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viernes, 9 de noviembre de 2007

La maldición de los cretinos

En la foto están tres personajes esenciales para la historia del punk y del arte contemporáneo en general. Ninguno de ellos tocó jamás un instrumento ni compuso una canción, que se sepa al menos; el de la izquierda es Arturo Vega, un artista plástico obsesionado con el pop art y las svásticas; en el centro está Linda Stein, ex esposa del dueño de Sire Records, Seymour Stein, y reconocida como una de las principales agentes inmobiliarias de New York; a la derecha está Danny Fields, escritor y descubridor de talentos del sello Elektra, responsable de que el mismo fichara y editara a The Doors, MC5 y The Stooges entre otros. Además de ser amigos entre sí y del legendario fotógrafo Bob Gruen, quién tomó esta foto, los tres tienen otra cosa en común y es la relación -como ilustrador en el caso de Vega, como managers en los de Stein y Fields- con la más desgraciada banda de la historia del rock'n'roll: The Ramones.

Hay algo de mala suerte -un porteño diría yeta- en las bandas de New York; siendo - o habiendo sido- una ciudad con una actividad artística superior a otras metrópolis anglosajonas como Londres, Los Angeles o Manchester, la cantidad de rockeros exitosos provenientes de la Gran Manzana es proporcionalmente muy baja, y la cantidad de formaciones fundamentales pero ninguneadas o ignoradas altísima. Hay excepciones como Kiss, Blondie, los Beastie Boys o los Talking Heads, pero desde que Velvet Underground inauguró en los 60 esta suerte de tradición de hermosos fracasos (en el sentido comercial, no artístico, por si hace falta aclararlo) que parecían destinados a conquistar el mundo y apenas llegaron al premio consuelo de ser "artistas de culto", es asombrosa: The Fugs, New York Dolls, Suicide, Television, Richard Hell, The Dictators, Wayne County, Dead Boys (originales de Cleveland pero instalados en la city), Theoretical Girls, Cro-Mags, James Chance, Bad Brains (de Washington DC pero en su mejor momento residían en NY), D-Generation, Bongwater, Alice Donut, Arto Lindsay,Lunachicks, The Frogs, Unsane, Versus, Toilet Boys, The Voluptuous Horror of Karen Black... todos artistas prestigiosos e influyentes, pero en términos comerciales desastrosos o irrelevantes en relación a las expectativas despertadas. ¿Por qué L7 sí y Lunachicks no? ¿o por qué Ween sí y The Frogs no? ¿Aerosmith y no los New York Dolls? Hay como una maldición; recuerdo ver a los Toilet Boys en el Bowery Ballroom y, sin que fueran mi ideal de banda, pensar "estos monos van a ser inevitables en los próximos años", y casi diez años después no pasó absolutamente nada con ellos mientras que bandas muy similares de lugares tan apartados del mercado como Escandinavia se han vuelto masivas... Pero ninguna de estas bandas fue un fracaso tan fulminante, destructivo y excesivo como The Ramones.

Más de un lector va a saltar a putear y a preguntarme cómo puede ser un fracaso una banda que era mundialmente conocida incluso antes de los días del sharing y con la que están familiarizado todo el mundo, pero estoy hablando en términos relativos: por supuesto que DNA fue una banda mucho menos conocida que The Ramones -y mucho más inviable en lo económico-, pero ni el mayor de los defensores de la no wave puede sostener que esto era ilógico. En cambio si hay un consenso en cada una de las declaraciones referidas a los Ramones de los privilegiados testigos de sus primeros recitales en el CBGB; todos hablan de su deslumbramiento y de la sensación de haber sido expuestos a algo absolutamente nuevo y absolutamente reconocible a la vez. Todos los que vieron a The Ramones en el CBGB a mediados de los 70 quedaron convencidos de haber vivido una experiencia similar a la de quienes fueron a ver en los 60 a cuatro melenudos que tocaban en el Cavern Club de Liverpool. Pero eso nunca sucedió; lo tenían todo para ser masivos y nunca llegaron a arañar siquiera la popularidad de bandas inferiores y olvidadas como los Bay City Rollers o The Sweet. ¿Qué a diferencia de Rancid van a seguir siendo escuchados y admirados dentro de 50 años? Sin dudas, pero eso no hace a su historia menos triste.

El desolador documental End of the Century y la autobiografía de Dee Dee, Poison Heart, son tal vez los mejores testimonios de esta derrota; uno puede ver como cada disco de la banda es editado recurriendo a los mejores productores disponibles, el mejor plan de lanzamiento o relanzamiento, la gira promocional más agotadora... y los resultados, en el mejor de los casos, son apenas medianos. Soportaron quince años de giras con algunos de los principales integrantes de la banda sin hablarse a causa de un serio problema personal, hicieron decenas de videos... hasta películas hicieron (Rock'n'Roll Highschool) sin que pasara realmente nada. Y no es, por supuesto que fueran los Flipper o alguna propuesta innacesible o autosaboteada; los Ramones hacían todo lo necesario, obedecían todos los consejos de sus managers y sus compañías, tocaban una y otra vez sus "hits", y nada. Tal vez se les notaba el que, debajo de su imagen algo cándida, era una banda singularmente negativa y autodestructiva. Es desolador en el End of the Century que recién al llegar a Argentina se encuentran con un estadio lleno de gente esperando verlos, cuando ya hacía mucho tiempo que había pasado su mejor cuarto de hora, o cuando ante el ascenso de Nirvana tienen un estallido de optimismo, convencidos de que EE.UU. finalmente se ponía en su sintonía. No fue así, y ahí tiraron la toalla. En menos de ocho años sus tres integrantes principales estaban muertos por distintas razones y siendo todos apenas cincuentones. Su disco más vendido, la recopilación Ramonesmania (un nombre de lo más irónico), apenas llegó a ser disco de oro; los Green Day, que en la ceremonia en la que los Ramones fueron ingresados al Rock'n'Roll Hall of Fame tocaron en honor a su influencia 'Blitzkrieg Bop' y 'Teenage Lobotomy' vendieron 18 veces más que el Ramonesmania con su disco no-recopilatorio Dookie. Todo esto es sabido, pero vale la pena recordarlo.

Porque es inevitable pensar que su maldición, que a la inversa de Spinal Tap afecta a todos los relacionados con la banda menos a los bateros, sigue intacta. La mujer de la foto, Linda Stein, fue encontrada asesinada en su apartamento de Manhattan la semana pasada, con el cráneo aplastado por un objeto contundente. Una mujer que era maestra cuando se casó con el ambicioso Seymour Stein (un legendario empresario discográfico al que está dedicada una canción de Belle & Sebastian con su nombre), con quién compartían un gran amor por el rock y con quién asistieron al surgimiento de una generación excepcionalmente brillante -esa criada en el Max's Kansas City y el CBGB- y a la que apostaron comercialmente. Linda en particular fue manager durante un tiempo de la más promisoria de todas estas bandas, adivinen cual, y se recuerda como esta mujer -tan parecida a las caricaturas de judías neoyorquinas que hace Woody Allen- mandó a cagar varias veces al eternamente quejoso Johnny Ramone, un tipo tan limitado que vivía protestando por la comida extranjera cuando estaban de gira en Europa. Después de divorciarse de Stein, Linda se dedicó a los negocios inmobiliarios, haciendo toda la guita que no había conseguido con los Ramones vendiéndole casas de lujo a las estrellas de cine.

Pero uno la recuerda más que nada por sus intervenciones en el testimonial y emotivo libro sobre el punk neoyorquino Please Kill Me de Legs McNeil, donde con singular desvergüenza habla sobre sus encuentros eróticos con Dee Dee, quién al parecer también atendía a su marido (eran tiempos muy liberales los 70). Curiosamente lo mejor del libro -sin contar a la maravillosa Bebe Buell, que es un capítulo (y un post) aparte- las declaraciones de los tres personajes presentes en la foto son, posiblemente, lo mejor del libro (Danny Fields, en particular, es una de esas personas que cada cosa que dicen arroja un rayo de luz que realza o desmitifica a alguna leyenda). No es de extrañarse, porque se trata de gente culta evocando su tiempo y papel en el centro de un momento cultural clave y divertidísimo, un privilegio histórico. Los Ramones fueron para Linda Stein un fracaso económico, sin embargo en todas sus necrológicas se destacaba más este rol que su rol de millonaria inmobiliaria y figura de la alta farándula neoyorquina. Y en sus declaraciones reproducidas -y plagadas de la palabra "fuck" que tenía como muletilla- ella siempre evoca esos tiempos como los mejores de su vida. No hay por qué no creerle, no hay por qué no creer que un puesto de capitán en una revolución cultural en las alcantarillas no haya sido más excitante que estar envejeciendo en un penthouse.

Vi una foto de Mick Jones y de Tony James el otro día; están hechos unos señorones pelados y maduros. Los punks se están haciendo viejitos, un mundo se prepara para la despedida que llega siempre pegada a la respetabilidad. Está creciendo una generación de abuelos punk; hasta los vándalos de principios de los noventas tienen sus canas y sus calvas. Vean las fotos actuales de Dinosaur Jr. Y luego escuchen su disco hasta que toda la música joven contemporánea pierda sentido.

Pero el asunto es solamente dar registro de otra pieza del misterio ramonero que desaparece prematuramente -como Hilly Krystal, como el CBGB-, parte de un universo que uno, vaya a saber por qué fenómeno empático, considera como familiar. Gente que quiso conquistar el mundo, beautiful losers de un tiempo en que ambos términos no eran incompatibles.

lunes, 8 de octubre de 2007

Paren las rotativas: volvió la bestia

El señor David Yow, claro está.

So since the surgery, how's that ghost limb

Hey man, say man have you been rubbin' your nub
Por favor
De no sacar los manos, de no sacar los manos
Fuera de la ventana
So cuenta es muchas dinero lo siento
But I have got to hand it to you, you're taking this extremely well
Ah rub it on me, rub it on me Duane
So since the surgery, how's that ghost limb
Hey man, say man have you been rubbin' your nub

(
Nub)


El último campeón

Me alegró el día

jueves, 13 de septiembre de 2007

El biombo

Parece que el tiempo se ha puesto de lado de Manuel Puig; si bien el hombre siempre tuvo sus seguidores, su orientación evidentemente gay y sus posmodernas yuxtaposiciones de folletín melodramático y nouveau roman más o menos vanguardista, le han dado una actualidad tal vez superior a la que gozaba en vida. Suele pasar, no es el primero ni el último. Pero de alguna forma Puig parece -para algunos críticos- haberse convertido en el santo patrón de toda una generación rioplatense que (supuestamente) reivindica su literatura con el mismo entusiasmo que reivindica la plástica de Andy Warhol y el tecno-pop. Se le buscan y se le encuentran herederos en cada esquina y debajo de cada boa de plumas, herederos tal vez inconscientes en muchos casos de la tradición en la que se los inscribe, haciendo en cierta forma la más burda de las búsquedas epigonales. Bueno, cada uno elige el padrino artístico que quiere y lee lo que quiere de quién quiere sin que haya, como se sabe, lecturas privilegiadas, pero tengo la sensación de que, como con casi todo el arte de la segunda mitad del siglo XX, se está consumiendo la cáscara y tirando la fruta.

¿Hay realmente alguna relación entre aquella generación creativa de jóvenes artistas homosexuales que dio a luz simultáneamente a la literatura de Puig (difícil ponerle un rótulo genérico), al teatro café-concert y a la poesía neo-barrosa con la generación actual de artistas pop multidisciplinarios, que en ocasiones parecen gay sin serlo, que en lugar de tener que ocultarse en algún paraje liberado de Brasil tienen un camino de alfombra roja hacia la televisión? Por ejemplo ha habido un consenso crítico acerca de la excelencia o por lo menos la buena calidad narrativa de la prosa de Dani Umpi, y en ese consenso el nombre de Puig ha sido citado casi en forma inexorable, pero, más allá de la orientación sexual y de los paralelismos que se pueden hacer entre los devaneos kitsch de uno y de otro, ¿existe una auténtica continuidad o herencia literaria que se continúe de la generación de Puig a la representada por el diletante de Tacuarembó y los centenares de performers-artistas plásticos-músicos de electro-clash que han parecen haber cooptado el estandart
e del arte en el Río de la Plata?

Boquitas pintadas
es mi novela argentina preferida; ni La invención de Morel, ni Los siete locos, ni (mucho menos) Respiración artificial ni la propia Rayuela (o 62, que es para mí la realmente buena) me impresionaron tanto como esta novela breve, amaracada, porteñísima y de envoltorio frívolo. Aunque no leí toda su obra, ninguno de los otros libros de Puig que cayeron en mis manos me causó un efecto parecido al de ese libro de nombre ridículo. Cuando la leí por primera vez mi conocimiento sobre el kitsch, el posmodernismo y el folletín melodramático era mínimo, y mi homofobia adolescente bastante pronunciada. Sin embargo el libro me pasó por arriba como un tren, con algo que encontré más tarde en los libros de Hubert Selby Jr., pero no en los de David Leavitt, en las películas de Wong Kar-Wai, pero no en las de Pedro Almodóvar. Y es ese algo lo que vuelve a la literatura de Puig un gran ejemplo de literatura posmoderna y no una advertencia contra la misma y su banalidad.

En La insoportable levedad del ser, el porfiadamente moderno y siempre masculino Milan Kundera dedica un capítulo a hacer algunas apreciaciones críticas sobre el kitsch y elabora una sentencia tremebunda: "el kitsch es un biombo que oculta la muerte". Más allá de que, al menos en castellano es una frase muy melodramática (y paradójicamente algo kitsch), hay algo de verdad en ella. La exageración del impacto unidimensional del kitsch y su foco exclusivo sobre la luminosidad de la vida no deja espacio para la consciencia de la muerte. El kitsch puede llenar de calaveras una cartera, pero sólo si vacía dichos cráneos de su representatividad simbólica. Pero una cosa es el kitsch inconsciente, en cierta forma moderno, que solamente pretende su consumo único y un efecto determinado, que se juega con la seriedad con la que los niños juegan o que se propone incluso como un no-kitsch, sino como una forma distinta de valorar la expresión; otra cosa es el kitsch re-procesado por la autoconsciencia posmoderna, el kitsch que se sabe kitsch y que puede ser utilizado como recurso hedonista, mediante la suspensión voluntaria y asumida de su componente de "mal gusto", o re-direccionado para que en lugar de ser un biombo se convierta en una persiana que racionalice la visión del otro lado en lugar de ocultarla. Y una tercera cosa es ese mismo kitsch autoconsciente que ni siquiera se intenta re-direccionar, sino simplemente re-aprovechar aunque no se le respete, porque simplemente es el techo de la sensibilidad del artista que hace uso de él con una guiñada pero que es incapaz de superarlo.

La generación de Puig nunca se conformó con una forma única de integrar lo kitsch a su arte, menos aún con una forma chota que lo hiciera pasar por algo más importante; no sólo era kitsch la influencia del radioteatro sobre el estilo de Puig, también lo era La m
ujer sentada, comportada (al menos en comparación con sus trabajos pánicos) historieta que Copi publicaba en revistas y diarios. Kitsch es la popular y amaneradísima grabación que hizo Néstor Perlongher de su demoledor y extenso poema Cadáveres, que aún no ha sido superado -ni siquiera por los bardos oficiales del dolor de la pérdida como Juan Gelman- como testimonio lírico del genocidio argentino.

Ninguno renegaba que su amor por el melodrama -que es una hipotrofía estética de lo emotivo- ni de ninguna forma de desmesura, ya fuera el barroco a la cubana o la frontera de lo porno, generando esas enormes masas de impacto instantáneo que constituyen la sentimentalidad del kitsch y que incluso, si uno considera al pathos como la materia prima de la contacto humano, pueden constituir una nueva dimensión de realismo. Pero en el caso de ellos estas estructuras de emociones titánicas y tal vez vacías como zeppelines, siempre tenía un brutal y explícito cable a tierra. Mierda, ¿qué otra cosa recuerdan y subrayan Boquitas pintadas y Cadáveres? Recordemos al menos una de sus estrofas.

En ese golpe bajo, en la bajez
de esa mofleta, en el disfraz
ambiguo de ese buitre, la zeta de
esas azaleas, encendidas, en esa obscuridad
Hay Cadáveres

o tal vez

En la finura de la modistilla que atara cintas do un buraco hubiere
En la delicadeza de las manos que la manicura que electriza
las uñas salitrosas, en las mismas
cutículas que ella abre, como en una toilette; en el tocador, tan
...indeciso..., que
clava preciosamente los alfiles, en las caderas de la Reina y
en los cuadernillos de la princesa, que en el sonido de una realeza
que se derrumba, oui
Hay Cadáveres


Se podría argumentar que aquella era una generación depresiva, perseguida por izquierda (El beso de la mujer araña es un retrato si se quiere hasta bondadoso de la ferocidad con la que los revolucionarios setentistas rechazaron a estos artistas homosexuales) y derecha, que fue devastada por el Sida (casi todos las principales figuras de este grupo etario murieron a causa de dicho mal), que fue despreciada críticamente desde el canon hetero-comprometido, que escribía sobre Eros pero bajo el juicio implacable de Tánatos Entonces, ¿por qué tanta alegría? ¿por qué nos divierte tanto El uruguayo de Copi, o los largos fragmentos cursi-humorísticos de Puig? ¿por qué tantos de ellos eran más que nada comediantes? ¿No será simplemente que no se consideraba una cosa excluyente de la otra, que la diversión y el festejo vital no tenía por qué ser un puto biombo? En 1982, en plena Guerra de las Malvinas, Perlongher le metía un dedo largo al culo de la cultura argentina y escribía su artículo Todo el poder a Lady Di, en el que señalaba implacable que "en medio de tanta insensatez, la salida más elegante es el humor". Y sin embargo nunca reclamaron el ser los payasos de la fiesta. Porque no veían ninguna fiesta.

Tal vez todo esto que estoy escribiendo sea solamente una declaración de molestia ante la desmedida avalancha de elogios
recibida por la apenas correcta literatura romántica de Dani Umpi y el consenso en considerar propuestas de pop razonablemente bien producido como Miranda! como si fuera la luz al final del tunel, pero es algo más que la simple protesta por una exageración. Quiero decir, la opción por la frivolidad de corte casi escapista como respuesta a un entorno cultural aquejado por la seriedad y la reivindicación de los simples estímulos populares ante la imposición de los grandes totems del arte adusto, me parece -como todas las rebeldías- válida. Pero en la actualidad la frivolidad se rebela contra la frivolidad, la levedad contra la levedad, y el mal gusto contra el mal gusto; no hay ningún juego de oposiciones más allá de las simples y ya integradas diferenciaciones de preferencias sexuales. No hay una cultura amarga, opresiva y omnipresente contra la que rebelarse en nombre del glamour, apenas algunas estructuras y conceptos residuales, despreciados por cualquiera que haya seguido leyendo durante los últimos 20 años. Y ese cualquiera, si tiene una cierta honestidad intelectual, puede fácilmente discernir que ciertos lugares en la literatura actual han sido ganados en base a méritos de presentación, no cualitativos. Y que la degradación es tal que hoy en día se festeja la mera corrección gramática y la fluidez narrativa como si fueran triunfos expresivos.

Hubo sí herederos/sobrevivientes decentes de aquella generación de valientes terroristas, gente como el chileno Lemebel o el uruguayo Urdapilleta, cuyas obras si bien no han sido ignoradas no han podido integrarse a esta nueva corriente de literatura y arte neopop. En el fondo es lógico, porque aunque se ponga el énfasis en lo genérico y en el discurso de minoría, el principal valor del nuevo kitsch es su actualidad estridente. Y las diferencias son esenciales, mucho más que las similitudes, es el mismo tipo de diferencia que hay entre los Sex Pistols y Blink 182, es decir, diferencias medulares, diferencias que tienen que ver con lo que hay detrás del biombo. Si es que hay algo más allá de un poster del propio biombo.

miércoles, 29 de agosto de 2007

El glamour, el arte y lo demás

Hace unos días vi la película Party Monster (Fenton Bailey, Randy Barbato, 2003), una biopic de interés limitado -más allá de la posibilidad de ver a Macaulay Culkin haciendo un papel de adulto- sobre Michael Alig, James St. James y sus Club Kids. Tanto los nombres de estos como el de los Club Kids no son precisamente populares en estas latitudes, pero sin embargo su influencia ha sido crucial en la cultura popular más o menos hedonista de la última década y media. En cierta forma toda la estética del electro-clash, parte de la escena dance contemporánea y muchos de los llamados "mediáticos" televisivos son directos herederos de esta generación de nietos espirituales y algo desaventajados de las superstars de Andy Warhol & cía.

Michael Alig -en estos momentos encarcelado por haber asesinado a un amigo dealer- y los suyos eran básicamente personajes nocturnos a los que les gustaba vestirse y/o disfrazarse en formas chocantes, convirtiéndose en el centro de atención de cualquier fiesta a la que iban y consiguiendo eventualmente volver de su presencia su profesión, siendo contratados para poner su nombre y figurar en cualquier fiesta y/o boliche que quisiera estar más o menos de moda. Los Club Kids llegaron a hacer giras por todo EE.UU. a pesar de que no sabían "hacer" nada, sino que simplemente "eran". Un concepto muy Warhol del estrellato ("we don't have sound but you're so great you don't have to speak"), pero en esta ocasión sin que hubiera siquiera un mecenazgo artístico atrás que lo articule y que disponga el tinglado por donde se movían estas criaturas de supuesto charme ontológico. El no tener ningún trasfondo genuinamente artístico, más allá de su culto y amistad con el performer inglés Leigh Bowery, es el simple motivo por el que los Club Kids no produjeron ninguna obra creativa con la que se les pueda relacionar, ya que ni siquiera se puede hablar de una cierta homogeneidad en sus disfraces y el baile con el que se les suele asociar, aquella fugaz moda llamada "vogue", era en realidad una creación carcelaria de los pabellones de presos gays de Rikers Island.

Totalmente autoconscientes de su carácter de freaks profesionales, los Club Kids se especializaron en asistir a talk shows como el de Geraldo y escandalizar a la chotez estadounidense con sus peinados, maquillajes y declaraciones venenosas que en el fondo confirmaban todo lo que un buen cuáquero sospecha: los homosexuales y los drogadictos son desviaciones que no saben hacer nada, y ni siquiera son buenas personas. Hay varias aristas simpáticas en el hedonismo desfachatado de los Club Kids, su aparente liberalismo y su supuesta invitación democrática a la fama, y sin dudas James St. James -el más creativo del grupo- debe ser un tipo divertido, pero llama la atención lo restrictivo, discriminatorio e integrado al sistema que era este movimiento de apariencia contracultural. Más allá de la descarada homosexualidad de la mayoría de sus integrantes, casi todos estos provenían de familias de clase alta -y estamos hablando de la clase alta de New York, imagínense-, y uno de sus mayores placeres y poderes era el de ejercer distintas formas de exclusión y/o discriminación en nombre del glamour. ¿Una república privada en la que los freaks imponen sus reglas? En realidad tampoco, los Club Kids eran empleados de empresarios nocturnos, cuya auténtica clientela no eran los alienados que se mueven en los márgenes de la sociedad, sino los que podían gastar miles de dólares para sentirse parte de una excepción controlada y cerrada. El modelo era Warhol, no Jack Smith. Gary Glitter, no Lou Reed. El lema, explícitamente recalcado por Alig cada vez que tenía una chance era: "Money, success, fame, glamour". Un lema que ni siquiera incluye el placer; los Club Kids, más allá de sus monumentales ingestas de drogas (fueron hijos de la primer gran oleada de ectasy en EE.UU.), eran -como consecuencia de la paranoia sexual producida por el Sida- sumamente histéricos en lo sexual. Eran representaciones de libertad sexual y expresión corporal que no cogían y no bailaban. Eran un digno fruto de su tiempo y en cierta forma, un motor de influencia que se sigue sintiendo aún en ambientes en los que el nombre de Michael Alig no suena a nada.

Ahora, ¿estoy escribiendo esto para hablar de los Club Kids, un fenómeno cultural exterior y poco interesante, o para lamentarme sobre una concepción de cultura que chorrea sobre la pseudo-modernidad actual del Río de la Plata? En realidad ni una ni otra cosa, sino para hablar de una casualidad.

Luego de ver la película quise verificar algunos datos en un libro fallido pero interesante: The Last Party: Studio 54, Disco, and the Culture of the Night de Anthony Haden-Guest. Se trata de la historia del establecimiento de la cultura de discotecas -un fenómeno originalmente europeo- en New York y las distintas generaciones de habitantes de la noche de las últimas décadas, desde los suplicantes de Studio 54 hasta los Club Kids, hasta el desmantelamiento de la industria de la diversión nocturna durante la represiva administración de Rudolph Giuliani. El tema es, para mí al menos, apasionante y en combinación con el High on Rebellion de Yvonne Sewall-Ruskin (que narra el ascenso del Max's Kansas City, donde en realidad comenzó todo) y de los Diarios de Andy Warhol, puede servir para hacerse un panorama de este mundo volátil, efímero y fascinante. Califiqué al libro de Haden-Guest como "fallido" porque lamentablemente opta por entrelazar mucho lo subjetivo con los datos y su familiaridad con los señores de la noche hace que en ocasiones el tipo de por sentado conocimientos de la farándula neoyorquina dignos de Michael Musto. Pero de cualquier forma es una mina de historias y observaciones que hacen comprender que el Max's, Studio 54, el CBGB, Palladium, el Mudd Club y The Tunnel no eran cosas tan opuestas como a algunas tribus mímicas les gustaría suponer, y que los caminos de la oscuridad y la libertad en algún momento siempre se cruzan.

Pero bueno, el asunto es que, como suele pasarme, luego de releer la sección dedicada a los Club Kids me terminé releyendo todo el libro y encontré una anécdota fascinante. Como todo se sabe el gran atractivo de Studio 54 era su famosa capacidad de discriminación en apariencia arbitraria, que hacía el asistir y conseguir entrar al boliche una especie de juego de azar en el que ni siquiera el dinero lo aseguraba, siendo el auténtico valor de entrada el glamour y la notoriedad. Bullshit, por supuesto; en realidad Steve Rubell -el creador de Studio 54- era un hijo de puta inteligente que había estudiado el cuidadoso sistema de selección en la puerta instaurado por Mickey Ruskin en el Max's Kansas City, sistema sólo arbitrario en apariencia. Ruskin, un empresario algo groupie, había descubierto que lo que más atraía a los millonarios y a los grandes clientes no era tanto el lujo o la exclusividad económica, sino más bien el contacto con lo extraordinario, lo diferente y lo excepcional, y por sentirse parte de ello por motivos más allá del simple dinero. Era por esto que el Max's, siendo un restaurant y boliche caro y en el que muchos hombres de negocios eran rebotados por el propio Ruskin en la puerta, era particularmente accesible para los artistas, no importa cuan bohemios o reventados pudieran ser, y el propio Ruskin solía fiarles enormes cuentas de bebidas y comida. En parte por bonhomía y mecenazgo pero también en buena parte porque sabía que esos espectros inquietos eran buena parte del atractivo de su local.

Esta técnica fue depurada por Rubell, quien decidió apuntar más bien a reclutar como habitué a Mick Jagger o a Diana Ross antes que a David Johansen y a Lou Reed, a Andy Warhol antes que a Roy Liechestein, y comenzó no solo a ejercer sino también a propagandear esa suerte de dictadura en la puerta, ejercida en persona por el propio Rubell o por un concheto llamado Marc Benecke, experto en lo que llamaban "mezclar la ensalada", lo que era simplemente darle ese aire de arbitrariedad, de casting posmoderno, por el que sólo entraban a Studio los muy famosos, los muy bellos, los muy raros y sobre todo (aunque el talento de Benecke era que esto no se notara) los muy ricos.

En fin, pero todo esto es sólo una introducción para contar la historia en sí, que tiene como protagonistas a Nile Rodgers y a Bernard Edwards, guitarrista y bajista de Chic. Como uno puede imaginarse, en plena época disco, Rodgers y Edwards eran dos nombres candentes ya que eran dos de las principales figuras musicales de este género que estaba arrasando al mundo. Dos músicos infernales que, aún en plena subida de la música disco, no se sentían del todo a gusto con el género, pero que reconocían su rol esencial dentro del mismo y las oportunidades que les generaba. Como la de producirle un disco a la diva en ascenso Grace Jones, quién los invitó a su presentación en Studio 54.

Una invitación para la que Rodgers y Edwards se presentaron entusiasmadísimos, emperifollados para la ocasión con sendos trajes Armani, perfectos peinados afro enormes y cagados de frío, ya que nevaba y era invierno en NYC. Se presentaron en la puerta de atrás, la de los invitados, y descubrieron que no estaban en ninguna de las listas, y que el portero no tenía la menor idea de quienes eran ("¿Shit?", les preguntó, cuando le dijeron el nombre del grupo). Frustrados decidieron ir a la puerta del frente, ya que conocían al cretino de Marc Benecke. Los Chic eran músicos de más bien bajo perfil -esto es el tiempo anterior a MTV- y aunque sus canciones sonaban en todos lados no eran caras conocidas. Pero supuestamente Benecke sí los conocía. Se pararon frente a él, le gritaron, lo llamaron y el tipo ni la menor pelota. Finalmente Rodgers y Edwards decidieron que la batalla estaba perdida y se fueron a su casa, sin sentir siquiera el frío de tan calientes que estaban. Contrariamente a la idea frívola sobre los músicos disco, Rodgers tenía su pasado de Black Panther, y sabía que acababa de comerse una discriminación de aquellas. Lo que tenía que ser una noche decisiva en sus vidas se había convertido en una mierda por culpa de unos vejigas, e incluso habían quedado como unos desconsiderados o unos perdedores ante Grace Jones. Esa noche no eran Chic, eran un par de negros a los que no dejaban entrar a un boliche.

Así que cuando llegaron a su casa y sala de ensayo se fumaron todo el faso que tenían encima y se tomaron la frula que llevaban para pasar la noche y se pusieron a tocar, solo bajo y guitarra, cantando "¡fuck Studio 54! ¡fuck Benecker! ¡fuck off!", es decir, dejando salir el vapor. De pronto Edwards le dijo a Rodgers que eso que estaba tocando estaba muy bueno y se puso a trabajar en una línea de bajo que lo acompañara bien. Cuando se quisieron acordar ya estaban tan metidos en el tema que lo de Studio 54 ya no les importaba. El coro de "fuck off" cambió, por motivos pudorosos, a "freak off" y de ahí a "freak out", y de pronto ya tenían el tema que conocemos como 'Le Freak', un simple que vendió seis millones de copias y que hasta el día de hoy es el simple más vendido de la historia de la Warner (pudo ser el simple más vendido de la historia pero en una decisión más bien tonta lo sacaron de mercado para que el público comprara el LP C'est Chic). Una canción que sigue sonando treinta años después y no sólo en las repulsivas "noches de la nostalgia".

Pero no es este golpe de buena suerte e inspiración lo que me hace a esta historia tan extraordinaria sino algo que Haden-Guest le señala a Rodgers: que no hay nada de furia o resentimiento en la canción. A lo que Rodgers le contesta; "Not at all!!! Not at all!!! Music is our friend. Our lover", y le agrega que es así, con la música, con lo que mitigó siempre sus ataques de furia, "It worked, it worked countlessly", le dice a Haden-Guest. Evidentemente un extraterrestre.

Ahora debería escribir un párrafo meditabundo que conecte a los Club Kids con la historia de Chic en Studio 54, y una sesuda reflexión sobre la relatividad de la exclusión y la fama. Pero ustedes son gente inteligente, así que ahórrenme la redundancia.

viernes, 13 de julio de 2007

Arranques

Acaba de salir a la calle el nuevo disco de Federico Deutsch & Maverick, disco del que no me corresponde hablar porque tengo una pequeña participación en el mismo y porque es un disco hecho por mis amigos, así que no tengo ni rastros de imparcialidad respecto al mismo.

Pero mientras lo repaso me asombro y maravillo -con una cierta envidia- de un par de frases contenidas en dos canciones que en un mundo sensato deberían ser semejantes éxitos.

La primera es del Garza y está en el tema de difusión del disco, 'Big Red One'. Yo he despotricado bastante contra las letras en inglés cuando no se domina el idioma, pero el caso del Garza es de lo más particular; no sólo no lo domina sino que lo desconoce bastante, pero como no lo respeta ni trata de imitar estilos, se pone a ver qué pasa y en el medio consigue cosas asombrosas. Como este verso que me causa mucha gracia y que por sí mismo valdría toda la canción: "I am ashamed of my CV". Conozco decenas de personas que le pondrían la firma a esa frase, sin embargo nunca la escuché en canción hasta ahora.

La otra es de Pedro Dalton, es el leit motif del tema 'Cuando el amor ama', una canción tan feliz que parece compuesta especialmente para disipar las neblinas de oscuridad que suelen achacarle a Pedro. De hecho es un verso tan bueno que terminó dándole nombre al disco: "Mi amor yo voy al bar solo a verte". Hay una canción entera condensada en esa frase.

"Mi amor yo voy al bar solo a verte", qué hijo de puta, si lo habré hecho...

sábado, 7 de abril de 2007

Too old to rock'n'roll, too young to die

(Dedicado al "viejo choto" G. Cerati, cuya música no me gusta y no creo que vaya a gustarme nunca, lo cual es irrelevante)

La reunión de The Police me dejó tan indiferente como puede dejarme el recuerdo de una emoción que no tuve. Siempre me pareció un grupo intrascendente que tuvo la suerte de cosechar lo que otros (The Clash, The Slits, The Pop Group) sembraron y sentar una escuela de guitarras anémicas y pasadas de chorus que arruinó buena parte del sonido de las violas del Río de la Plata durante los años 80. Sí, me gustan tres o cuatro canciones del Synchronicity y un par del primer disco solista de Sting; sí, Copeland es un muy buen baterista, etc. etc. De cualquier forma me parece más que un grupo una injusticia.

Pero lo que me interesa es un detalle etario; las fotos de la reunión muestra a la banda de rubios como lo que siempre fueron: un grupo de músicos adultos y maduros. Sólo que ahora es lisa y llanamente imposible de ocultar, son gente grande, alguno de ellos de la edad de mi madre, la edad de los abuelos. Pero al mundo no le importa, y está bien que sea así. No siempre fue así.

Cuando The Police surgió en 1977 existía en su ámbito una suerte de para-policía etaria evaluando la autoridad de expresión según la edad. Llevando al extremo el eslogan de Mayo del 68 que rezaba "no confíes en nadie de más de treinta", eslogan que invertía la autoridad del discurso tradicionalmente cedida a la experiencia y la edad acumulada, los punks ingleses le restaban incluso una década a aquel precepto, convirtiéndolo en un "no confíes en nadie de más de veinte". El impulsor parece haber sido John Lydon, o en aquel entonces Johnny Rotten, quién había hecho de "boring old fart" (que ha sido traducido adecuadamente en Buenos Aires como "viejo pedorro") su insulto favorito y que respondía "you're too old" cada re-pregunta, convencido de que todo lo que hacía era incomprensible para mayores de su edad. Cuando la periodista Caroline Coon lo entrevistó/promocionó en la Melody Maker, en sus famosas notas de 1976, Lydon/Rotten tenía 20 años. La maravillada Coon tenía 31.

El concepto cundió; Joe Strummer -uno de los rockeros más honestos de la historia- mintió con respecto a su edad durante todo este período, ya que a los 25 años podía considerársele un boring old fart, un veterano generacionalmente más próximo al pub-rock que precedió al punk que a este. Los jovencísimos The Damned ocultaron cuidadosamente la edad de Brian James, que a los 26 era un papelón para sus compañeros de banda, apenas veinteañeros (James era un mal necesario ya que aportó todas las canciones de los dos primeros discos). Los ahora olvidados Eater, prácticamente una banda de adolescentes, se divertían diciendo que el propio Lydon era "too old", pero nadie podía pelar más la partida de nacimiento que Paul Weller, quién a los 19 años se compuso todo el In the City y convirtió a The Jam en la banda más popular surgida del punk. Sólo The Stranglers, la banda más veterana y solitaria de la escena -y en muchos aspectos la mejor y más radical- se pasó por las partes el problema generacional y nunca hicieron el menor esfuerzo por disimular su mayor proximidad con la tercer década que con la adolescencia. Lo cual es comprensible teniendo en cuenta la caripela indisimulablemente adulta de Hugh Cornwell.

Esta carrera hacia atrás en el tiempo en la que la autoridad de la voz era directamente proporcional a la juventud de quién hablaba era, como ya dijimos, un concepto heredado de las luchas generacionales de fines de los 50 y de los 60 en general, sin embargo no era necesariamente un requisito del rock. Bill Haley había hecho al mundo bailar rock'n'roll alrededor del reloj cuando ya había cumplido los 30, más o menos la misma edad de Chuck Berry -quién tenía nada menos que 32 pirulos cuando escribió 'Sweet Little Sixteen'- en su apogeo, y ni hablemos de los patriarcas del rythm & blues. Elvis Presley y los Beatles sí eran muy jóvenes en su período más creativo y glorioso (cuesta creer que George Harrison tenía apenas 27 años cuando los Beatles habían completado su discografía y dejado de existir). Pero en la generación que los sucedió coexistían sin problemas adolescentes como las Runaways y treintañeros como Gary Glitter, aunque el promedio de edad era por lo general más alto que el de los músicos de fines de los 60. Esto cambió con el advenimiento del punk, aunque deberíamos decir que pareció cambiar. De hecho el punk, que discursivamente promovía una cierta caza de brujas que deshechaba propuestas musicales en virtud de la edad de sus intérpretes, era en su origen una de las corrientes musicales más envejecidas de la historia del rock. Varias de las principales figuras del punk neoyorquino, como Patti Smith, los Heartbreakers o Debbie Harry, frisaban los 30 cuando lanzaron sus primeros discos y, aunque Johnny Rotten o Mick Jones fueran apenas veinteañeros, los cerebros ideológicos detrás de los Sex Pistols y The Clash -sus managers Malcom McLaren y Bernard Rhodes- no lo eran. Sólo el hardcore yanqui, con bandas de casi niños como The Adolescents, Redd Kross o Minor Threat, parece ser un género realmente ideado y generado por chicos, pero -qué casualidad- el principal organizador y referente ético, Greg Ginn, el líder de Black Flag y creador de SST, también andaba por los 27 al generar el asunto.

¿Qué quiere decir esto? Nada, hay distintas formas de ver las cosas. Se puede asegurar que para determinados géneros la juventud es la única garantía de originalidad y energía, y la novedad o frescura -uno de los principales activos de la música rock- es algo que en los tiempos recientes se relaciona automáticamente con la extrema juventud. Simultáneamente se pueden leer cosas como esta entrevista cruzada entre Can y Blur y llegar a la simple conclusión de que en términos artísticos la juventud es más que nada un estado de ánimo, o una utilidad extra para los posters y videos. Pero arrancamos hablando de The Police y por algo fue.

La banda de los rubios fue uno de esos proyectos poco espontáneos en los que músicos profesionales se juntan no para ver qué pasa, sino para generar un producto deliberado que apunta específicamente a un mercado potencial. No es algo necesariamente malo, los alemanes de Faust hicieron lo mismo. El primer disco de The Police, Outlandos D'Amour, está cuidadosamente pensado para explotar el fenómeno del punk sin hacerse enemigos, y es tan exitoso en su objetivo -disimulando pero no eliminando las raíces jazzeras de los tres músicos- que sin dudas es una obra admirable. Pero tenía un tema culposo y revelador de que el trío se sentía un poco paranoico: 'Born in the 50'.

Musicalmente es, a pesar de su potente estribillo, el tema más tosco y primario del disco. El estribillo, puño en alto, es más bien un intento de hacerle una guiñada al ala más populista del punk que otra cosa, pero lo que necesita una cara pétrea es lo que dice y connota. Desde el título la canción está planteada como un himno generacional, reforzado en los coros ("¡we were born / born in the fifties!"), alineando a la banda con la franja etaria que componía la mayor parte del público del punk y la new wave y que exigía que sus ídolos fueran sus coetáneos. El problema es que Sting & co. apenas eran "born in the fifties", o no lo eran en absoluto.

Nacidos respectivamente en 1951 y 1952 -es decir con 26 y 25 años en 1977-, Gordon Sumner y Stewart Copeland pertenecían a la franja más adulta de los músicos de la escena new wave o punk, y como si fuera poco tenían un background social y cultural que no podía estar más alejado de los chicos que hacían pogo debajo del escenario. Pero Sting escondía sus acordes de jazz debajo de la síncopa de reggae de 'Roxanne' y cantaba que había nacido en los 50 a un público que suponía que se refería a 1957 o 58, no al borde de la década anterior. Tal vez detrás de semejante paranoia generacional hubiera simplemente una lucha de egos entre sex symbols rubios: casi simultáneamente a la aparición de Outlandos D'Amour se publicaba otro poderoso disco de punk-pop, el primero de Generation X, banda comandada por un Billy Idol que proponía un appeal físico muy similar al de Sting y que parecía obsesionado desde el nombre de la banda hasta la temática de sus canciones ('Youth, Youth, Youth', 'Your Generation', 'Wild Youth') por lo generacional. Generation X también dividiría las generaciones en buenas y malas según su edad ("your generation don't mean a thing to me" le cantaban a un Pete Townshend que en 1977 tenía sólo 32 años y quién aún no había publicado el magnífico Empty Glass). Una década más tarde, Tony James -uno de los líderes de Generation X- seguiría obsesionado por venderse como la quinta generación del rock con Sigue Sigue Sputnik, a pesar de que ya era mayor que el defenestrado Townshend en el momento de 'Your generation'.

Volviendo a The Police y esta canción descarada, la mayor paradoja del 'Born in the 50' de The Police era la de Andy Summers, quién tocaba con entusiasmo el riff del tema habiendo nacido en 1942, es decir, siendo un joven debutante punk a los 35 años. Summers estaba más próximo a ser un "born in the thirties" que a ser un hijo de los 50, pero, bendecido con una cara de niño bastante atemporal, se las arregló para mantener su larga biografía de ignoto músico de jazz-rock (habiendo empezado de adolescente, llevaba más de 20 años tocando cuando entró a The Police). Le salió bien; al público le sigue importando más lo que se expresa que los números en los documentos de los artistas. A las máquinas de promoción no, necesitan renovación para justificarse, y por eso seguirán siendo tapa los últimos discos de Kasabian o My Chemical Romance, mientras el mundo ignora las obras recientes de Richard Thompson o David Thomas.

El problema de la edad es físico y existencial, no artístico. El rock es ya una música vieja cuyos primeros cultores son ahora ancianos que comenzarán a morir de senilidad durante la próxima década. Esto no la invalida, pero sí invalida sus pretensiones de vocera de la juventud eterna. Hoy en día el mundo está lleno de ex punks que a los 50 años todavía tienen una marca de dónde se atravesaron la mejilla con un alfiler de gancho a los 20, ¿deberían considerarse excluídos de la música que ayudaron a generar? ¿deberían renegar de la vida que eligieron en su juventud y adaptarse al rol gris que las sociedades le atribuyen a la gente de su edad? ¿puede ser su derrota tan completa que ni siquiera tengan poder de decisión sobre el pequeño territorio de sus vidas privadas? Bueno, eso el lo que piensa la policía etaria y sus millones de defensores voluntarios que, como las juventudes chinas de la Revolución Cultural, persiguen a la generación anterior sin darse cuenta de que están siendo manipulados por alguien aún más anciano, poderoso y cruel. "You're too old" decía lapidario Johnny Rotten para terminar una discusión. Bueno, ahora John Lydon es un señor realmente mayor, ¿deberíamos suponer que eso lo invalida artística e intelectualmente ante alguno de los Kaiser Chiefs? Yo paso.

El poeta Leonard Cohen publicó su primer disco cuando contaba con 37 años y el mundo de los cantautores no volvió a ser el mismo. La artista plástica Kim Gordon agarraría por primera vez el bajo a los 30 años, en una banda -Sonic Youth- cuyo nombre puede considerarse una refinada ironía y que se revelaría a la postre como la banda de rock más influyente e importante de su tiempo. Pero es la aparición de Robert Pollard -quién editó el Propeller de Guided By Voices a los 35 años- como figura central del indie-rock la que supuestamente debería haber enterrado estas discusiones. Ya pasaron quince años desde el Propeller, yo todavía estoy tratando de asimilar el impacto.

Veo a los Police en la televisión reunidos después de todo ese tiempo y parecen estar pasándola bien. En una de esas todavía tienen algo que decir y algo que tocar, al fin y al cabo se disolvieron en el cenit de su carrera, con su primer disco, Synchronicity, que -en mi opinión- tenía algunos rasgos de grandeza. Es comprensible que quieran retomar ese camino interrumpido después de unos pocos discos y es más que probable que no lo hagan solo por dinero. Y sería interesante que tocaran hoy en día un 'Born in the 50', totalmente re-significada ahora que el haber nacido en dicha década no connota en absoluto una juventud radiante. En todo caso, hagan lo que hagan está todo bien: nunca van a ser peores que el mainstream actual. No hay forma, vienen de un tiempo en el que las exigencias eran considerablemente superiores.

PD: En las antípodas de los problemas de los Police con el calendario estaría el no menos rubio pero canadiense Bryan Adams, cuyo mayor éxito 'Summer of 69' -editado en 1984- lo presentaba como un treintañero nostalgioso de sus romances de adolescencia en el último verano de la década mágica. Sin embargo Adams tenía sólo 10 años en el 69 y apenas 25 cuando editó la canción. Esa extraña decisión en un ámbito regido por la juventud o su ilusión hace que si por alguna de esas casualidades llego a ver en vivo a Ryan Adams (sí, Ryan) alguna vez, voy a ser yo el guaso que le pida 'Summer of 69' y cause su acostumbrado berrinche estelar.