Terminó enero, del 2008; qué absurdo. La última vez que me tomé vacaciones en enero fue en el año 2000. Con unos amigos y nuestras parejas alquilamos una casa en Costa Azul de La Paloma para recibir el fin del mundo con gente bonita, o celebrar que no aconteciera. Como el mundo no se terminó, me quedé casi quince días en La Pedrera. Fueron tal vez las mejores vacaciones que haya pasado en Rocha. De la gente con la que pasé esos días, más de la mitad emigró en estos años. Otra se perdió en algún camino paralelo. A algunos los veo aún. Supongo que todo el mundo puede contar algo parecido.
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Me dicen que el rock estuvo muerto este verano; los principales eventos promovidos en la costa atlántica fueron más bien un desastre. No sé si entristecerme, no por los productos en baja -que me importan una mierda- sino porque no creo que sean sustituidos por las bandas que realmente me gustan. En todo caso este fue y es, como todos los veranos, uno de psicodelia cero. Más allá de la que uno se procure a sí mismo, por supuesto.
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Un edicto policial anuncia que este febrero está prohibido el arrojar bombitas de agua en carnaval. El motivo es que el año pasado unos cuantos lumpen se divirtieron metiéndo piedras dentro de las mismas, o rellenándolas con líquidos repulsivos, y como prevención la policía decidió cortar por lo sano y prohibir todo. Mi interés en las bombitas de agua es igual a cero; no me gustaban cuando era niño, no hay ningún motivo por el que me gusten ahora. Me asombra como se sigue legislando por la excepción degenerada y no por la mayoría sensata, y me asombra de cualquier forma la rapidez que tiene la abiertamente represiva administración actual (ni un decreto o ley que liberara algo, decenas limitando libertades individuales) y la docilidad con la que la gente lo acepta. Una vez la teoría de la rana a la que van friendo de a poco en la olla. Una vez más el proyecto de un país de pusilánimes tan repugnantes, reprimidos y estúpidos como su más alto mandatario.
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Hace un año abrí este blog, tras haber cerrado varios meses antes Fuck You Tiger, asustado ante el desarrollo y el crecimiento incontrolable del mismo. Después de unos brevísimos días en Punta Rubia me di cuenta de que quería volver a escribir en la web, sin motivo, para nadie, por simple comunicación anónima, como esos sexópatas que meten su miembro en un gloryhole en la pared esperando ser succionados por el anónimato total, por la desconocida absoluta.
Mientras tanto el escribir en blogs dejó de ser una novedad cool para ser una obviedad egocéntrica al alcance de todo el mundo. Posiblemente sea mejor, posiblemente algunos idiotas ya no se lo tomen tan en serio.
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Las o los responsables de ese monumento a la conchudez terminal que es Galería aplauden como focas el dato -irrelevante para la mayoría de los humanos- de que la revista Elle eligió a Punta del Diablo como una de las playas más cool del mundo. Suponemos que dicha selección habrá derivado de la alegría que le produjo a alguna de las cronistas (o los cronistas) de Elle el que algún pescador cachondo por los días en el mar le rompiera el culo repetidas veces en algún recodo de la península rocosa, pero me gustaría decirles a las señoras de Galería que antes de festejar como un cipayo drogado con éctasy cualquier mención en una revista europea a algo uruguayo, habría que pensar si esta no dijo una imbecilidad absoluta, como es el caso.
Cool es un (gran) término polisemático que muchas culturas no angloparlantes han adoptado por no tener un equivalente preciso. Por supuesto que es un término admirativo y que implica ese "tener onda" que puede ser tanto una apreciación elitista como un elogio de lo más democrático, pero lo que la diferencia de otros términos admirativos -y que está en su propia raíz semántica, proviniente de "cold"- es que implica un cierto distanciamiento. Se ha extendido indiscriminadamente, pero originalmente el término se utilizaba exclusivamente para describir esa notable capacidad de algunas personas de mantener la gracia y la elegancia aún en trances complicados. Una combinación armoniosa de conducta y aspecto, por decir algo, pero no cualquier combinación armoniosa.
Aplicado a un balneario, el término cool sería para mí un lugar destacable, visitado por celebridades a la callada, de características un poco más liberales que la media. Es decir, algo así como la porquería en la que se esfuerzan en convertir a Cabo Polonio o La Pedrera. En cambio Punta del Diablo siempre tuvo un carácter más doméstico, más de balneario para consumo interno; de hecho si tiene una característica distintiva es su calidez y su absoluta falta de clase.
No se me puede ocurrir un balneario menos cool, más allá del nombre, que Punta del Diablo; estaría bueno que alguien se lo explicara a la cronista o el cronista de Elle (y a sus festejantes) cuando se desabotonen.
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Escuché el supuesto disco del año, Kala de MIA y su pontíficado hit 'Paper Planes'. Es la pista de la maravillosa 'Straight to Hell' de The Clash con la sri-lankesa rapeando encima, de vez en cuando hay unos tiros sampleados. Sin dudas es el tema del año, pero del año 1982, y en la versión que no tiene a esta mina berreando encima, sino a Joe Strummer cantando una de sus mejores y más sensibles letras. El resto del disco de MIA es una especie de recopilación de samples de world music saturados por el exceso de compresión y rapeados por alguien con acento curioso. Uy, qué maravilla.
Me asombra en verdad como a treinta años más o menos del surgimiento del hip-hop, la crítica sigue sobrevalorando todo lo que hace un no-músico con un sampler y un montón de licks choreados a un músico. ¿Qué hay cosas buenísimas? Sin dudas, pero los críticos siguen babeándose ante cosas que no son más que un pungueo descarado con una letra infantil, larga, aburrida y plagada de rimas berretas y consonantes encima. Porque una cosa es Snoop y Dre loopeando medio compás de George Clinton y re-inventándolo, y otra es MC Hammer borrando la pista de voz del 'Superfreak' de Rick James y llenándose de oro con el resultado. O MIA estropeando 'Straight to Hell'. Para hacer eso no valía la pena redescubrir Sri Lanka.
¿Cual es mi música de verano? Louis Armstrong, Watain, las recopilaciones de Disco Not Disco, Augustus Pablo, Tribalistas, Grand Funk Railroad, The Hidden Hand y Funkadelic. No, no me estoy haciendo el coso.
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El hermoso muro de granito de la Rambla Sur, que fotografió con cariño Michael Mann al filmar Miami Vice, luce aún la obra de los mugrientos del Partido Nacional que pintarrajearon hace años su piedra a la altura de la playa Ramírez, cuya obra aún puede verse gracias a que los mugrientos de la IMM no se molestaron en limpiarlo. Pero en los últimos días tuvieron un aporte extra, algún desviado, probable víctima de las bestias evangelistas, se molestó en pintar -más o menos cada cincuenta metros y con espesa espesa pintura blanca- la frase "Ey, que Dios te bendiga". Misteriosamente, ya que el trazo es el mismo, algunas veces dice "Dyos", tal vez por un exceso de énfasis en el punto de la "i".
Mientras camino y bordeo el Club de Golf, me asombra la persistencia del imbécil, que siguió repitiendo su frasecita a lo largo de unos dos kilómetros, hasta llegar al Memorial del Holocausto Judío. Allí el muro desaparece, pero no la pintura, ya que el mántrico evangelista decidió gastar lo que tenía pintarrajeando a manchones la loza en la que está escrita el significado simbólico del Memorial y la explicación de la existencia del mismo. Evidentemente Dios, o Dyos, no extiende su bendición a los judíos.
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A veces, cuando salgo a caminar por la rambla, cerca de la playa, me pongo a contar tatuajes en las personas que me cruzo. Me gustan los tatuajes, qué le vamos a hacer. Cada año cuento más en menos tiempo, pero la mayoría me impresionan más por su fealdad absoluta que por el sano interés en decorarse a uno mismo mediante cicatrices coloreadas.
Un tatuaje es una decisión delicada y permanente; no puedo entender a gente que deambula por ahí con la piel grabada con dibujos que avergonzarían a los márgenes del cuaderno de un adolescente. Siempre hay que tener en cuenta tres cosas: no tatuarse borracho, no ahorrar dinero en tatuajes y no inmortalizar a parejas ni sus nombres sobre la piel. El amor siempre pasa, los tatuajes no.
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Este va a ser el verano de la cocaína, decía un jerarca gubernamental en diciembre. Tenía algo de razón; tal vez sea el dolar bajo, tal vez sean cosechas espectaculares de coca, tal vez sea moda o tal vez sea simplemente una mayor displicencia de los organismos encargados de controlarla, lo cierto es que desde finales de los 80 y comienzos de los 90 que no se veía tanta merca en la vuelta, tan pura, tan relativamente barata y tanta gente tomándola en cantidades asombrosas.
Pero seguramente este verano no sea recordado por la cocaína, sino por un daño colateral de la misma: la prisión del relacionista público Gaby Álvarez. No voy a repetir la historia que todos saben, pero desde el primer momento en que se supo que el tipo había metido el freno de mano a un auto que iba a 150 kmph, todo el mundo pensó: "estaba duro como un topacio". Es que es una de esas pésimas ideas que a uno se le ocurren cuando se está muy pasado de frula, y en su momento seguro que tenía una rara lógica. "Qué rápido que vamos... ¿no estaría genial meter el freno de mano AHORA....?"
Unos días después de estar encarcelado, y posiblemente aconsejado por su abogado, Álvarez admitió el haber consumido "un poco" de cocaína. Al otro día los jerarcas policiales anunciaban que iban a seguir la "pista" de la cocaína de Álvarez.
Ahora, yo por más que Álvarez me caiga para el orto, coincido con el análisis de Anibal Corti en Brecha (aunque Corti se refería al camionero que se llevó puesta una camioneta y fue condenado a ocho años de cárcel) con respecto a que hay mucho de cobrar al grito en el fallo que lo condenó a prisión, y en lo ciertamente absurdo que es el castigar un acto funesto pero no intencional con estricta severidad mientras crímenes deliberados y de asombrosa crueldad gozan de todo tipo de atenuantes. El relacionista argentino ligó mal, cometió su terrible error en un momento en que el mismo causaba alarma pública, es decir, en el momento en que todos los medios -con pocas noticias y sorprendidos por la cantidad de accidentes fatales- estaba reclamando que la sangre en las rutas se pagara con sangre en la prisión. Esto por supuesto no tiene nada que ver con la justicia, ni remotamente.
Habiendo dicho eso, creo también que si, por las declaraciones de Álvarez, el estado de alarma pública se amplía hasta los amables dealers y se culpabiliza a la "maldita cocaína", y por esas ramificaciones alarmistas terminan sufriendo los dedicados comerciantes de la noche, entonces mi opinión sobre la situación de Álvarez va a cambiar radicalmente y yo voy a desear que lo declaren Reina del Fist-Fuck de la cárcel de Las Rosas.
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Vi mi película del verano: May de Lucky McGee, una especie de actualización de Carrie sobre una chica muy desafortunada que va cayendo en la demencia y que termina produciendo un baño de sangre que ha conseguido que se le considere una película de horror (de hecho la edición en DVD en castellano lleva el espantoso nombre de El rostro del horror). Es una de las cosas más desoladoras y conmovedoras que he visto en mucho tiempo, aunque a la vez no es realmente deprimente; es demasiado bella para serlo. Había visto ya las otras obras de McGee -director y escritor de May-, su genial capítulo de Masters of Horror (Sick Girl) y The Woods, todas historias de amor disfrazadas de noche de brujas, todas llenas de bordes lésbicos y relaciones sorprendentes.
Reviso reseñas de May en la web y, salvo algunos críticos amateur, casi todos le encuentran sus peros y sus fallas, que si hay mucha sangre al final, que si Carrie era mejor, que en verdad no asusta (los críticos tienen cuatro huevos y nunca se asustan con nada). Los críticos de cine son tan, tan, tan, tan, tan chupapijas cuando escriben sobre películas de horror que ni siquiera se dan cuenta cuando una parece serlo y no lo es.
Me enamoré de Angela Bettis, la protagonista; se parece a una versión más joven de Holly Hunter. Me gustan las mujeres con cara de duende.
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La casa en la dónde trabajo tiene un par de enormes claraboyas que suelen estar abiertas durante los meses cálidos. De vez en cuando algunos pájaros -en su mayoría gorriones- se cuelan por debajo de la misma para picotear migas caídas durante el almuerzo, o simplemente para curiosear. El año pasado una hembra de gorrión hizo su nido en una moldura interior, encima de un arco del altísimo techo, y allí tuvo sus crías, a las que escuchamos píar con insistencia durante semanas, y que finalmente abandonaron el nido. Este año pasó lo mismo, pero posiblemente estemos ante una segunda generación de gorriones nacidos y crecidos en el interior de una casa, porque este verano se llenó de pajaritos desvergonzados, que se paran encima de los monitores mientras uno escribe, que no parecen asustarse ante los movimientos bruscos, que atraviesan la oficina ya sin causar sorpresa, porque al menos para nosotros es bueno trabajar en una casa llena de pájaros.
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Montevideo.comm extrae una frase de unas declaraciones de Gaby Álvarez para titular una nota sobre su estado de ánimo en prisión: "Me senté y lloré"....
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Se ha festejado este año como el año que se descubrió Rocha; mejor dicho, como el año en que un montón de pelotudos llenos de guita descubrieron Rocha produciendo, instantáneamente, una carestía asombrosa en los alquileres y los bienes de consumo mínimo. Un éxito, han dicho unánimemente los medios y los allegados al Ministerio de Turismo.
No hay fábula que ilustre mejore el espiritu vil de este período del capitalismo que la de la gallina de los huevos de oro. No hay forma de que la codicia de la gente entienda que el atractivo de determinadas cosas depende directamente de su cualidad ontológica de no-explotadas o casi no-explotadas. Hay centenas de jerarcas municipales rochenses y propietarios de terrenos o casas soñando con convertir a La Pedrera, Valizas, Cabo Polonio o incluso Atlántica en Punta del Este Nº 1, 2, 3 o 4, cuando el atractivo de esos sitios es que, justamente, no son Punta del Este.
Hay dos balnearios, en la gran franja costera de Rocha que tendrían -o tuvieron- una infraestructura como para convertirse en balnearios urbanos y muy populosos. Uno es La Coronilla y el otro La Paloma. Al primero lo asesinó la dictadura y el Canal Andreoni, que contaminó sus playas de residuos arroceros y vacas muertas, al segundo lo va a asesinar la democracia (un término paradójico si se tienen en cuenta de la casi totalidad de los habitantes de La Paloma están en contra del proyecto) cuando construyan el puerto de aguas profundas que pretenden hacer en esa localidad. El resto es otra cosa, pero eso no le importa a los que pueden hacer un peso ahora.
Algo similar a lo que pasó con las Llamadas; está claro que el atractivo de un espectáculo esencialmente rítmico y no visual era la continuidad de ritmos y el trance en el que no solo los tocadores de candombe sino también su público entraban gracias a esa continuidad. Pero a alguien se le ocurrió que era una fiesta ensanchable, agrandable, y explotable a full, así que las comparsas crecieron en bailarines y, sobre todo, en publicidad paga. El resultado fue que los espacios entre cuerda y cuerda de tambores crecieron hasta el punto ridículo de que muchos de los primeros bailarines hacen lo suyo sin escuchar siquiera a los tambores, que vienen detrás de cien o doscientos metros plagados de banderas y pasacalles publicitarios, y luego de dichos tambores hay un centenar o más de pelotudos sumados a la comparsa bailando y separando aún más a cada cuerda de la que la sucede. El asunto es como si en una fiesta electrónica el DJ parara a fumarse un cigarro cada vez que termina de pasar un tema. Pero bueno, era explotable y a alguno le convendrá puntualmente el que el espectáculo se desarrolle así. Claro que en el medio se convirtió en una mierda y su destino es convertirse en algo tan aburrido, feo e intrínsicamente impopular (la gente sigue yendo, aunque no lo disfrute, pero eso es otro tema) como el Corso de 18 de julio.
Eso es lo que está pasando, o peor, lo que ya pasó con varias de las localidades que más me gustan de la costa rochense. Yo tuve aún la oportunidad de disfrutarlas en su estado natural y semi-virgen, no creo que alguien que ronde los quince o veinte años tenga esa oportunidad y consiga vivir uno de esos momentos de satori a los que solo se llega en donde no hay nadie y donde parece que no hubo nadie. No es sólo mi condición de ecologista misántropo lo que me hace lamentarme de eso, es que simplemente es un horrible negocio a largo plazo.
Y no es sólo culpa de los propietarios, los promotores y la codicia imbécil; una enorme parte de culpa la tienen los que supuestamente aman esos lugares. Por ejemplo los integrantes de la farándula alternativa porteña, que, convencidos de ser los primeros que llegaron a sitios tan accesibles como La Pedrera o Valizas, no paran de gritar a los cuatro vientos, en cada puta nota que dan, las maravillas de esos lugares y lo maravilloso que fue para ellos llegar allí. Yo no le prohibiría ni a los Pauls ni a Maitena el que vayan a los balnearios chicos de Rocha, pero les aplicaría una ley similar a la que defendían los habitantes de aquella isla del Océano Índico de la película de Danny Boyle: si llegaste hasta aquí está todo bien, yo también llegué, pero si respetás este lugar no lo promociones y dejá que sólo lleguen los que realmente lo estén buscando. Es decir, explicarle al mega-pelotudo del pelado Cordera que puede ayudar a su imagen de re-loco el hacer un tour lisérgico por el Polonio y contárselo a la Rolling Stone, pero que al Polonio no le va a hacer nada bien tener a un centenar de apestosos fans de su banda intentando reproducir su experiencia. No sos Cristobal Colón, especie de imbécil. Cerrá el pico de una puta vez.
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Me estoy por ir de vacaciones, hace cinco años que no paso quince días fuera de Montevideo, hace ocho que no paso una semana entera en la playa. Nunca sentí una necesidad psíquica y física tan profunda de vacacionar; esa mezcla de agotamiento y descontrol que uno sabe que solamente puede calmar con la infalible sedación del silencio, de ese silencio lleno de sonido -de chicharras, de grillos, del gruñido constante del océano- que vuelve obscena hasta a la propia música. Hoy tuve mi último día de trabajo y a la noche los músculos, comenzando a aflojarse lentamente, me dolían como si hubiera estado haciendo fierros en forma imprudente. Estoy cansado, muy cansado, quiero dormir y quiero que me pase alguna maravilla que ahora no puedo imaginar. O al menos dormir con suficiente paz espiritual como para soñarla.
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viernes, 8 de febrero de 2008
viernes, 23 de febrero de 2007
El verano de las chicas muertas

Cuando las casas empiezan a ralear, me encuentro con una pequeña valla de madera que me avisa que estoy entrando a Punta Rubia y a su camping. Mientras paseo entre la áspera vegetación natural que zumba con el sonido de cientos de chicharras invisibles, veo asomar detrás de unos matorrales a una vieja especie conocida: un enorme cactus cereus uruguayensis, que levanta sus múltiples brazos hasta unos tres metros del suelo.
No es del todo común ver estos cereus en su entorno natural; hace algunos años se pusieron de moda en las casas coquetas y al ser una planta de muy lento crecimiento como todos los cactus -un ejemplar puede demorar una década en alcanzar un tamaño apreciable- muchos viveros y muchos vivos se limitaron simplemente a arrancar ejemplares existentes y trasplantarlos a sus casas, en ocasiones a lugares despreciables y sin luz donde los cactus se vuelven amarillentos o mueren.
Pero este es un soberbio ejemplar y unos metros más allá veo otro. Me siento tentado incluso a robarme alguno de los brazos para que le vaya ha hacer compañía a mis cactus en Montevideo; allá tengo un pequeño ejemplar que no ha crecido más de quince centímetros en dos años. Pero cuando me acerco descubro cual es el motivo de que esta hermosa planta haya crecido tanto: está rodeada por casi dos metros de la siniestra espina de la cruz, ese matorral espinoso del cual mi abuelo me advertía en Maldonado, contandome historias de cómo eran capaces de atravesar la suela de un zapato y el pie a continuación, causando terribles heridas que no sanaban nunca. Mi abuelo era un gran mentiroso, o más bien un gran exagerador, pero esas espinas son realmente peligrosas.
Entre las temibles espinas de la cruz y las propias del cereus, el mutilar al cactus para adornar una casa parece un trabajo excesivamente peligroso. Un punto para la flora de Rocha en su batalla perdida contra el futuro.
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La cajera del supermercado me ignora mientras bromea con uno de los empleados. No me está despreciando: es la legendaria lentitud rochense en acción, ya casi la había olvidado. Debe ser algo que tiene que ver con el calor y el océano, en ninguna otra parte de Uruguay la gente se mueve tan lento como los rochenses. Mientras espero a que se digne cobrarme la puta agua mineral que estoy intentando pagar y que tengo deseos de regarsela en la cabeza me doy cuenta de que en el fondo es un buen signo: ni los VoxPop ni el gran "estallido" de La Pedrera como lugar fashion ha conseguido que esta mina optimice su trabajo y acelere su ritmo para vender dos o tres botellas de agua en el tiempo de una. Prefiere terminar la conversación antes que ser efectiva, lo cual, si uno lo piensa, no está nada mal. Además no sé por qué mierda me fastidio: por primera vez en mucho tiempo no tengo ningún apuro para ir a ninguna parte.
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La lectura en vacaciones para mí siempre es una lotería inexplicable. Quiero decir; casi todos los que tienen un cierto hábito de lectura -aunque este se limite a Dan Brown y Ludovica Squirru- encuentran en el verano una situación ideal para leer, ya sea por la disponibilidad de tiempo o por la serenidad del entorno. Yo también, pero no siempre, hay veranos en los que no puedo pasar de la solapa del libro más fascinante y veranos en los que me devoro bibliotecas. Esto tiene algo que ver con las comodidades de las condiciones de veraneo y, sobre todo, con la orientación hedonista de dichas vacaciones. Generalmente cuando hay mucho entusiasmo sexual o muchas drogas en la vuelta, suelo leer menos (aunque esto no explica el por qué es una cosa tan radical, de todo o nada).
Hacía mucho tiempo que no tenía unas vacaciones, así que decidí llevarme una bolsa entera de libros, no porque pensara que los podía llegar a leer todos, sino para tener varias opciones en caso de no entusiasmarme con alguno. Mi plan era, y fue, salir poco de noche y pasármela tirado el mayor tiempo posible, posición en la que la mejor compañía -sin contar a la de una mujer- es la de un libro. Estaba además intrigado por algo: en los dos últimos años leí mucho menos de mi promedio habitual y practicamente nada de ficción. En un principio lo atribuí al exceso de trabajo, pero me tenía un poco preocupado el haber perdido -aunque fuera temporalmente- esa capacidad de abstracción e inmersión imaginativa que sólo se consigue con la buena lectura, ese goce por el lenguaje. Al fin y al cabo, yo no sé lo que le hacen los años a esta afición. O tal vez ya me había leído todos los libros capaces de generar eso en mí.
Esta duda era y es una pelotudez, y a pesar de un pequeño aluvión de malas noticias que casi colapsan mis vacaciones, la segunda noche ya estaba fascinado con un libro, un reader recopilatorio de ensayos y algo de ficción de Susan Sontag, al que practicamente me devoré en la misma noche. En noches subsiguientes seguí con dos pequeños libros de cuentos de Machado de Assis y de Pirandello, entrándole de vez en cuando a una antología de poemas de Robert Creeley, todos ellos textos de una calidad casi inimaginable en el cada vez más pobre panorama de las letras actuales. Pero de todo lo que leí durante las vacaciones nada me impactó tanto como reencontrarme con un escritor que supo estar de moda y que supo ser despreciado cuando dejó de estarlo, y que en el medio fue uno de mis escritores favoritos aunque no fuera el más cool para mencionar en una charla. Me refiero al checo Milan Kundera.
Hacía años que no leía nada de él y el último libro de su autoría que me había caído en las manos, La lentitud, me había parecido malísimo. Pero antes de empezar las vacaciones me topé en una librería de usado con La ignorancia -hasta ahora su última novela- y encontrándola barata (otra señal de lo poco de moda que está el checo) la compré. El asunto era más que nada supersticioso: durante el año me había topado dos veces con el nombre de Kundera, a quién tenía bastante enterrado en el subconsciente. Una vez entrevistando a un director uruguayo que tenía unas filmaciones documentales del grupo checo Plastic People of the Universe, quién contándome fascinantes historias de la Praga de los 60, en la que estudió, me habló sobre una clase dada en su universidad por Kundera, quién era una celebridad semi-clandestina en su momento al que todos los alumnos de la universidad -incluyendo a los que no seguían esos cursos- fueron a ver. Un par de meses más tarde glosé la noticia de que finalmente se había editado La insoportable levedad del ser en Checoslovaquia, convirtiéndose en un best-seller a pesar de la muy conflictiva relación que Kundera tiene con su país natal. Y pocos días antes de toparme con La ignorancia, me encontré con un artículo sobre la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi que también me hizo pensar inesperadamente en Kundera.
La nota volvía a repasar el inexplicablemente popular texto de Peri Rossi llamado Once de setiembre en el que cuenta que cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas ella le estaba explorando la genitalia a su amante (yo estaba durmiendo la mona de una borrachera, hasta que una amiga me llamó para despertarme y avisarme, prendí la tele, vi a toda Manhattan cubierta de humo y me pegué el cagazo del siglo, ¿es eso mucho menos simbólico y poético?) y me hizo recordar la antipatía que tengo por Peri Rossi. Que se debe mucho menos a su obra que a algunas de sus declaraciones, como su insistencia en contarle al mundo que su amigo Julio Cortázar en realidad se murió de SIDA y no de cáncer, un dato totalmente irrelevante e incomprobable que hubiera sido un ejemplo perfecto para el libro de Kundera Los testamentos traicionados, que trata justamente de las deslealtades humanas de los intelectuales y sobre una larga lista de bajezas justificadas en aras de la literatura. Así, leyendo como Peri Rossi se la chupaba a su novia y como el acto exorcisaba la imagen de esas fálicas Torres Gemelas ardiendo, me vino a la cabeza el nombre de Kundera y de una declaración de Peri Rossi -cuando Kundera estaba en su apogeo- que decía que el checo era "un buen escritor pero un mal filósofo". En aquel entonces la derecha había abrazado a Kundera a causa de la implacable denuncia del comunismo real que tienen muchos de sus libros, sin percatarse de lo poco utilizable desde uina óptica de la derecha actual que es un escritor tan ligado con el iluminismo, la modernidad y la alta cultura, intereses que lo ponen invariablemente de punta en contra del camino único que la derecha identifica con la vida feliz. Pero de cualquier forma el checo era una figura incómoda en un tiempo en que -a menos que se fuera Borges- el ser un buen escritor y no ser de izquierda parecía una contradicción. Pero la Peri Rossi encontró la fórmula para anularlo en una sóla frase: Kundera era un buen escritor pero un mal filósofo.
Cualquiera que haya leído a Kundera sabe que decir eso es como decir que Iggy Pop es un buen cantante pero un mal rockero. El estilo de Kundera es tan transparente que hasta el más objetivista de la noveau roman parece un manierista a su lado, lo cual, por supuesto, no quiere decir que dicho estilo no exista, sólo que es utilizado magistralmente por Kundera para filosofar -en tono aparentemente leve- sobre cosas realmente importantes en las que el checo evidentemente pensó un buen rato. No siempre estoy de acuerdo con él, pero es eso lo que lo hace especial; la voz de Kundera es la de una modernidad clausurada por las desilusiones de la izquierda y la brutalidad triunfante del capitalismo tardío. Es una voz de magnífica derrota reflexiva que sólo habla para ajustarle las cuentas de la imbecilidad contemporánea y que, por supuesto, filosofa, porque si mal no recuerdo filosofar es simplemente pensar.
Tal vez a Peri Rossi le rechina una rara virtud de Kundera; la claridad con la que elabora sus teorías históricas o cotidianas, claridad tal que pueden ser entendidas por cualquiera que no sea un imbécil total y que, para algunos snobs terminales, puede ser confundida con levedad. Es algo similar a lo que ocurre con un escritor que posiblemente Kundera aborrezca, Charles Bukowski, rotulado como un trasgresor rústico que escribe sobre borracheras cuando en realidad es un estilista refinadamente sobrio que escribe sobre problemas existenciales. Por desgracia a esta claridad que es ante todo un acto de generosidad suele preferirse la deliberada oscuridad de cierta escuela francesa que va de Marguerite Duras hasta Michel Houllebecq, maestros en aparentar que están diciendo algo profundo cuando no están diciendo un carajo. Como Cristina Peri Rossi.
Así es que agarré La ignorancia el único día que llovió y no lo solté hasta que casi lo había terminado. Tenía miedo de que, como suele pasar con los artistas a los que no se revisa desde hace mucho tiempo, me desilusionara o le encontrara algún defecto que en su momento no hubiera advertido, pero no, me encontré en cambio con una de las mejores novelas de Kundera. Una novela sobre el exilio visto de una forma radicalmente diferente de las visiones legendarias y románticas que se produjeron en la America Latina posterior a las dictaduras, y en cierta forma una especie de continuación muy tardía de un libro magnífico que escribió hace ya 30 años, cuando pensaba que abandonaba simultáneamente a Checolsovaquia y a la literatura: La despedida.
Aquel era un libro muy melancólico y de sorprendente bajo perfil, sin ninguna teoría evidente intercalada con la narración; La ignorancia también es un libro en apariencia modesto pero alcanza leer los capítulos en los que Kundera habla con un desprecio apenas contenido sobre la Praga actual para comprobar que el tipo -que se confiesa próximo a la muerte en un capítulo estremecedor- todavía no perdió las garras. Pero con lo que me gana definitivamente es con su evocación de Arnold Schönberg. Kundera recuerda que Schönberg, posiblemente el músico más importante del Siglo XX y un ego gigantesco, era un firme convencido de haberle asegurado a Alemania el dominio musical en los siglos venideros gracias a su descubrimiento del dodecafonía. Kundera cuenta que si bien la figura de Schönberg fue dominante en el ámbito de la música culta en las décadas posteriores a su muerte, hoy en día está bastante olvidada fuera de los círculos académicos e incluso dentro del circuito de la música culta es raramente interpretada. Y la tésis de Kundera es que eso no es culpa de que el genial vienés se haya sobrestimado sino que sobrestimó el porvenir. Que por competir con Mahler y Stravinski no se dio cuenta de que el futuro era de la música hecha no para ser escuchada sino para ser percibida en fragmentos de ruido a través de mil imposiciones diarias y que el ruido, no la música (cuando hablo de ruido obviamente no hablo del noise, que es otra cosa que, al contrario, necesita mucha atención), era el porvenir.
Kundera escribe: "Pero el porvenir se convirtió en un inmenso río, el diluvio de las notas en el que flotaban, entre hojas muertas y ramas arrancadas, los cadáveres de los compositores. Un día el cuerpo muerto de Schönberg, a merced del trasiego de las olas embravecidas, chocó con el de Stravinski, y los dos, en una reconciliación tardía y culpable, siguieron su viaje hacia la nada (hacia la nada de la música, que es el estrépito absoluto)."
Tal vez si Peri Rossi descubriera sus orejas, siempre tapadas por los muslos de su novia, también escucharía ese estrépito sobre el que el checo advierte con esa mala filosofía que me pasa un dedo frío por la espalda.
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La verdad es que mientras leo a Kundera, no estoy escuchando a Schönberg sino a Cheb Khaled, el rey del raï, esa especie de pop argelino que a pesar de usar cajas de ritmo y sintetizadores suena árabe por los cuatro costados. Una música que armoniza perfectamente con el rumor del mar y el viento, tan espiritual y sensual que de vez en cuando los líderes islámicos de Argelia mandan matar a alguno de sus cantantes, no vaya a ser que a alguien se le ocurra escuchándolos que el paraíso de los mártires puede ser accesible en la tierra.
Cuando dejo de leer, apago la luz y controlo los ritmos de la respiración durante varios minutos para relajar el cuerpo, y luego me dejo flotar encima de esa voz argelina que tal vez esté cantando sobre Alá, tal vez esté cantando sobre el sexo y en una de esas, ojalá, esté cantando sobre ambas cosas sin poder diferenciarlas.
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Veo muchas parejas disparejas en la playa que va a Punta Rubia; muchas mujeres atractivas y de estupendo físico en su treintena o incluso en sus últimos veintes, acompañadas de hombres cincuentones o cuarentones largos con lentes de sol caros y remeras ambientadas. A primera vista parecen padre e hija, pero una caricia algo impúdica, un beso exhibicionista, deja en claro que no es así. Muchas de las mujeres tienen hijos pequeños que juegan con sus padres, que parecen sus abuelos. Los yanquis tienen un término despectivo para esta clase de mujeres: trophy wifes, esposas trofeo. Son las mujeres jóvenes por las que los empresarios exitosos o los personajes tardíamente famosos dejan a sus primeras esposas, al descubrir que, inesperadamente, mujeres que no les hubieran dado pelota cuando ellos eran jóvenes de pronto les dan entrada, atraídas por la notoriedad, la seguridad, el aplomo o el dinero. Y ellos creen que se lo merecen, que merecen tener un trofeo humano a su lado, como si fuera una etiqueta que indica cuánto valen. Tal vez esto sea sí una señal de la transformación de La Pedrera en un balneario para otra clase de gente, no para los reventados que solían ser sus reyes una década atrás.
Mientras observo esto me doy cuenta de que mi amiga argentina, con la que converso debajo del sol asesino, tiene siete años menos que yo y está estupenda, en la mejor forma física que le haya visto desde que la conozco, y en cambio yo estoy en forma casi esférica, mal quemado, mal vestido y peor afeitado. Supongo que alguno de esos surfistas que me miró con extrañeza mientras se iba a domar una ola debe haber sacado conclusiones igualmente radicales acerca de nosotros dos.
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El último día llega un amigo con algo de faso. Antes de salir de noche para el centro de La Pedrera, donde hay una pequeña fiesta eletrónica, nos fumamos uno y quedo terriblemente colocado. Pienso que es mi desacostumbramiento al porro, pero mi amigo está igualmente impresentable, y mientras caminamos por la playa nuestra conversación parece salida de una película de Cheech y Chong.
Nunca había llegado a La Pedrera de noche, caminando desde la playa de Punta Rubia, y mientras me acerco voy quedando deslumbrado -tal vez con la ayuda del faso- por la belleza nocturna del Desplayado. La pequeña rambla que baja desde la punta rocosa de la península está moderadamente iluminada y, en combinación con las luces de las casas, ofrecen la cantidad justa de luz como para no perderse y sentir una cierta sensación de calidez. Los balnearios de Rocha suelen estar demasiado iluminados, como La Paloma o Aguas Dulces, o ser excesivamente oscuros, como Cabo Polonio y Valizas. Aquí hay la cantidad exacta como para parecer uno de esos pequeños puertos tropicales en los que uno se olvida de su familia y su profesión.
De cualquier forma, para caminar la luz es insuficiente, y me caigo en un enorme pozo en la arena, dándome una considerable piña y sufriendo un ataque de risa que me dura hasta que me duele la cara.
Cuando llegamos a la calle principal, esquivamos a los conocidos porque estamos demasiado colocados como para sostener una conversación elemental. Nos sentamos en una mesa de un puesto de empanadas, pero no podemos pedir nada -además el flaco que atiende está en un profundo ataque de desidia rochense-, pero nos enroscamos en una absurda conversación sobre Natalia, la chica que desapareció de un boliche de Piriápolis hace unos veinte días. Los dos decimos un montón de especulaciones próximas a la irracionalidad total, pero ambos creemos que está muerta.
Después de mucho deambular, bajar un poco el efecto del faso y tomarnos una cantidad asombrosa de cerveza, vamos a la fiesta. Allí bebo como un cosaco y llego a bailar un poco, hasta que es la hora de volver a Punta Rubia, otra vez por la playa. Esta vez, y aunque apenas puedo caminar, no me caigo en ningún pozo. La música del boliche, alejándose y mezclándose con el sonido del mar, parece el mejor ambient que haya escuchado en mi vida. Lo que pasa es que estoy contento, y hacía tiempo que no me sentía tan bien. Hacía tiempo.
Eine kleine Nachtmusik
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Al otro día, el último de mis vacaciones, me levanto con una considerable resaca y voy hasta La Pedrera para hacer unas compras. Veo en los titulares de los diarios que encontraron a Natalia Martínez, la chica desaparecida en Piriápolis, muerta, como todos suponíamos. "Siniestro hallazgo" escriben en automático los muy hijos de puta.
Me acuerdo de una escena de Días de Radio de Woody Allen, tal vez una de las mejores que el neoyorquino haya escrito en toda su vida, en ella se retrata el cómo su familia -al igual que cientos o miles de familias estadounidenses- interrumpen sus preocupaciones individuales para seguir, hora tras hora, las operaciones de rescate de un niño que cayó en un profundo pozo en la tierra. Cuando finalmente lo sacan, el relator de la radio explica compungido que por desgracia el niño ya está muerto. La familia entera se abraza y llora como si hubiera muerto uno de los suyos.
Creo que hubo una reacción similar cuando encontraron el cuerpo de Natalia; habían pasado demasiados días de coberturas especiales y excesivas de casi toda la prensa. Ya todos conocíamos su rostro joven y fresco a través de muchas fotografías, conocíamos a su madre, a su padre, a su hermana y a sus amigos que suplicaban que quién fuera que la había secuestrado la dejara en libertad. Ya estaba muerta y de alguna forma todo el mundo lo sabía, pero nadie está muerto hasta que no se ve su cuerpo definitivamente inerte. Mientras tanto simplemente se está perdido o de viaje. Esa es la obscenidad definitiva de las desapariciones políticas; la imposibilidad de que el mono atávico que todos llevamos dentro pueda enfrentarse a la evidencia irrefutable de la muerte y, a partir de esa visión, empezar a elaborar el duelo. Natalia Martínez demoró un mes en ser encontrada y sólo ese mes de demora amplificó su muerte como una campana espantosa.
Por supuesto era la hermana de alguien que es amigo de alguien, como todo el mundo en Uruguay. Me da pena porque tenía 19 años, era una nena. Ojalá encuentren al asesino y lo maten así nomás, casi como sin querer.
Dos días después, en Montevideo, leo una noticia aún mas terrible: la modelo Eliana Ramos de 18 años fue encontrada muerta en su cuarto por su abuela. Seis meses antes había muerto en forma misteriosa su hermana, también modelo, llamada Luisel, de 22 años. Sobre la muerte de Luisel se había especulado mucho acerca de si habían sido drogas, si había sido anorexia, sin que se llegara a una conclusión decisiva. Tristemente fue la muerte de su hermana la que resolvió el asunto; ambas tenían una deficiencia cardíaca congénita que las fulminó en el mismo año. Conozco a la muerte desde chiquito, pero no en circunstancias tan excepcionalmente tristes. Unos días antes había sucedido algo similar, o peor incluso: una chica adolescente había muerto en un accidente de tráfico cerca de Castillos. Su familia, de Rocha viajó hasta allí para reconocer el cuerpo, al regreso tuvieron un accidente en el que murió su otra hija. Son cosas imposibles de imaginar.
Vi varias fotos de Luisel y Eliana, las modelos muertas, hijas de un futbolista. Eran excepcionalmente lindas y de aspecto mucho más sano que la mayoría de las modelos. Ninguna de ellas tenía esa especie de desgaste prematuro que sufren en el rostro las modelos jóvenes, sino que parecían extraordinariamente vitales y graciosas. Eliana en particular tenía un par de ojos algo adormilados, de esos que hacen que los hombres jóvenes se rompan la cara con otros hombres jóvenes. Pero mientras contemplo su belleza congelada en las fotos tengo presente que estoy mirando a dos chicas muertas, fulminadas por un chiste malo de Dios que algún imbécil considerará toda una paradoja.
Tal vez se considere al del 2007 el verano de los puentes cortados (otra vez), o el verano que los brasileños invadieron Punta del Este, o el verano de los escándalos de izquierda. Yo lo guardo bajo una etiqueta que en una de esas algún día use para algo: el verano de las chicas muertas.
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Volviendo a Montevideo me pierdo por la ventanilla del ómnibus. No estoy tan relajado como debería estarlo, pero sí más de lo que he estado en los últimos cinco o seis veranos. En los últimos cinco o seis años. El sol enorme y rojo va cayendo sobre las sierras de Maldonado, acentuándo las sombras, los accidentes del terreno y el verde del campo, dibujando rayos entre los pinos que trepan las ondulaciones del suelo. No hay campos como los de Maldonado, esa tierra que en contra de mi propia biografía sigo llamando mi tierra.
lunes, 12 de febrero de 2007
Semana de bondad

Sobre la rambla que sube y bordea la península, frente a las rocas del acantilado, hay una casa enorme y fea que no conocía, una caja de cemento llamada "Alarga", de ventanales gigantes que dan al mar. Debajo de ellos hay un fragmento de pared de piedra, con ventana incluida, vestigio de una centenaria construcción anterior. Una placa aclara que ese pedazo de muro es lo que queda de la primera casa de La Pedrera, sobre la cual se hizo "Alarga", que supongo será una abreviación de "verga larga". Es un bonito trozo de pared el de la casa centenaria, se nota que era una vivienda mucho más interesante que esta porquería ostentosa que la suplantó y que no combina con el resto de las construcciones de la rambla. Pero no entiendo para qué lo dejaron; ¿creen sus dueños o los arquitectos que edificaron "Alarga" que ese detalle los hace más sensibles ante la gente que apreciaba la fisionomía arquitectónica original del balneario? ¿habrá sido un requerimiento cosmético de la intendencia de Rocha, la más fundida y corrupta de las administraciones departamentales, para permitir el destrucción de un edificio histórico? Mi sobrino tiene una teoría más atractiva; me dice que para él dejaron ese fragmento de pared sólo para que todos sepan que ellos la hicieron mierda.
Los enormes ventanales de "Alarga", permiten ver un amplio living con una moderna cocina integrada en su centro. Ninguna biblioteca y ningún cuadro en las coquetas paredes blancas. En la entrada del garage una mujer lustra con esmero el capot de la camioneta Nissan 4 X 4. Gente fea que vive en una casa fea dedicada a actividades feas en un lugar hermoso.
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La última vez que estuve más de 24 horas en La Pedrera fue en el verano del 2001. Había recibido el milenio en una de las fiestas más salvajes y divertidas a las que fui en mi vida. Unos días después llegó un amigo de Inglaterra con un razonable cargamento del ectasy más puro que haya probado hasta el día de hoy. No por casualidad fue en ese verano que entendí la gloria y belleza de los Stone Roses. Una mañana, aún colocado y con "Mersey Paradise" sonándome en el walkman, encontré una suerte de piscina natural entre las rocas de la península. Un espacio profundo, de unos cinco metros de circunferencia y con una entrada al mar más bien pequeña, que permitía la renovación del agua pero sin provocar ondulaciones. Gracias a la salada agua oceánica, uno podía flotar haciendo la plancha sin tener siquiera que moverse y sin que ninguna ola te perturbara. Recuerdo haber casi conseguido el imposible de dormitar acostado sobre el agua.
Busco esa piscina entre las formaciones rocosas que le dan nombre a La Pedrera y no la encuentro, ni siquiera cambiada o inundada. Supongo que en seis años pueden haberse movido algunas rocas, pero me resulta rarísimo. Lo más probable es que haya buscado en el lugar equivocado. Sin embargo, después de fracasar, me cruzo -en la calle principal- con un flaco con una remera de Stone Roses, posiblemente la primera que veo en mi vida. Me parece que significa algo. Soy un hombre supersticioso que ve en las casualidades escrituras de advertencia, en idiomas que necesitan sacrificar la razón para ser aprendidos.
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El poco citado hoy en día Julio Cortázar sostenía que si uno le presta atención a las casualidades y las escucha ("se hace poroso" es su expresión exacta), termina atrayéndolas. Y bailando su música taoísta, yo agregaría.
En la cabaña en Punta Rubia que alquilé escucho el bellísimo As Quatro Estaçoes (1989) de Legião Urbana. Es uno de los discos más emotivos que conozco pero al que siempre escuché bajo la maldición de una frase de una chica de San Pablo, quién tras escucharme hablar entusiasmado sobre Renato Russo y su grupo me dijo algo así como "sí, todo bien, pero las letras de ese tipo (cara) parecen salidas de un libro de autoayuda". Es cierto, Russo -y especialmente en este disco- está todo el tiempo tirando línea tras línea, y su filosofía de frases hechas de bar es a veces empalagosa, pero incluso frases como "É preciso amar as pessoas como se não houvesse amanhã / Porque se você parar pra pensar / Na verdade não há" se justifican y resignifican en base a la simple pasión que el tipo les ponía encima al cantarlas. Hay formulaciones que uno asocia inmediatamente con clichés o con consejos de revista barata, pero eso puede ser también simplemente por la cooptación y el abuso de ideas que no pueden decirse de muchas formas distintas.
Esa canción, 'Pais e Filhos' culmina con un concepto casi reaccionario pero imposible de no compartir a medida que uno va haciéndose mayor (aunque Russo era apenas un veinteañero cuando lo escribió): "Você diz que seus pais não entendem / Mas você não entende seus pais / Você culpa seus pais por tudo, isso é absurdo / São crianças como você / O que você vai ser quando você crescer?". Un día, después de almorzar, escucho el As Quatro Estaçoes dos veces de corrido y me voy caminando por la playa hasta La Pedrera. Al llegar paso por la puerta del restaurant de unos conocidos y veo a uno de ellos contemplando extasiado a su hijo de tres meses, a quién está hamacando en su cochecito de bebé mientras lo mira como si fuera el mayor espectáculo del mundo. Inverosímilmente está escuchando 'Pais e Filhos'.
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La punta rocosa de La Pedrera dividió, años atrás, a las generaciones; mientras que los jóvenes, los surfistas y los drogones iban al oeste, a la peligrosa playa de El Barco, las familias, los mayores y las personas en busca de relax optaban por la más serena playa de El Desplayado, al este. Yo ya ni siquiera elijo, me quedo a medio camino entre El Desplayado propiamente dicho y la playa de Punta Rubia, que la continúa y va cambiando de nombre durante decenas de kilómetros hasta llegar a Cabo Polonio. Pero me arrimo varias veces hasta El Barco para curiosear, descubriendo que definitivamente dejó de ser la playa con más onda del balneario. El motivo, creo, es una vez más, de pura fealdad arquitectónica. No solo habían coronado los barrancos que dan a la playa -zona en la que antaño solía acampar ilegalmente- con una serie de casas idénticamente desagradables y de un color celeste lechoso, sino que alguien le vendió la mitad de la bajada de la playa a un desgraciado que edificó el objeto más repulsivo que uno pueda imaginarse, ahí, en un terreno que nadie va a convencerme de que estaba originalmente autorizado para la edificación. Ocupando unos 1.000 m2 y visiblemente inspirada por lo que conozco de las construcciones de Miami, ahora se levanta -practicamente en el medio de la playa- una propiedad rodeada por una valla de madera que lamentablemente no es lo bastante alta como para ocultar por completo los horribles bungalows que aisla. Unas casas cuadradas, colocadas en hilera y que componen una sola propiedad que imagino será el sueño realizado de algún futbolista o productor televisivo, y que -salpicada con palmeras y detalles más bien kitsch- parecen un ejemplo práctico de mal gusto desencadenado. Puta, esta era la playa más elegante y agresiva de todo Rocha. Hoy apenas veo algunos grupos escasos de chicos, evidentemente indiferentes a una contaminación visual que hace parecer a la fábrica de Botnia una construcción de Frank Lloyd Wright.
De cualquier forma esta ostentación de grasa cara me viene bien para explicarle con un ejemplo práctico a mi sobrino el por qué el dinero es la medida de todas las cosas y por qué la violencia se justifica más veces de lo que a uno le dicen.
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Cuando empecé a venir a La Pedrera a principios de los 90, era un sitio de particular carisma, gobernado extraoficialmente por un grupo de muchachos veinteañeros de Pocitos y Punta Carretas que comían hongos, fumaban cantidades inverosímiles de porro y se levantaban a chicas deslumbrantes, incluyendo de vez en cuando a alguna actriz argentina con hambre de naturaleza y de echarse un polvo con un flaco diez años menor. Pero no era un lugar particularmente cheto, yo conocía a esos muchachos montevideanos devenidos en locatarios, y eran gente divertida y siempre al borde de la quiebra. Por beneficio colateral o mérito propio, recuerdo mi suerte amatoria en mis visitas a La Pedrera como extraordinaria; las chicas del balneario eran más lindas y limpias que las que iban a Aguas Dulces o Valizas, más liberales que las de La Paloma, más simpáticas que las del Polonio, más locas y salvajes que las de Punta del Diablo, más cultas y mejor vestidas que las de Punta del Este y La Barra. Creo que siguen siendo así, pero yo tengo 10 años más y ellas tienen siempre la misma edad perfecta.
Nunca fui un locatario o una cara frecuente de La Pedrera; soy un sanfernandino por tradición y el Cabo Polonio -lugar cuya mística siempre me eludió (salvo la primera vez que lo visité) pero que por motivos prácticos terminó siendo mi residencia durante más de media docena de veranos- es en definitiva el lugar de Rocha que más conozco y al que volví con más frecuencia en esos años en los que uno tiene que ser parte de un balneario. Puede ser que haya sido un monumental error de cálculo.
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No me gustan los cambios del entorno, ni el progreso ni el desarrollo, y no pido disculpas ni abro el paraguas al respecto. Los cambios están bien cuando hablamos de nuestras personalidades, de nuestras proyecciones, nuestras costumbres. Los entornos, por el contrario, deben quedarse quietos para que seamos conscientes de la variedad de nuestras percepción de sitios y fenómenos iguales. Si uno quiere un cambio de entorno, entonces debe moverse, no ensuciar los reconocimientos de las demás personas con su ego. No pueden privatizarse nuestras historias, no pueden ser alteradas solo por la voluntad material de una persona. Lo que quiero decir es que hay cosas que no pueden venderse y, mucho menos, dejarse a cargo de gente que sólo tiene dinero. Estoy a favor de la preservación, la exclusión y la desconfianza. No es que uno tenga tanto tiempo por delante como para que le arruinen el sistema de disparadores psíquicos de su pasado. Eso es propiedad privada, la más privada ya que no puede comprarse ni venderse.
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Un mediodía, mi celular parece haber cumplido su ciclo vital, pero mientras almorzamos en el Comipaso, vuelve a la vida inesperadamente. Mi sobrino está maravillado y especula acerca de lo espantoso que habría sido si no hubiera vuelto a funcionar. El pendejo está obsesionado -como todos los chicos de su edad- por los celulares y sus actualizaciones casi diarias. Yo le explico que he veraneado una treintena de veces sin tener celular y que nunca lo sentí como una falta insalvable. Le cuento que por más moderno y asombroso que sea, no pasa de ser un amplificador de posibilidades que ya tenemos y que no están necesariamente relacionadas con lo que uno viene a buscar en unas vacaciones. Le digo que cuando yo era apenas mayor que él, me iba de vacaciones a Cabo Polonio durante una quincena, y quedaba totalmente aislado de mi familia y mis conocidos montevideanos todo ese tiempo, y que inclusive en balnearios menos agrestes como Punta del Diablo o la propia Pedrera, el comunicarse con Montevideo era algo bastante engorroso que incluía generalmente una larga espera en el local de ANTEL, y una recepción generalmente mala. Y empiezo a explicarle que en ocasiones no es bueno enterarse de todo, estar permanentemente comunicado y disponible, y que a veces la ignorancia y la inaccesibilidad puede ser una bendición. No entiende mucho el asunto, pero yo no quiero ejemplificar revelándole que el mismo celular que él adora tanto sonó esa misma mañana para contarme que alguien de nuestra familia tiene leucemia y se va a morir.
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En febrero el sol se pone detrás de los árboles de los barrancos de La Pedrera, y nunca se ve uno de esos atardeceres melancólicamente wagnerianos como los de la Balconada en La Paloma o los de la Playa Sur en el Polonio. Pero sus últimos minutos diarios alcanzan para teñir de rojo los acantilados y realzar el contraste de los colores de las pieles, las ropas, los lentes. Hay gente hermosa deambulando en los atardeceres de este febrero en el que pude salir de la ciudad y visitarme a mí mismo.
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