
Toda la calefacción de mi casa es una salamandra de principios del Siglo XX; es un objeto hermoso de hierro fundido y con una moldura de un dragón -o posiblemente una salamandra adragonada- sobre la puerta. Funciona a carbón o leña cortada en astillas y demora bastante tiempo en calentar. Una vez que lo hace permanece caliente varias horas y alcanza para templar casi todos los ambientes de mi hogar.
Pero es miércoles y estoy metido a las nueve de la noche en mi cama, con todas las frazadas y mantas que tengo encima mío. Afuera la temperatura ronda el cero grado pero los meteorólogos dicen que la sensación térmica es de varios grados bajo cero. Les creo. Abajo de las frazadas es el único lugar dónde puedo estar sin sentirme un soldado alemán en Stalingrado. No prendí la salamandra. No tengo carbón y no tengo un mango para comprar una bolsa. Según el gobierno soy parte de la franja pudiente, de las personas de altos ingresos a quienes no les cuesta nada sacrificarle al IRPF una buena parte de su sueldo. Sin embargo no me siento así; hay cero grado y no puedo comprar una bolsa de carbón. Y es recién 22 de este mes.
Abajo de las mantas estoy bien y me duermo muy temprano. A la mañana me despierto tiritando porque me destapé durante una pesadilla de la que sólo recuerdo borrones. A cuatro cuadras de mi casa alguien con quién estuve conversando tres días atrás acaba de estrellarse contra una columna y está muerto.
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Desde mi adolescencia siempre defendí el invierno ante mis amigos, que parecían no poder asociar ninguna clase de felicidad intensa con algo que no fuera el verano, estación en la que yo me sentía torpe e inadecuado. Yo amaba la ropa de invierno, amaba el salir a la calle sin más que mi nariz al descubierto, vestido como un soldado finlandés patrullando los alrededores de Viipuri. Amaba el despojarme de esa ropa frente de una estufa a leña ardiendo, escuchando música melancólica y bebiendo vino en copa, hablando de nada. Amaba estar con una chica cálida e ir levantando las numerosas capas de tela que la cubrían hasta encontrar la piel tibia. Amaba la lluvia reventando contra la claraboya y amaba estar al resguardo de ella. Hoy en día me doy cuenta de que ya no amo tanto al invierno y que prefiero estar en una mesa de verano o primavera al atardecer, tomándome un whisky y observando los ombligos de otras chicas, vestidas con remeras deliberadamente cortas.
Luego de nueve años sin hacerlo empecé a fumar otra vez. Una noche, en una semana de un increíble stress al que ni la música ni el alcohol parecían debilitar, le pedí un cigarrillo a un amigo. A las tres pitadas ya me sentía más relajado y los problemas me parecían más blandos.
Tengo que volver a dejar de hacerlo, porque noto que las resacas se hacen más largas y que mi voz está desapareciendo. Pero veo a
Tabaré Vázquez en la Cumbre del Mercosur predicando acerca de los mil y un males del cigarrillo, y siendo saludado como un apóstol de la vida. Como el hombre que encontró el dragón al que derrotar. Me alegro de no ser parte de su cruzada; otra virtud del cigarrillo.
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La expresión de "sensación térmica" aplicada a una supuesta exageración de la percepción de la inseguridad ciudadana fue acuñada por el ex Ministro del Interior
José Díaz, pero la prensa de la oposición de derecha insistió en adjudicársela, una y otra vez, a su sucesora,
Daisy Tourné, a la que odiaban con fervor. La expresión de Díaz no era gratuita y correspondía a la exageración casi histérica de los medios, particularmente los vinculados con la oposición, en relación al tema de la seguridad, instalado según las encuestas en un lugar central dentro de las preocupaciones de los montevideanos. Pero aunque su diagnóstico sobre el manejo intencionado de esta preocupación por medios nada inocentes era válida, la expresión cayó muy mal. El que un problema sea utilizado por intereses políticos no quiere decir que el problema no exista, y hablar de que la inseguridad ciudadana tiene algo de "sensación térmica" -es decir, de percepción irreal- resultó terriblemente ofensivo para quienes habían sufrido un delito o eran cercanos a alguien que lo había hecho. Y esos eran, y son, muchos.
El Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad -creado por este gobierno en el 2005- hace poco reveló las nuevas cifras sobre crímenes y delitos ocurridos el último semestre. Las cifras eran más bien aterradoras; con un claro ascenso de los homicidios y los delitos sexuales. Pero el Ministro del Interior
Jorge Bruni tenía algunas buenas noticias: las rapiñas habían crecido en menor proporción que en semestres anteriores, lo que permitía hablar de un descenso de los índices de delito. Un economista se hubiera vuelto loco tratando de explicar por qué algo que aumentó en realidad disminuyó, basado en la razón de que aumentó menos que antes.
Meses antes, Daisy Tourné -ante un informe anterior- dijo que las cifras eran buenas porque solamente las rapiñas habían aumentado -un 20%- pero que los demás delitos seguían más o menos en sus números que en el 2002. La misma lógica anterior; pero en el 2002 el país estaba quebrado y con los peores índices de desempleo y pobreza que se hubieran visto desde el fin de la dictadura, y en este momento el gobierno podía exibir con orgullo un desempleo de apenas un 7%, una cifra cercana a lo que se considera "pleno empleo" en economía. Si ante variables económicas claramente mejores, los delitos se mantenían -e incluso aumentaban- en los mismos términos de cuando el país había estado al borde del colapso, entonces había un problema que no explicaban las teorías deterministas sobre el factor pobreza y necesidad. Ahí había otra cosa, un problema sociológico y cultural para el que la izquierda no tenía respuestas ni nombres que darle, y mucho menos una solución inmediata. Todavía no la tienen. Cuando los aprietan dicen que es todo culpa de la pasta base.
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Me encuentro con una amiga a la que veo muy poco. Se acaba de divorciar y tiene dos hijos pequeños, así que sus oportunidades de salir y divertirse un poco son casi inexistentes. Pero esa noche dejó a sus niños con su hermana y decidió salir a tomar un trago conmigo. Está de buen humor y me cuenta que el trauma del divorcio le está resultando más suave de lo que creía. Hace poco tiempo murió su madre -su padre había muerto unos años atrás- y fueron tiempos muy difíciles para ella, pero la está llevando bien y, al menos en ese momento, se está divirtiendo.
Me muestra su celular nuevo. Es un Nokia bastante barato, pero según ella mucho mejor que el que tenía antes, al que describe como una mierda prehistórica. Cada tanto abandona brevemente la conversación para mandarle un sms a su hermana para ver cómo están sus hijos. No me importa la distracción porque cuando está atenta es una de las personas más graciosas que conozco. En un momento salimos a fumar y nos quedamos conversando con una conocida mutua. Yo entró a buscar un trago y me quedo un par de minutos charlando con el mozo. Cuando salgo retomamos la charla hasta que ella vuelve a buscar el celular porque no le contestaron una pregunta que había enviado. No lo encuentra; le había desaparecido de su bolsillo. También había desaparecido un personaje habitual que suele merodear el boliche desde hace años, mangueando en forma ininterrumpida y generalmente molestando a los clientes, aunque algunos lo encuentran simpático.
Le ofrezco el mío pero no se acuerda del número de su hermana, y además la noche está arruinada. Nos despedimos y quedamos en vernos en otra ocasión, y ella se va a ver en qué están sus hijos. Yo me voy a casa.
A los pocos días estoy en el mismo lugar y vuelve a aparecer el personaje que posiblemente se había ganado un celular aquella noche. Me dice "¡amigo! ¿no me da una moneda?". No; y no soy tu amigo.
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Me conseguí una copia de
Let the Right One In, la película de vampiros sueca de la que todo el mundo crítico estuvo hablando pero que sigue sin estrenarse en Uruguay. Le tenía un poco de desconfianza porque las reseñas insistían en que era una revolución en el cine de terror, y en ese género yo soy un clasisista. Además no me gusta el cine sueco.
Decidí empezar a verla una noche, demasiado tarde, para al menos tener una idea de qué se trataba pero convencido de que me iba a dormir a los veinte minutos. Dos horas después estaba todavía despierto y convencido de que acababa de ver una de las mejores películas que caía en mis manos desde hace muchos años, y un nuevo clásico del cine de horror.
Let the Right One In es una película increíblemente fría y cálida a la vez; llena de cabos sueltos, de datos imprecisos, de personajes que dan una clara y definida impresión individual pero sobre los que al mismo tiempo no sabemos casi nada. De violencia y ternura simultánea. De hecho es una película sobre la atracción de los opuestos, pero no solamente la evidente entre la vampira centenaria con cuerpo pre-adolescente y su amigo de doce años, sino también entre el horror y el afecto, entre la belleza de la fotografía invernal de la nieve y la textura granulosa, casi de realismo socialista, del suburbio de Estocolmo, entre lo refinado y lo grotesco. No hay moralidad en sus personajes, solo sentimientos y el que predomina es el de la soledad, renuente y finalmente combatida en un campo de batalla que no tiene nada que ver con los conceptos del bien y el mal.
No leí la novela de
John Ajvide Lindqvist en la que está basada. Las críticas son excelentes pero dudo que sea mejor que la película; tan sólo con leer en el resumen de la Wiki algunos datos que en la película permanecen nebulosos y que, al parecer, en la novela se desvelan, me convenzo de que seguramente sea menos sugerente que su versión cinematográfica. Me encantan esas películas de horror en las que nada se explica demasiado, películas como
The Suicide Club o varias de las de
David Lynch, que operan en el terreno extrañado de las pesadillas. Y me encantan las películas de horror como
Let the Right One In, siempre conscientes de que hay una igual cuota de espanto tanto en los monstruos sobre las que giran como en el entorno apacible que vienen a perturbar.
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Este es mi primer invierno sin perro en nueve años. Pienso en él en esas noches heladas, eran las únicas en las que lo autorizaba a subirse a mi cama y a dormir sobre las mantas, encima de mis pies. Luego las mantas tenían olor a perro, pero valía la pena. Recuerdo como roncaba y cómo gruñía o lloraba completamente dormido, acosado por sueños de perro de los que no sabemos nada.
Mis amigos me dicen que me hace falta una novia. Puede ser. Yo creo que me hace falta un nuevo perro.
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El frío ahuyenta a la gente de las calles, y estas se vuelven mucho más peligrosas para los que necesariamente tienen que transitarlas.
Una amiga me dice que no va a poder salir conmigo como habíamos convenido. La noche anterior, volviendo de un recital la arrastraron por la calle para robarle la cartera y se lastimó las rodillas. Está impresionada y no se siente ni lo bastante sociable ni alegre como para moverse de su casa.
Tuvo suerte; hace unos meses a otra chica que conozco dos tipos la molieron a patadas en el suelo para robarle el celular. Terminó con una fisura de tibia por la que tuvo que usar bastón durante semanas y someterse a una larga y dolorosa fisioterapia. Ambas son bastante parecidas, veinteañeras, bajitas y no pesan mucho más de cincuenta kilos.
A una compañera de trabajo la robaron tres veces las mismas tres malandras en los alrededores de Tres Cruces, uno de los epicentros de Montevideo. Ella también se divorció este año y tiene más de un trabajo para poder mantener, apenas, a su casa y a su hijo. En la seccional de la zona le dicen que sí, que saben quienes son las ladronas, que siempre están en la vuelta de la Plaza de la Bandera, pero que son menores y cuando las detienen están tres horas después en la calle nuevamente.
Una de sus compañeras de sección fue asaltada también hace unas semanas. El chorro le dijo "dame la plata o te robo". Nos reímos mucho cuando lo contaba. Pero en el fondo no tiene nada de gracioso.
Abro un diario y leo la noticia de que una chica de trece años fue raptada, violada y asesinada. Se llama exactamente igual que mi sobrina, que tiene trece años. Durante los dos segundos que demoro en pasar de las primeras líneas hasta la que aclara que el crimen fue cometido en Florida, que el segundo apellido es diferente al de mi sobrina y que el asesino está detenido, siento un vértigo que no quiero volver a sentir en mi vida.
Las mujeres son las víctimas favoritas de todos los delincuentes modernos, tanto dentro como fuera de sus casas. Si fueran un grupo político se hablaría de persecución o incluso de terrorismo y exterminio, habría marchas multitudinarias defendiendo la democracia y las garantías de ese grupo acosado por torturadores y asesinos. Pero la criminalidad contra las mujeres es vista como si fuera una fatalidad inevitable, "y... es la sociedad fracturada, es la pobreza, es la pasta base, es el hogar detonado, es el consumo, es el Siglo XXI". Sí, ¿y qué?
Trato de imaginarme qué le pasa por la cabeza a un par de tipos capaces de patear brutalmente a una chica en el piso para sacarle un puto celular. No puedo; me resulta mucho más fácil tratar de imaginar en qué sueñan los perros, al fin y al cabo criaturas con muchos más principios básicos que estos espectros repugnantes cuya suerte, desventura o justificación me dejó de importar hace tiempo.
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La serie de documentales de
La Historia de la Música Popular Uruguaya es posiblemente el mejor producto audiovisual que jamás se haya hecho para la televisión uruguaya.
Juan Pellicer demoró ocho años en terminar los quince capítulos que la componen y es evidente que ninguno de ellos fue sabático; se trata de uno de los mayores trabajos de estudio -por parte de Pellicer y su grupo- que se hayan hecho sobre -perdón por la redundancia- la música popular uruguaya de las últimas cuatro décadas. No hay mucho material bibliográfico al respecto, y esta serie llena el vacío con asombrosa calidad. Y con no menos asombrosa generosidad y falta de prejuicio; conozco a más de úno -incluyéndome- que quedaron totalmente sorprendidos al comprobar que más allá de lo que culturalmente se suele inscribir en el libro de oro de dicha música, esta serie incluye a varios discriminados, como la música tropical o el folclore más bien de derecha, que suelen caerse afuera del canon. Y los incluye con todo el respeto que se merecen.
No dan ganas de salir al frío cuando emiten
La Historia de la Música Popular Uruguaya en un canal público que, por una vez, parece indiferente a otra cosa que no sea ofrecer la mejor televisión posible sin pensar en el mínimo común denominador. Es un espacio de calidez y homenaje a una tradición uruguaya mucho más gloriosa que la futbolística y mil veces más ignorada y subestimada. La tradición de un grupo de gente que sin recompensas y poco respeto creyeron que en Uruguay se podía generar un calidoscopio musical original y poderoso que, en un país de población mínima, dio dos o tres generaciones de compositores que naciones diez o veinte veces más poblados no ha conseguido alinear.
Hay muchos momentos emocionantes en esta serie;
Jaime Roos enseñando a tocar "Cometa de la farola", el
Darno explicando con sinceridad desgarrada cómo la dictadura le cagó los mejores años de su carrera, el
Sabalero reconciendo que los músicos exiliados estaban en realidad en una situación mucho mejor que los que se habían quedado acá -a pesar de lo cual los locatarios fueron mucho menos reconocidos, un integrante de
Combo Camaguey explicando cómo la introducción del sintetizador les permitió librarse de la tiranía de los clubs de música popular en los que habia piano, los
Estómagos hablando de la total desprotección en la que se movía el rock de los 80... muchas cosas. Y está, como resaca lúcida, la clara evidencia de que hubo un tiempo en que la música era mucho más importante. Y que los nexos formados alrededor de ella también.
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La gripe A introdujo un nuevo elemento, antes desconocido para casi todos nosotros, en nuestras casas: el alcohol en gel. Por curiosidad me compro un frasco, y en pequeño acto de mariconería elijo uno perfumado de aloe vera. No sé si sirve para un carajo, pero tras pasarme el gel por las manos, las mismas me quedan perfumadas con agradable aroma a alcohol y aloe. Horas después de hacerlo sigo sintiendo ese olor fresco en el dorso de mis manos.
Una noche descubro también que es excelente para encender los tercos carbones de mi salamandra, y por un minuto es humo con olor a aloe lo que ambienta mi casa.
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El sociólogo
Rafael Bayce es entrevistado por
la diaria sobre el tema de la minoridad delictiva y los grupos que son percibidos como difusores de códigos violentos (las barras de fútbol, algunas tribus urbanas...). Bayce, con quién suelo coincidir sobre todo en su visión legalizadora de las drogas, ha asumido desde siempre el papel de defensor de los sectores marginales, y es de los pocos que se molesta en dar el punto de vista de los mismos. En la entrevista, Bayce defiende a estos grupos de pertenencia, como aglutinadores de identidad y como sectores a los que los prejuicios han estigmatizado, generalizándolos en base a sus integrantes más violentos sin tener en cuenta el gran número de integrantes de los mismos que se comportan en forma completamente sociable. Ok, es un punto de vista válido. Yo tengo mis dudas sobre los beneficios integrarse a un conjunto de personas que cantan juntas que lo mejor que les pasó en las vidas fue el día que algunos de ese conjunto mataron a un joven por llevar una remera de color distinto, pero admito que es un tema complejo.
Pero luego de prevenir contra las generalizaciones, Bayce realiza una particularmente brutal, dice: "
Esos comerciantes que son asaltados por monstruos que consumen pasta base son los negreros que le roban a la gente, remarcan los productos vencidos, tienen la balanza trucha, tienen a uno trabajando al que le pagan 3.000 pesos donde deberían trabajar cuatro y ganar 5.000. Después de que empobrecen a media población, se quejan de que los asaltan, por favor. Quieren pagar mal, quejarse, y que la sociedad los defienda de los monstruos que ellos crearon".
El gremio de Cambadu -Centro de Almaceneros Minoristas, Baristas, Autoservicistas y afines del Uruguay- posiblemente sea el más golpeado por la delicuencia actual. Practicamente no pasa una semana en la que algún almacenero no sea asesinado por un chorro nervioso, y no pasa un día en el que dos o tres no sean asaltados. No sé en qué barrio vive Bayce; en el mío -que no es particularmente humilde- los almaceneros no son precisamente explotadores capitalistas que se comportan como terratenientes algodoneros del sur de EE.UU. antes de la Guerra Civil; por el contrario, los que conozco y han sobrevivido a la instalación de los grandes supermercados, son gente que labura desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche -a veces más-, que rara vez tienen gente trabajando con ellos que no sea de su familia y a los que jamás he visto subirse a un 4 X 4 luego de cerrar la cortina metálica, simplemente porque no lo tienen. Los almaceneros que conozco han mantenido sus negocios ante la competencia más bien desleal de los negocios de grandes superficies gracias a su capacidad de fiar a los que no tienen tarjetas de crédito, o a instalarse en los barrios en los que nadie quiere instalarse, o a su capacidad de convertirse en vecinos, de ser parte de una comunidad barrial. Los almaceneros que conozco me conocen, saben como me llamo, me dejan llevarme una coca-cola que les pagaré más tarde, me prestan cambio para el ómnibus cuando no lo tengo.
Debe haber cientos de reverendos hijos de puta entre ellos, como no, pero aún en estos casos los opinadores de corte determinista como Bayce parecen nunca ser capaces de apreciar la tremenda desproporción entre que alguien robe tres pesos por tomate con una balanza tuneada y el que ese alguien se quede sin la recaudación de una semana, o sin los implementos necesarios para mantener su negocio. La imposibilidad de comparar el que un tendero tenga a un empleado en negro y le esté pagando menos de lo que merece, y el que ese mismo tendero reciba un tiro en la cara frente a su familia. Entre lo reprobable o levemente punible y lo definitivamente irreparable.
Bayce, como los apóstoles de la seguridad a los que les parece un crimen el que alguien manotée una billetera pero no el que un empresario vacie una fábrica y deje a cien jefes de familia sin trabajo, ve las agresiones en términos de comprensibles e incomprensibles. No ve el dolor ni el daño. No imagina la cara de alguna viuda de almacenero que lea su apreciación. Mientras tanto los dueños de los grandes supermercados, que siguen sin dejar agremiarse a los trabajadores que trabajan bajo la amenaza de un seguro despido a la menor protesta, pueden leer esa opinión sin molestarse en lo más mínimo: al fin y al cabo nunca asaltan a los grandes supermercados, ellos nunca están detrás de las cajas y, generalmente, ni siquiera viven en Montevideo o en este país empobrecido.
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Mi canción favorita de este invierno es "
The Trapezee Swinger" de
Iron & Wine, es decir de
Sam Beam, ese cantante tan dulce que podría matar a un diabético con sólo tararearle en el oído. Pero la dulzura de Beam nunca es una especie de subterfugio para quedar bien con las suegras y las escuchas femeninas potenciales, sino que el tipo tiene la capacidad envidiable de sonar realmente como si fuera -o es, quién mierda sabe- una persona mejor que el resto. También lo diferencia una tristeza subterránea, que hace que su al parecer infinita comprensión por el mundo que lo rodea no suene a un hippismo filantrópico transnochado, sino a la empatía humana de quién vio cosas infernales y no salió intacto de dicha contemplación.
"The Trapezee Swinger" es la "
Sad Eyed Lady of the Lowlands" de Beam, compositor al que claramente se le nota su amor por la lírica entre surrealista y callejera del mejor
Dylan. Dura unos nueve minutos y cada una de sus estrofas comienza con un "
Please, remember me". Hay un tema recurrente en las canciones de Iron & Wine, y es el deseo de ser recordado con felicidad y afecto. Para Beam parece no haber terror mayor que el de abandonar esta tierra sin haber dejado rastros de amor entre los que nos rodearon. Es fácil compartir ese miedo.
La canción evoca una serie de imágenes juveniles, de recuerdos totalmente personales y entrañables, en los que cualquiera puede identificarse a pesar de ser muy precisos, localizados y definidos. Beam recuerda el contar autos negros desde una colina, pintarse la cara en Halloween, fumar porro en una torre alta, apretar cerca de un circo... Pero también recuerda errores, recuerda cosas perdidas, recuerda haber perdido a los perros que aman la lluvia y los pájaros de colores que corren en círculo alrededor de un aljibe. Recuerda sobre todo a una mujer, a la que la canción se dirige. Dice "
I heard from someone you're still pretty".
Pero de la misma forma en la que mezcla con naturalidad lo integrado y lo definitivamente perdido, Beam tiene la costumbre -como el mejor Dylan- de intercalar elementos fantásticos entre sus pinturas de suburbio, y en "The Trapezee Swinger" se imagina que las puertas perladas del Paraíso están cubiertas de "graffitis elocuentes". Y en algunas estrofas enumera algunos: "
We'll meet again", "
Fuck the man", "
Tell my mother not to worry", "
Lost and found", "
Don't look down", "
Someone save Temptation", "
Who the hell can see forever?". Casi al final promete que si llega a las puertas de San Pedro, va a hacer un dibujo de Dios y Lucifer, de un chico y una chica (tal vez los propios Dios y Lucifer), de un ángel besando a pecador, un mono y una banda marchando alrededor del trapecista asustado al que refiere el nombre del tema.
Aunque la melodía de "The Trapezee Swinger" es una secuencia de acordes bastante elemental (Do-Sol-Fa-Do-Sol en los primeros dos pares de versos de cada estrofa y la misma secuencia comenzando en La menor en los dos últimos), no aburre en ninguno de sus nueve minutos, gracias tanto a la belleza de la letra como a unos arreglos sutilmente mutantes (otra vez la tradición del mejor Dylan), que se van enriqueciendo progresivamente sin que el tema escale en un exceso de energía. Es un resumen fantástico de la imaginería de Beam y, posiblemente, de su concepción vital de la memoria, el afecto y lo que no vuelve. Pero entre tantos versos brillantes posiblemente el que me sigue gustando más es el más sencillo, que ya cité antes: ""
I heard from someone you're still pretty". Me hace pensar en un par de mujeres que no necesito que nadie me informe de que conservan su belleza.
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Hay un flaco que vive en la calle, deambulando por una galería céntrica y los alrededores del pub al que suelo ir, mangueando comida, algún trago y sitios donde dormir. Evidentemente tiene algún trastorno psíquico -tal vez debido a las drogas, tal vez no- y evidentemente no es uno de esos tipos acostumbrados a vivir en la calle. Anda con una mochila con sus pertenencias a cuestas y de vez en cuando agarra un vaso que no es suyo. De vez en cuando se liga una trompada. En un mundo sensato estaría internado o medicado, pero no lo está. Tiene días mejores y días peores, a veces lleva solo una remera con temperaturas de cero grado y con el viento de la rambla sur espantando hasta a los más abrigados. Sin embargo dice que tiene calor y no tiembla.
Como todos los solitarios y los que se cayeron afuera del mundo, generalmente está callado pero cuando alguien le da entrada habla sin parar durante horas. Lo veo aproximarse a un grupo de alemanes que beben como si fueran a invadir Polonia. Los alemanes son afables y el flaco se suma a la conversación; lo escuchan con educación durante un buen rato y luego intentan proseguir su charla. Él sigue hablando. Finalmente los alemanes se cambian de mesa, estratégicamente, hacia una más pequeña en la que no hay lugar para el charlatán desvariado. Él los sigue y se queda parado junto a la mesa mirándolos fijamente y sin poder intervenir, ya que ahora están conversando en alemán. Pero es incómodo estar conversando con alguien que está parado a tu lado mirándote con ojos de loco, y finalmente uno de ellos le pide que los deje solos. Lo hace, por un par de minutos, luego vuelve y se para en el mismo lugar.
Los alemanes terminan la botella y salen del pub, seguidos por su espectador. Cuando se suben a un taxi, él trata de subirse con ellos. Le dicen que no y lo apartan sin ninguna violencia, él se queda parado junto al taxi y les dice "por favor, llévenme". Pero los alemanes no lo llevan. Yo tampoco.
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La violencia invernal no es potestad exclusiva de los más marginados; todo el mundo se horroriza al enterarse que en un baile de Marindia, dos barras de jóvenes de clase media -la mitad locales, la mitad de El Pinar- se agarran a fierrazos y un adolescente muere de un tiro. El motivo al parecer fue que alguien de El Pinar se había ennoviado con alguien de Marindia. Un gran motivo para el que quiera ver una historia de Montescos y Capuletos, pero que en verdad es sólo una prueba más de cómo se puede sacar odio del amor, y de cómo gente que vive en casas parecidas, en balnearios igualmente cercanos a la costa, pueden encontrar una excusa para matar, para arruinar, para destruir por nada en nombre de nada.
Cuando yo era adolescente íbamos a bailar a algunos lugares de la Ciudad de la Costa. Eventualmente nos metíamos en algún quilombo de difusos motivos. Lo peor que te podía pasar era irte con un ojo negro. O un diente menos. No te pegaban con una varilla de construcción de acero. No te disparaban con un 38 en el cuello.
Cuando yo era adolescente, rara vez terminábamos la noche con alguna chica. Pero recuerdo una, en el country de Atlántida en la que una muchacha hermosa -hermana de una actriz menos atractiva que ella pero que fue considerada un símbolo sexual mediático- decidió que yo le hacía gracia y que valía la pena estar conmigo. Recuerdo sus labios en el muelle de Atlántida y la sensación de que había estado esperando todo el tiempo por algo así. En una de esas hubiera valido que me pegaran un tiro. Por suerte en aquellos días no le disparabas a un pobre flaco en un día afortunado.
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Todos los días, cuando voy a trabajar en ómnibus, paso frente a una pintura de graffiti que me llama la atención. Está sobre la puerta tapiada con bloques de un bar cerrado en la esquina de Gonzalo Ramírez y Minas y representa a un mamífero no demasiado definido; es completamente blanco como un oso polar -salvo los ojos y la nariz- , pero la forma de su cabeza y orejas recuerda más bien a la de un mapache, y al mismo tiempo hace pensar en un oso panda.
La parte inferior del cuerpo del oso-mapache, desde la altura de su panza, se está desintegrando en fragmentos geométricos, como si se estuviera convirtiendo en vidrio y este hubiera sido apedreado. Tiene los antebrazos levantados y mira, con una tristeza de gigante, como sus manos también comienzan a cristalizarse y desmoronarse.
Mientras la observo por enésima vez, desde el fondo de la capucha de mi campera, me pregunto como me veré, sentado, maldormido y algo desorientado, junto a la ventanilla del ómnibus casi vacío.