritaron, lo llamaron y el tipo ni la menor pelota. Finalmente Rodgers y Edwards decidieron que la batalla estaba perdida y se fueron a su casa, sin sentir siquiera el frío de tan calientes que estaban. Contrariamente a la idea frívola sobre los músicos disco, Rodgers tenía su pasado de Black Panther, y sabía que acababa de comerse una discriminación de aquellas. Lo que tenía que ser una noche decisiva en sus vidas se había convertido en una mierda por culpa de unos vejigas, e incluso habían quedado como unos desconsiderados o unos perdedores ante Grace Jones. Esa noche no eran Chic, eran un par de negros a los que no dejaban entrar a un boliche.

Así que cuando llegaron a su casa y sala de ensayo se fumaron todo el faso que tenían encima y se tomaron la frula que llevaban para pasar la noche y se pusieron a tocar, solo bajo y guitarra, cantando "¡fuck Studio 54! ¡fuck Benecker! ¡fuck off!", es decir, dejando salir el vapor. De pronto Edwards le dijo a Rodgers que eso que estaba tocando estaba muy bueno y se puso a trabajar en una línea de bajo que lo acompañara bien. Cuando se quisieron acordar ya estaban tan metidos en el tema que lo de Studio 54 ya no les importaba. El coro de "fuck off" cambió, por motivos pudorosos, a "freak off" y de ahí a "freak out", y de pronto ya tenían el tema que conocemos como 'Le Freak', un simple que vendió seis millones de copias y que hasta el día de hoy es el simple más vendido de la historia de la Warner (pudo ser el simple más vendido de la historia pero en una decisión más bien tonta lo sacaron de mercado para que el público comprara el LP C'est Chic). Una canción que sigue sonando treinta años después y no sólo en las repulsivas "noches de la nostalgia".

Pero no es este golpe de buena suerte e inspiración lo que me hace a esta historia tan extraordinaria sino algo que Haden-Guest le señala a Rodgers: que no hay nada de furia o resentimiento en la canción. A lo que Rodgers le contesta; "Not at all!!! Not at all!!! Music is our friend. Our lover", y le agrega que es así, con la música, con lo que mitigó siempre sus ataques de furia, "It worked, it worked countlessly", le dice a Haden-Guest. Evidentemente un extraterrestre.

Ahora debería escribir un párrafo meditabundo que conecte a los Club Kids con la historia de Chic en Studio 54, y una sesuda reflexión sobre la relatividad de la exclusión y la fama. Pero ustedes son gente inteligente, así que ahórrenme la redundancia.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Desperdicios (interludio político)

Se ha dicho muchas veces que las ideas nacen virtuosas y envejecen feroces o algo así, pero a mí no me deja de asombrar cómo las estructuras democráticas horizontales terminan siempre siendo cooptadas por la peor gente, la más vil o la más imbécil. Es realmente asombrosa la tenacidad de los hijos de puta y los idiotas, evidentemente hay mucha fuerza en la simplicidad de esas características, y la consideración de que "todas las opiniones son válidas y atendibles" termina privilegiando al que grita más fuerte, no importa la estupidez que esté gritando, o al que dice el que simplifica más su discurso hasta aproximarlo al del mono.

En From Dusk Till Dawn hay un diálogo perfecto, de Tarantino suponemos, en el que Harvey Keitel le recrimina a George Clooney: Are you such a loser you can't tell when you've won?. Del finado Johnny Thunders se decía que estaba siempre "snatching defeat from the jaws of victory". Así es como me siento en relación a las asambleas ambientalistas de Gualeguachú, perdedores terminales que se las han arreglado para convertir en una derrota lo que era una victoria redonda.

Durante el año pasado y algo del anterior escribí algunos posts en mi antiguo blog referidos al conflicto de las fábricas de celulosa en el Río Uruguay. Escribí sobre todo espantado, pero aún más que por la posible contaminación, por las muestras de chauvinismo y retardo mental que me parecían estar dando mis compatriotas, abanderados como rebaño detrás de un interés que no era el suyo y manijeados en forma indecente por un partido político que a la luz de los beneficios cortoplacistas no dudó un segundo en cambiar su discurso pre-electoral y ponerse a mentir a diestra y diestra. Me parecía que el reclamo de los entrerrianos era justo y ejemplar. Me parecía -y me parece- que a grandes rasgos tienen razón y lo he dicho siempre que he podido y a pesar de lo impopular de esta opinión. Pero por más razón que tuvieran, durante el año que pasó me convencieron una vez más que tener razón no alcanza.

Hace unos días salió publicada en la diaria una nota de Natalia Uval contando un reportaje que fue a hacerle a los ambientalistas de Gualeguaychú. Cualquiera que haya leído las notas de la diaria, y particularmente las de Uval, relacionadas con el tema de las pasteras, sabe que tanto el medio como la periodista han mantenido una visión razonablemente objetiva con respecto al conflicto, incluso con una cierta simpatía hacia la causa ambiental. De hecho el objetivo de la nota era ir a las fuentes de las asambleas en un momento en que la prensa petardista y embanderada con las pasteras como causa nacional había hecho correr un montón de informes alarmistas sobre las amenazas violentas de los ambientalistas. El resultado es conocido para los que leyeron la nota: Uval tuvo que aguantarse no sólo la paranoia de los portavoces de la asamblea sino también su grosería extrema, sus discursos mega-chauvinistas, un total desprecio por cualquier intercambio de ideas, varias sobradas y algunas demostraciones de puro odio y estupidez. A diferencia de otros periodistas uruguayos, esto no fue lo que Uval fue a buscar a Gualeguaychú, fue lo que encontró. En forma inmediata y gratuita.

Dejando de lado las bravatas recientes sobre bombas, atentados y demás pelotudeces, ¿cuándo se fueron al carajo los asambleístas de Gualeguaychú? Y no hago distinciones entre ellos porque aunque esté compuesta por personas más tratables y centradas, cualquier estructura que admite como interlocutores válidos a imbéciles totales debe soportar el ser generalizada en función de estos. Para mí todo se fue a la mierda cuando Ence decidió arriar banderas y relocalizarse lejos de Río Negro. Ese fue un momento de victoria para los ambientalistas absolutamente desaprovechado: habían conseguido que la acumulación de desechos de las dos empresas -la causa posible de contaminación más difícil de controlar/evaluar- desapareciera por completo; tenían en sus manos la posibilidad de culminar su lucha con una victoria casi total, con una fábrica desaparecida y la otra susceptible de cualquier control que se le exigiera. Pero no, Romina Piccoloti -una mujer que ha batido récords de velocidad en corromperse, con fondos orientados a la preservación ambiental además- dijo entonces "ahora vamos por Botnia", una frase tan arrogante, triunfalista y futbolera que hasta el mayor simpatizante uruguayo de su causa no tuvo más remedio que pensar "qué soberbia la de esta conchuda". Cualquier logro a obtener en este diferendo dependía y depende básicamente de la opinión pública uruguaya -donde se está erigiendo Botnia- y del convencer, al menos parcialmente, a esta de la justicia del reclamo y los medios utilizados en el mismo. Es decir; más allá de que hayan vencedores y vencidos, el plantear esas circunstancias en términos pasibles de ser considerados como competitivos, es un error monumental, que debería haber sido corregido por los asambleístas, no festejado como si fuera un gol de Messi.

Desde hace un buen tiempo me siento identificado con los preceptos básicos de la deep ecology. Es decir; no soy un ecologista que crea que hay que disminuir los impactos ambientales, soy de los que cree que hay que empezar a revertirlos, que el desarrollo humano no es algo bueno en términos planetarios y que hay que empezar a devolver parte del mundo a los demás habitantes no humanos del mismo, porque no sabemos nada. No voy a entrar en detalles, digamos simplemente que los humanos son la única especie a la que considero una plaga, y en términos de futuro mundial la violencia o guerrilla ecologica no me parece un método para nada inadmisible, siempre y cuando tenga algún sentido práctico, cuando tenga algún sentido.
Anoto algunos puntos por los que no creo que este sea el caso.

a) Más allá de lo que se diga (o lo que yo crea, ya que viene al caso) sobre la hermandad de ambos países y su identificación histórica, desde la maravillosa idea de Lord Ponsonby hasta ahora Uruguay es un país independiente de la Argentina. Por lo tanto cualquier agresión o medida de presión cometida desde una orilla a la otra es un hecho muy, muy delicado ya que fuerza a una confrontación de distintas clases de intereses comunes. Se puede decir, y con razón, que Botnia y emprendimientos similares, también son formas de agresión internacional, pero la misma aún no ha sido confirmada o al menos no de una manera tan inequívoca como la producida por los cortes de ruta. Existiendo la realidad objetiva de dos naciones separadas, el reforzar la misma tanto con declaraciones de corte xenófobo como con simples muestras de patriotismo desubicado (como la imbecilidad de escribir "viva la patria" o "viva Argentina" por todas partes, o incluso de cantar el himno en las protestas), ha hecho desaparecer el núcleo del reclamo -una contaminación que también perjudicaría a los uruguayos- y borronearlo detrás de una comparación de pijas del más repugnante nacionalismo.

b) El gran pedido de la asamblea de Gualeguaychú es la relocalización y punto, aún si esta se produce en otro tramo del Río Uruguay. No ha habido ningún tipo de solicitud de establecer un protocolo ambiental común por parte de ambas naciones (protocolo que, por ejemplo, estableciera la prohibición de establecer fábricas similares en todo el acuífero guaraní, incluyendo territorio argentino), no ha habido ninguna oferta de control de los deshechos que Gualeguaychú vierte en la zona, ni proyecto regional ni nada. Solamente que la fábrica se corra. Esto convierte al reclamo en la limitadísima aspiración de los directamente relacionados con el balneario, que no es un reclamo despreciable de por sí, pero que no tiene nada que ver con la ecología propiamente dicha. Para una apuesta tan alta y violenta como la que plantearon los asambleístas, debería haber habido una contrapartida de su propia parte, una cuota de autosacrificio (un reclamo similar hacia las pasteras del Paraná, por ejemplo), y nunca se estableció el más remoto esquema de compensación económica para el caso de que estos emprendimientos fueran rechazados, o como resarcir los imposibles costos que le significarían al estado uruguayo la alteración de los contratos con Botnia. Es decir, una actitud de un egoísmo asombroso que solamente podía producir resentimiento y nada de empatía.

c) Cualquier movilización de fuerzas militantes que emplean violencia -como lo son los piquetes ambientalistas (estoy definiendo, no juzgando)- solo se justifica a sí mismo por sus resultados y por su capacidad de autoregularse y autodepurarse. Es evidente que la asamblea de Gualeguaychú perdieron esta capacidad hace tiempo. La nula capacidad de defensa ante las acusaciones de corrupción -ya sea de sus dirigentes (Piccoloti) o de sus tropas de pie (los piqueteros que cobraron peaje a gente que tenía que pasar obligada)- y de contrarrestar estas acusaciones de una forma creíble, sumados a las asumidas y misteriosas colaboraciones económicas de las que han gozado, ha permitido instalar la duda razonable de que al menos buena parte de los cortes de ruta están financiados y que se trata de una militancia paga, algo inadmisible en un caso en el que se está provocando un deliberado prejuicio económico a terceros.

d) Algunas visiones paternalistas e interesadas políticamente sostienen que los asambleístas son pobres personas asustadas, acicateadas por la pérfida administración del impresentable Busti y, sobre todo, de grupos de desaforados ecologistas como Greenpeace (que ya hace mucho tiempo que les soltó la mano). Esto es subestimar una de las mejores cosas de los ambientalistas: su independencia original de los verticalazos, pero también significa exculparlos de su propia ignorancia, algo que no es excusa en ningún sistema penal civilizado.

e) El recurso de los cortes de puente triunfó en la primera instancia, porque consiguió llamar la atención ante un reclamo que había sido groseramente ninguneado a ambos lados del río, por lo que fue un recurso válido aunque peligroso y de muy limitada utilidad. Esta utilidad desapareció hace tiempo, antes de que se sumaran las más bien patéticas asambleas de Colón y Concordia; al volverse un recurso repetido y caprichoso, dejó de tener el menor valor como elemento de negocicación o de presión sobre el gobierno uruguayo. Los cortes se volvieron una simple demostración de fuerza bruta que, amparada en una circunstancia vergonzosamente especulativa de la administración Kirchner, genera una enorme irritación entre los uruguayos y que no ha demorado un sólo día la construcción de Botnia, que será inaugurada en el tiempo previsto el próximo mes. En el medio se lastimó a empleados de parador, de hotel, a conductores de ómnibus, compañías pequeñas de viajes, pequeños comerciantes, familias divididas por el río y otros cientos de personas, generalmente de clase media, que no pueden hacer el link que les demuestre que toda la culpa es de Botnia, y que no pueden ver que el boicot económico y humano que están sufriendo se les hace por su bien. No lo ven así porque no es así, porque es a ellos no a Botnia a los que se está jodiendo, y ellos saben que los asambleístas saben.

De la misma forma que los ambientalistas de Gualeguaychú no se dieron cuenta en su momento de que habían ganado, ahora no se dan cuenta de que perdieron, y con ellos perdimos todos los que creemos en la necesidad de una toma de consciencia ecologica radical, relegados en la opinión pública más o menos pensante del Río de la Plata al rol de cavernícolas irracionales. Vivimos en el mundo capitalista que mató el Riachuelo de Buenos Aires y en el que por mucho menos de lo que ofrece Botnia se hacen cosas mucho más atroces todos los días. Era imposible que un país empobrecido como Uruguay pudiera anular una inversión de esas características como si nada, pero eso no es culpa de Uruguay, es el mundo. Pero además Botnia planteó bien su caso y, como mínimo, pudo demostrar que había una duda razonable acerca de la magnitud del daño que su fábrica podría hacerle al río, y en el peor de los casos ofreció una serie importante de garantías. Que además podrían haber sido extremadas si el conflicto no hubiera degenerado. Cuando se consiguió que una de las fábricas se desplazara y se anulara la posibilidad inmensurable del daño acumulado de las dos plantas, se consiguió muchísimo, pero nadie -a menos que el delirio estuviera llegando al sueño bélico- podía razonablemente pensar que se iba a desmantelar a un monstruo ya casi terminado como Botnia. Lo sensato era festejar lo conseguido y exigir todo lo exigible a futuro, al no hacerlo y optar por la continuación de medidas tan injustas como inútiles e irracionales, lo que parecía ser un modelo y ejemplo mundial de reacción popular ante un emprendimiento contamindor degeneró en otra cosa que sí será ejemplo en un futuro, pero de estupidez e insensibilidad pura, que inevitablemente va a manchar a todas las organizaciones ecologistas pensantes de la zona. Personalmente entiendo como se deben haber sentido muchos comunistas europeos ante la evidencia de los métodos de Stalin.

Pero agrego una cosa más, que me entristece particularmente, y que es meramente política: para mí la fragmentación en países de América Latina siempre fue un absurdo error, particularmente entre los dos países del Río de la Plata, tan similares como lo fueron durante cincuenta años Alemania Occidental y Alemania Oriental. Por varios hechos circunstanciales, entre las que estaba la evidente ayuda de Kirchner en el triunfo en la primera vuelta de Vázquez, pocas veces Argentina y Uruguay estuvieron tan cerca en términos políticos y de intereses mutuos como en el 2005, generándose una oportunidad única de profundizar una integración que uno soñaría que en algún momento del futuro fuera total. El conflicto de Gualeguaychú cortó muchos más puentes que los que ya estaban tendidos sobre el río Uruguay, cortó un montón de puentes invisibles y futuros, y generó una brecha de odio que tal vez no sane en décadas. La contaminación que Botnia puede producir sobre el río es posible y se verá o no, esta otra forma de contaminación chauvinista, sucia, podrida, ya es una realidad que se ve desde mucho más lejos que cualquier chimenea.