sábado, 18 de abril de 2009

Las estrellas lentas

Una rara noticia fue medianamente difundida la semana pasada; algunos de los habitantes del balneario y pueblo rochense de Valizas estaban juntando firmas para oponerse a una iniciativa del intendente departamental, Artigas Barrios, con respecto a su localidad. A pedido de un número, al parecer no muy importante, de vecinos de Valizas, Artigas Barrios decidió iluminar artificialmente las oscuras calles del pueblo. Una medida aparentemente modernizadora y apoyada -cuando no- en el reclamo de mayor "seguridad", en una localidad en la que las pequeñas raterías de algunos de sus desastrados visitantes durante el verano son habituales, pero en la que los delitos mayores son prácticamente desconocidos.

Pero la luz eléctrica -símbolo de progreso desde que hace 110 años Edison inventó la lamparita-, tiene algunas desventajas además del consumo enorme de energía que implica. Entre ellas está el hecho de que no es una fuente de luz que se encuentre en forma casual en la naturaleza, y la naturaleza en estado más o menos puro es una de las cosas que atrajo originalmente a muchos de los que decidieron hacer de Valizas su hogar. Localidad vecina, y en cierta forma una versión ligeramente más barata y urbanizada, de Cabo Polonio, Valizas recién tuvo electricidad en 1992, y eso ante la oposición de algunos de sus habitantes más naturistas, que sostenían que el atractivo del lugar era justamente su diferencia con cualquiera de los otras decenas de balnearios de la costa de Rocha, diferencia basada en su encanto primitivo. Tras varias reuniones se decidió que la energía eléctrica -por supuesto no obligatoria para todos los residentes- iba a traer muchas ventajas, y se decidió aceptar esta modernización, aunque con el compromiso de que esa energía eléctrica iba a permanecer dentro de las casas y no a alterar la fisionomía del paisaje valizero. Es decir, se estableció el compromiso de que no hubiera iluminación eléctrica en las calles.

¿Por qué, por atavismo primitivo, por dogmatismo naturista, por nostalgias de los luditas, por miedo...? No, los opositores a este cambio tenían un argumento más romántico y sin embargo bastante práctico y evidente: las estrellas. A algunos de los habitantes de Valizas les gusta mirar el cielo en la noche y observar en su total majestuosidad la belleza rutilante de la Vía Láctea, tal como se la puede apreciar en el hemisferio sur cuando no hay fuentes de luz artificial iluminando el entorno del observador. Es algo innegable, cualquiera que haya levantado la cabeza en el campo o en cualquier lugar sin focos callejeros sabe que hay muchas más estrellas en el firmamento de las que vemos los citadinos. Y algunos creen que ese es un espectáculo hermoso al que no tienen por qué renunciar.

(Hace unos meses en Punta Rubia, otro lugar que prácticamente carece de luz eléctrica en las calles, tomaba una cerveza en la noche, sin más música que la de las chicharras, conversando con un amigo que hace ya varios años que vive en España, y mientras me comentaba con horror el deterioro que notaba en el lenguaje castellano que se usa en Uruguay, también contemplaba con maravilla el cielo y comentaba que en el hemisferio norte el cielo nocturno es mucho más pobre y aburrido, con menos constelaciones visibles, menos joyas de luz en la oscuridad. Estuve dos veces en el hemisferio norte pero no tengo la menor idea de si es así o no. El cielo sobre Nueva York y Chicago, los enormes epicentros de claridad eléctrica que visité, es totalmente negro).

Nunca me gustó Valizas; de hecho en los aproximadamente veinte años desde que llegué a Rocha por primera vez debe ser el balneario que menos visité. Lo cual es curioso, porque naturalmente me parece un lugar bellísimo con su arroyo y sus médanos irreales; pero hay algo en el punk adolescente que fui y en el elitista que todavía soy que no tolera la estética hippie casi obligatoria en el lugar; los muchachos peludos berreando canciones de Fito Páez y Raúl Seixas alrededor del fuego, las muchachas mal depiladas tomando vino berreta en botellas plásticas de refresco, el mangueo constante llevado a modus vivendi en forma sistemática, el lenguaje pastoso y lleno de muletillas insoportables de los malucos... Ok, no es lo mío. Pero me parece tan respetable el elegir ese destino como cualquier otra opción, como mi decisión de ir a otros lugares, y es uno de los pocos centros de Rocha que no se han ido al reverendo carajo con los precios de alquiler y estadía. Por lo que no me extraña que mucha de la gente que quiero y estimo hayan hecho de Valizas su lugar de veraneo favorito. Y que les guste así como está.

¿Por qué cambiar algo que es disfrutado desde hace décadas en su estado más o menos rústico y alterar el pacto semi-naturista con sus visitantes? El motivo de la "seguridad" es muy tenue, por más paranoica que se haya vuelto alguna gente y las necesidades de urgencia -necesidades de comunicación o de salud que dependen de la electricidad están ya cubiertas. El motivo es otro y muy sencillo: por guita.

Artigas Barrios cuenta con el índice de aprobación más alto de los intendentes uruguayos; cerca del 70% de los rochenses considera que su gestión ha sido buena o más, lo cual no es de extrañarse teniendo en cuenta el agujero negro que hizo su predecesor Riet Correa, quién literalmente dejó la intendencia en quiebra. Pero más allá de que haya sido un buen administrador, Artigas Barrios tuvo un golpe de buena suerte, le tocó ser intendente de Rocha en el mismo lustro en que el gusto de buena parte de los turistas argentinos y los veraneantes uruguayos de alta capacidad económica se desplazó de Maldonado a Rocha, y las playas oceánicas del departamento pasaron a ser el punto más cool de la costa uruguaya. Esto, obviamente, significó una enorme inyección de dinero al departamento, y Artigas Barrios en combinación con el Ministerio de Turismo explotó inteligentemente el fenómeno.

Hay muchos motivos posibles de este desplazamiento de los turistas adinerados hacia el este, abandonando en cierta forma (aunque no se haya notado excesivamente por la nueva afluencia de turistas brasileños y paraguayos) Punta del Este y sus balnearios aledaños. Hay mucho de veletismo y moda, por supuesto, pero también tiene que ver con la sobre-explotación que se ha hecho del aún balneario estrella de Uruguay. Soy semi-fernandino, y tengo una relación emotiva con Maldonado que obviamente no tengo con Rocha (y de alguna forma he heredado algo de la histórica animosidad entre ambos territorios), pero ya desde hace muchos años dejé de sentirme en casa en la comunidad en la que pasé buena parte de mi infancia, y de encontrar alguna clase de diversión en la estética miamizada y menemizada de un Punta del Este que ya no tiene nada que ver con el que yo recorría en bicicleta y en el que iba a pescar con mi abuelo. La última vez que fui, al concierto de Bob Dylan en el repulsivo Hotel Conrad, encontré a Punta del Este -que no visitaba desde hacía más de seis años- convertida en una metrópolis costera pintada de dorado, terraja, ruidosa y mal vestida.

Pero no soy sólo yo el que la siente así e incluso muchos de los que la prefieren como ciudad super lujosa, moderna y exclusivista, comenzaron a cansarse de los precios insultantes y del desprecio comunal hacia lo que consideraban privilegios ya adquiridos. La avidez monetaria de las intendencias de Enrique Antía primero y de Oscar de los Santos después se pareció mucho al razonamiento del dueño de la gallina de los huevos de oro (en cierta forma el razonamiento base de la mentalidad empresarial-capitalista actual), y a cambio de beneficios comunitarios o personales inmediatos permitieron modificaciones abruptas en la fisionomía del balneario que desagradaron a muchos de sus visitantes tradicionales. Los permisos de construcciones excepcionales (un disparate jurídico, ya que ¿de que mierda puede servir el establecer exclusiones o prohibiciones edilicias si se pueden ignorar otorgando excepciones?) y la proliferación de proyectos explotativos en puntos como La Barra, Manantiales o José Ignacio han ido cansando a la gente que había elegido esos puntos justamente por su aislamiento y exclusividad. Y mucha de esa gente ha comenzado a emigrar a Rocha. La persistente protavoz de la comunidad cajetilla Mecha Gattás decía en un reportaje reciente que La Pedrera es como Punta del Este en los años 60, y mucha de esa gente quiere ir a la Punta del Este de los años 60. El problema es que lo que hay allá no es Punta del Este de los años 60 sino La Pedrera, que es otra cosa. Pero Artigas Barrios, el intendente maravilla, está en campaña de solucionar ese pequeño inconveniente.

Hay que ser muy ingenuo para no entender qué es lo que hay detrás de la modernización eléctrica de Valizas. Es lo mismo que en menos de diez años transformó al pueblo de pescadores de Punta del Diablo en una especie de favela turística, lo mismo que permitió edificar a un millonario argentino una serie de bungalows en la mitad de la Playa del Barco en La Pedrera, arruinándola para siempre (al menos para los que no tengan a Miami como el modelo estético universal), lo mismo que hizo prohibir el acampar en forma gratuita en todo el departamento y lo mismo que hace babearse al Pepe Mujica cuando sueña con convertir todas las playas desiertas de Rocha en villas hiper-privadas para que "los platudos vengan a lagartear", para que el turismo, la segunda industria de Uruguay en cuanto a ganancias, se convierta en la primera. Valizas es un lugar naturalmente hermoso y -a diferencia de Cabo Polonio, dónde hay un consenso (aunque frecuentemente amenazado) de preservarlo como reserva natural- susceptible de ser convertido en un gran centro de turismo del que sirve, del que deja dinero, no de hippies mugrientos.

Pero para eso se necesita una infraestructura de comodidades mínima, entre las que se encuentra la iluminación eléctrica de las calles: uno no va a atraer a empresarios cincuentones a invertir en un sitio donde los hippies deambulan en la penumbra de sus calles sin electricidad. No, hay que limpiar, mejorar, pulir y, si se puede, echar. ¿Pero que pasa con los que ya estaban ahí, los que prefieren ver el cielo estrellado aunque tengan que caminar con linternas por la calle? Bueno, es un interés sacrificable en relación a los posibles beneficios materiales. Porque todo es sacrificable en relación a los beneficios materiales, sobre todo cuando son para colectivos que luego misteriosamente terminan siendo mucho más pequeños que los damnificados.

Un editorial del verano del 2007, un año antes de la explosión definitiva del turismo en Rocha, del periódico abanderado de la izquierda oficial, La República, -editorial no firmado aunque carente del estilo inefable de su director Federico Fasano- identificaba el gran problema de este departamento y su fauna veraniega en términos muy concretos. Para el editorialista anónimo parte del subdesarrollo (subexplotación) de Rocha era culpa de que "en el departamento esteño se ha instalado una visión de supuesta protección de la naturaleza, que en los hechos para lo único que ha servido es para empeorar algunos aspectos negativos". Una afirmación bastante complicada, sobre todo cuando no se apoya en nada más que frases como la siguiente: "El ministro de Industrias y Energía, Jorge Lepra, en una reciente entrevista ponía como ejemplo a Cabo Polonio, de cómo Uruguay en algunos aspectos sigue viviendo y defendiendo el pasado. En ese caso a una supuesta ecología de dunas móviles "únicas en el mundo", como dicen algunos, afirmación más que falsa, pues las mismas existen y existieron (hasta en Malvín), en cualquier zona desértica)".

Pero no era este el centro del problema para el anónimo editorialista de izquierda, sino más bien el siguiente: "A los demás balnearios nombrados (Punta del Diablo, Valizas) llega el turismo de "baja calidad", no se tome esto como una afirmación despectiva, sino la descripción de una modalidad de vida que fue fomentada por años como perfil para ciertos niveles de nuestra juventud, se ve atraída por ese tipo de oferta turística. Un tipo de cliente que, evidentemente, no es atractivo para promover inversiones en hoteles, restaurantes de buen nivel, en lugar de "carritos" de chorizos y quioscos con empanadas amasadas en el lugar". Ni Pancho Dotto lo hubiera dicho mejor; ¿cómo se les va a ocurrir a los jóvenes sin guita querer ir a playas vírgenes, querer dormir en una carpa y comer empanadas caseras? La playa para el que pueda pagarla, privatizarla y arruinarla, no para mugrientos que no saben lo bueno que es tener un diario de izquierda y vivir en una mansión de 2 millones de dólares a la orilla de un lago. La playa para los jubilados japoneses, no para los estudiantes de psicología, los surfistas o los músicos ambulantes. La playa para los amigos de Fasano y para los jerarcas ministeriales que pautan frecuentemente en el multimedios plural. Esa es la visión de esta izquierda que nos gobierna y de sus portavoces.

Pero hasta los defensores del turismo progresivo y de alto perfil tienen sus contradicciones, como demuestra el caso del balneario de mayor desarrollo comercial en la Rocha de los últimos años, La Paloma, a la que se piensa arruinar casi con seguridad mediante la construcción de un hiper-contaminante puerto de aguas profundas. Y allí se da un caso bastante notable de la poca o nula solidaridad que existe en algunas comunidades: aunque casi todos los habitantes permanentes de La Paloma están en contra de la instalación del puerto, la mayoría de los rochenses están a favor de que se haga, ya que cuentan con que les toque algún beneficio residual del movimiento comercial que este puerto produciría. Y además ellos no viven allí.

Por otra parte no sería la primera vez que se revienta ecológicamente un balneario entero en Rocha; en los años 70 fue La Coronilla -por aquel entonces el balneario con más futuro del departamento- al que la construcción del Canal Andreoni convirtió en un cementerio de animales en descomposicón y productos químicos de los arrozales. Claro que en aquel caso se tenía la excusa de que fue algo implementado por una dictadura, y ahora los desastres son aprobados democráticamente. Por los mismos vecinos que lloran frente a las cámaras de Canal 4 porque sus barrios de la capital rochense se inundaron en forma inédita en la historia de la ciudad, reclamando ayuda estatal sin entender el hilo directo que hay entre las alteraciones ecológicas de su entorno y los cambios que estos conllevan. Ni la responsabilidad que le puede corresponder a una comunidad que está aceptando pasivamente la mayoría de esos cambios basados en la esperanza de ser beneficiarios económicos de los mismos. Pero hay gente que, como prueban las frecuentes burlas del caso de Valizas y su lucha por un cielo estrellado, está tan acostumbrada a agacharse que ya no puede mirar para arriba.

Uno que descubrió La Paloma este año, y al parecer le gustó aunque paradójicamente defiende la instalación del puerto de aguas profundas, fue el periodista multimediático Gerardo Sotelo, y habiendo pasado sus vacaciones allí, decidió dedicarle una columna en Montevideo.comm. En ella Sotelo, cuyo tiempo es al parecer extraordinariamente valioso, generaliza su impresión subjetiva sobre la vida en el balneario y la convierte en una metáfora de las opciones, no ya de los rochenses sino de todos los uruguayos, y los caminos excluyentes que están planteados al parecer con suma urgencia. Escribe sobre La Paloma y Rocha: "sus habitantes parecen sordamente divididos entre quienes se preparan para el futuro y quienes prefieren mantener el pintoresquismo y la pachorra aún a costa de pasarla mal".

¿Qué le inspira una reflexión tan crucial? Muchas cosas, entre ellas -mencionada al pasar- la demora en la construcción del puente sobre la Laguna Garzón, que conectaría en forma más directa a Punta del Este con los balnearios rochenses, una construcción que se sabe atravesaría y alteraría en forma dramática una de las mayores reservas naturales de Uruguay, y que fue aprobada por la Dinama sólo luego de que se bajaran considerablemente los requisitos ambientales para una obra así. Pero sobre todo lo que inspira a Sotelo, aunque no lo dice en la nota -pero lo señaló con furia en una de las emisiones que conduce del informativo de Radio Sarandí- es la demora, la lentitud, en la atención que sufrió en uno de los restaurantes de La Paloma. Una cosa terrible al parecer.

La lentitud rochense es algo que realmente asombra las primeras veces que un montevideano -es decir, no precisamente alguien que venga de una comunidad caracterizada por su celeridad- tiene contacto con la misma, y que puede irritarlo sobremanera, sobre todo si no se entiende que no es algo personal en su contra. ¿De dónde viene esa lentitud tan distintiva? Creo que debe ser algo fundamentalmente tradicional, pero que tiene su férrea lógica; las localidades veraniegas de Rocha son comunidades pequeñas en las que durante nueve o diez meses al año no hay ninguna necesidad de apurarse porque no hay nadie esperando atrás. Un tiempo social de metabolismo lento, en el que el día alcanza para hacer todo lo que hay que hacer. ¿Por qué Sotelo piensa que es tan sencillo cambiar eso y switchear a una velocidad que para ellos es anti-natural solo para complacerlo? Al fin y al cabo él es un turista de vacaciones, tiene tiempo libre y no tiene que trabajar como la pobre moza a la que quiere apurar. Y además hace calor, hinchahuevos. Relajate un poco.

He comprobado que la lentitud de balneario no es exclusiva de Rocha; en lugares mucho más turísticos y populares que La Paloma como en Bahía he visto a los locales moverse a una velocidad que, por comparación, hace parecer a los rochenses guepardos anfetaminizados. Es en mi opinión un tiempo, un ritmo, filosófico, que tiene que ver con el mismo concepto de las vacaciones. Entiendo que una demora muy al pedo pueda ser molesta, pero yo, de vacaciones, no tengo ninguna necesidad ni deseo de que me atienda un histérico que me haga sentir que yo también tengo que apurarme para que mi lugar quede libre nuevamente. Hay algo de bellísima rebeldía en esa lentitud, algo de la hoy en día muy olvidada dignidad de saber que estar sirviendo a alguien no implica necesariamente ser su sirviente, ni ser un subalterno.

Pero para Sotelo el turista es un dios celoso y todopoderoso, así que esto le parece ofensivo y, alegrándose que ya hay habitantes de La Paloma modernizados, se queja de que "la mayoría funciona al revés, es decir, pretendiendo que el turista se adapte a los peculiares horarios laborales y de descanso de los lugareños". Qué locos los de La Paloma, pretenden que los visitantes se adapten a las costumbres de la localidad y no lo contrario. Supongo que con esa lógica, si el día de mañana llega una excursión de árabes sauditas a La Paloma, las mujeres locales deberán cubrirse de la cabeza a los pies a la hora de ir a la playa y habrá que subir un muecín a la torre de la OSE.

No puedo encontrar palabras educadas para definir esa clase de pensamiento (el "cipayo" jauretchiano me parece un poco suave), pero por desgracia no es único de Sotelo sino que es una mentalidad que cada vez se extiende más y que, supongo, debe tener su origen en los países que viven del turismo sexual, porque fuera de los mismos no se puede entender una concepción tan degradada de identidad comunitaria a cambio de dinero. Pero no es sólo problema de los propagandistas, también es problema de los clientes.

Porque además es hora de desmitificar y dejar de respetar religiosamente a una clase de larvas excedentarias a las que de tanto mimar han empezado a confundir hospitalidad con derecho al privilegio, alquiler con compra y amabilidad con sumisión. Es decir; los turistas.

Dicen que un viajero es alguien que no sabe a dónde está yendo y un turista es alguien que no sabe dónde está. Bueno, alguien que no sabe dónde está es aún más peligroso para el sitio en el que se encuentra que para sí mismo, porque no sabe lo que pisa, no sabe el valor que la comunidad local le atribuye a lo que le permite observar pero no modificar. Debería existir una suerte de código universal de conducta referido al turismo, y que permitiera el fusilamiento sumario de quienes lo infrigieran. El turismo es sin dudas una fuente de transferencia de recursos excedentarios de las sociedades ricas a las pobres (o de las ricas a las ricas, nunca de las pobres a las ricas porque eso se hace por otros caminos), pero el aumento de la población mundial y la extensión del turismo como costumbre vacacional globalizada ha generado un número de turistas que afecta en forma decisiva las comunidades que estos visitan, y el efecto es casi invariablemente de degradación y desintegración social.

De la misma forma en que no hay monumento de la antiguedad que soporte el paso de miles y miles de visitantes diarios -muchos de los cuales deseosos de llevarse consigo una piedrita de un lugar tan pintoresco-, no hay muchas comunidades que soporten el quebrantamiento constante de sus costumbres ni la oferta casi continua de soborno por hacerlo. Porque para el turista por lo general es más importante la evidencia física de su viaje -ya sea un pedruzco de Machu Picchu o una historia sexual exótica-, que cualquier experiencia cultural recibida. Y sobre todo es importante como experiencia de estatus: el empleado de último rango que vive en un apartamento de 30 m2 en Shinjiku pasa como por arte de magia a reposar en un bungalow de 100 m2 en Cartagena, con un montón de personas jóvenes que no hacen más que sonreir y ofrecer el complacerlo. Es comprensible que le sea atractivo, pero por supuesto es una ilusión y una ilusión dañina tanto para él como para la comunidad que se desintegra para integrarlo fugazmente.

Otro de los factores intrínsecamente destructivos del turismo organizado para la clase media es eso que Sotelo añoraba en La Paloma, la velocidad. Los paquetes turísticos basan buena parte de su atractivo en la variedad acumulativa de la oferta, por lo que los tours dependen mucho de la cantidad de actividades que puedan amontonar en una o dos semanas, lo cual en términos estrictamente vacacionales es, por supuesto, una mierda en la que nadie puede relajarse y descansar, pero ideal a la hora de sacar fotos o sumar anécdotas. Es decir a la hora de contar y no vivir. Pero la experiencias de estatus dependen más de lo cuantíficable que de lo vivido, se sabe, y el turismo es más que nada algo que se hace ante los demás, no que se vive.

Hace diez años Tom Wolfe, ya senil o definitivamente imbécil, sostenía que ese tiempo era el mejor de la historia de la humanidad, ya que por primera vez un obrero de Detroit podía visitar Japón. Wolfe obviaba el que la capacidad de visitar Japón no entrañaba, tal vez menos que nunca en una sociedad en la que prima la experiencia del status por sobre la del conocimiento, la capacidad de entender Japón, y que ese mismo obrero que ahora era capaz de visitar Japón no era, a diferencia de su abuelo -o incluso de su padre-, capaz de comprar su propia casa en Detroit. Es decir: era y es la época de las experiencias de pertenencia virtuales, de simulación de conocimiento, simulación de estatus y simulación de posesión, mientras que, para variar, los auténticos propietarios eran cada vez menos y cada vez más reales, aunque menos visibles.

Lo que quedaba era lo que Johnny Rotten había definido como "Cheap holidays on other's people's misery". Miserables que miran con conmiseración a miserables, sirvientes servidos, la experiencia magnificada y falsa del hogar trasplantado al extranjero. Algo que no tiene nada que ver con el viaje, una experiencia necesaria, casi obligatoria, para los espíritus inquietos. El viaje, sea físico o meramente psíquico, es una experiencia iniciática cuyo núcleo es, siempre, la despersonalización. Al contrario del turismo, que es una experiencia de reafirmación virtual del propio ego mediante una pseudo-confrontación con la otredad, el viaje es el auténtico contacto con esa otredad y el auténtico intercambio con el mismo. Un intercambio que sólo es posible bajando las barreras del ego personal y el ego cultural colectivo, que solo es posible mediante toda la desaparición del yo que sea posible para dejar lugar a lo que pueda ingresar o lo que queremos que ingrese. La experiencia que nos demuestre que no somos tan importantes, uno de los primeros pasos para adquirir alguna clase real de importancia humana.

Hoy en día, con el auge mundial del turismo ya calificado como industria y extendido como forma de relación de exclusiones mutuas, el viaje es cada vez más raro. Entre otras cosas porque es imposible viajar donde van los turistas; el turista modifica el entorno en forma dramática y hace todo lo posible para que el mismo se le asemeje para su comodidad. Es decir, elimina la otredad, pero sin intercambio mutuo, simplemente mediante la sumisión supresiva del local, que es reducido a un color, a un collar de flores con acento extravagante. El turista es, por supuesto, un conquistador, no un huesped, pero que en lugar de ejércitos trae tarjetas de crédito. El viajero, viaje con el dinero que viaje, esencialmente viaja desnudo, pero ¿qué tipo de viaje se puede hacer en lugares como Punta del Este, Mar del Plata o Acapulco? Ninguno, evidentemente, a menos que se tenga una bolsa de peyote o algo así. Y aún así, yo jamás recomendaría el colocarse en serio en un ámbito con tan mal karma y tantos estímulos nocivos.

Hace poco más de un siglo un viajero podía encontrarse con las Islas Galápagos y que su espíritu se alborotara lo bastante como para encontrar un instrumento con el que batallar contra la teoría misma de la Creación. Hoy en día esas islas están amenazadas por los turistas amantes de la ecología, que al generar una gran y rica industria turística alrededor, la convirtieron en la zona de mejor nivel de vida de Ecuador, lo que produjo una migración de oferentes de servicios superior al que el ecosistema de la misma puede soportar. Es decir que los amantes de las iguanas, las tortugas gigantes y la naturaleza intacta han alterado con su propia presencia el equilibrio intacto de las islas, que hoy en día encuentran a su fantástica fauna en peligro. Pero andá a discutir contra el derecho inalienable de esos turistas a visitar las islas y de los locales a hacer dinero con ellos. Hasta ahora casi ningún ecosistema le ha ganado un mísero round a una bolsa de dinero, y en las contadas ocasiones que ha sido así, sus triunfos han sido más que nada aplazamientos temporales, treguas eventuales hasta la próxima ofensiva.

(No es sólo un problema de las sociedades pobres, aunque en las mismas se note más el efecto corruptor, sino que también le sucede a los ricos. Una persona que conozco volvió a Europa luego de 20 años, y me comentaba tristemente que al revisitar los museos y lugares de Paris que la habían fascinado en aquel entonces, le había resultado imposible reeditar esa experiencia a causa del número de gente presente. Me decía que en un primer momento pensó que habría caído en un mal día, pero luego confirmó que era lo mismo en cada plaza, en cada exposición, en cada paseo. Me decía que el placer de la pura experiencia plástica de estar frente a un cuadro de Vermeer o de Caravaggio, y poder interiorizarse de él mediante ese ejercicio casi olvidado que es el de la contemplación, era hoy en día imposible ante las hordas de personas llenas de cámaras de fotos a las que no les importaba estar ahí ni ver a Vermeer, sino simplemente documentar su presencia en el lugar. Esto me lo contaba una uruguaya de 60 años, pero yo pensaba en los pobres franceses, en los que sienten que los corren a codazos hacia las filas atrás del espectáculo que sus padres, abuelos y bisabuelos construyeron, y que cuando se les ocurre protestar ante el acomodador, el mismo está contando billetes de todas las nacionalidades, y los mira, y se encoge de hombros. Ellos también están perdiendo algo que, a pesar de la artificialidad esencial del arte y su exhibiciones, también era un territorio natural.)

Yo tuve la oportunidad y la experiencia de haber vivido la Rocha más agreste, desolada, primitiva y hasta hostil. Nadie me obligó a hacerlo, podría haber elegido quedarme en la Costa de Oro o volver a Maldonado, pero era una vivencia que quería tener y que fue esencial en mi formación vital. Hasta el día de hoy solemos contar con nuestros amigos anécdotas veraniegas -o de fuera de temporada- de viajes tenebrosos atravesados por tormentas salvajes a la intemperie, de historias que parecen propias de naúfragos o de bárbaros, y de maravillas aventureras en las descubrí que la naturaleza habla y dice cosas esenciales, pero que sólo lo hace dónde los humanos nos callamos y nos quedamos quietos.

Hoy me descubro más prejuicioso y aburguesado, y cuando luego de un año de trabajo intenso llegan mis vacaciones no tengo ganas de estar cargando agua de la cachimba ni de tener que calentar agua en un fogón para lavar los platos, así que prefiero evitar los sitios menos civilizados de Rocha y optar por lugares intermedios, dónde tenga agua corriente y luz en el rancho, pero que al mismo tiempo pueda deambular por caminos de tierra sin cruzarme con nadie y pueda ver las estrellas.

Tal vez a medida que vayan pasando los años yo tenga cada vez más necesidades de comodidad y consumo, y requiera buenos restaurantes (es decir, caros), y servicios de delivery, y casinos y centros comerciales aclimatando mis vacaciones. Tal vez me vuelva un viejo tan forro que me haya muerto en vida mucho antes de ir para el cajón, tal vez use una camisa hawaina y juegue a la paleta en la orilla del mar, yo qué sé. Si es así espero tener la dignidad mínima de ser yo el que me desplace hacia alguno de los numerosísimos balnearios que ya ofrecen todas esas porquerías, y no tener la arrogancia inaudita de pretender transformar para mayor comodidad de mis debilidades el entorno en el que caí como una bolsa de cáncer podrido.

Sobre todo me gustaría que mis sobrinos, o mis posibles hijos, tengan la oportunidad de ir a los lugares que fui, de caminar por los caminos que caminé -y que sin embargo aún parezca que nunca fueron transitados- y que escuchen lo que la naturaleza me dijo en el lenguaje que ningún hombre puede reproducir. Y que puedan elegir, cada uno de ellos, una estrella distinta a la que bautizar con algún nombre ridículo y mágico. Eso es algo que no quiero que Artigas Barrios, Sotelo, Pancho Dotto, Mujica o los amigos de Fasano le roben a mi familia, ni a la tuya. Eso es algo que no tiene ni puede tener precio.

Me sigue gustando mucho Milan Kundera, un escritor hoy en día totalmente fuera de moda, quién en cierta forma fue uno de los mayores escritores testimoniales de los abusos y espantos del socialismo real y a quién sólo se ha recordado recientemente en relación a un dudoso y poco creíble incidente de su juventud en el que habría denunciado a un disidente. Es lógico que en las sociedades modeladas bajo el punto de vista de Intrusos eso sea más notorio y digno de revisar que sus novelas, pero yo me sigo maravillando con la claridad de expresión del checo y su renunencia a ser encasillado ideológicamente en categorías dogmáticas. Kundera hizo un elogio, que parece hecho a la medida de un rochense, de la lentitud en su novela llamada, justamente, La lentitud, en la que proponía esta cualidad como una virtud en contraposición al vértigo de la velocidad y el vértigo que el capitalismo consumista propone como factores dinámicos positivos. En esa novela, Kundera recordaba la diferencia entre contemplar algo y simplemente verlo, explicando cristalinamente que lo primero es absolutamente imposible si uno no aminora la marcha y se detiene. Pero no es esta novela la que me parece que viene a cuento en este post sino su última obra hasta el momento, La ignorancia (2000), en la que narra la visión de su Praga natal a través de los ojos de una exiliada que regresa a su ciudad luego de veinte años en París.

Irene (el personaje por el que habla Kundera), una férrea opositora del régimen comunista checo que fue el que la obligó a emigrar, se encuentra a su regreso con una ciudad bastardeada por la publicidad intrusiva en sus centros históricos más representativos, y con una ciudad de rodillas ante los requerimientos del turismo globalizado que en algún momento se enteró que Praga era una de las ciudades más hermosas de Europa, y la introdujo como destino ineludible de sus tours. Lo interesante de este triste descubrimiento del personaje de Kundera es que no es narrado desde una óptica nostálgica de alguien incapaz de interiorizar los cambios de su paisaje afectivo, sino reconociendo con furia y lucidez los elementos de pura opresión, de pura dictadura monetaria que tienen esos cambios. Y del abuso y la pérdida que entrañan.

Una de las campañas publicitarias recientes del Ministerio de Turismo, alentaba la hospitalidad de los uruguayos con frases como "un español, ¡un amigo!, un brasileño, ¡un amigo!, un argentino... ¡un hermano!", buscando amortiguar los posibles resentimientos xenófobos que se alentaron -incluso por parte del gobierno al que pertenece el Ministerio de Turismo- a partir del conflicto ocasionado por Botnia. No voy a ser yo, que viajo con pasaporte italiano y suelo definirme como "argentino del este", el que aliente la hostilidad nacionalista contra los visitantes. Pero la gente de visita en mi casa no clava sus cuadros en mis paredes ni las pinta con el color que les agrada más. Y eso corre para mí también, porque si algo nos atrajo por algún motivo, lo lógico es intentar no alterar esa identidad que nos atrajo en primer lugar, y no hacer el ejercicio megalómano de transformarlo a nuesto gusto e imagen. El camino por el que se está yendo en estos asuntos es completamente equivocado y hay que comenzar a desandarlo o, como mínimo, recordar que se puede desandar y que no es una maldición histórica.

Mientras tanto para mí, para los oscurantistas de Valizas, para los que no piensan como Sotelo y no admiran a Artigas Barrios, para los que saben que el tiempo corre a velocidades distintas en distintos lugares, para los visitantes (otra palabra que no se lleva bien con el concepto de turista, que es algo más parecido al cliente de un prostíbulo) y los viajeros -y los ocasionales inmigrantes- serán siempre bienvenidos y lo que intercambiemos con ellos será provechoso y enriquecedor; los turistas pueden quedarse en sus putas disneylandias y sus asquerosas Las Vegas, y si alguno se le ocurre que puede comprar mi conducta y mi entorno, o sentirse propietario exclusivo de un espacio del mar o del cielo, no va a ser ni mi "amigo" ni mi "hermano", sino el destinatario de todo el rechazo que pueda expresar verbal o físicamente.

Pero seguramente todo el aparato, ideológico y fáctico, estatal seguirá operando en función de complacer a esos turistas que viajan con su mundo portátil a cuestas debajo de la billetera. Y este ejercicio de destrucción, prostitución y servilismo seguirá siendo promocionado por los viejos modernos que no pueden valorar nada que no tenga precio como ejemplo y regla dorada del progreso. Y el mundo se va a morir aullando, aunque por desgracia después que esos viejos de mierda. Si todos los habitantes de Rocha deciden cambiar, apurarse para que Sotelo y los japoneses no se enojen y humillarse con el culo para arriba a cambio de poder comprar un plasma o una moto extra, bueno, están en su derecho. Y yo en el mío de recordarles cómo se le dice a la gente así, y en el tono en el que hay que escupirles las palabras. Igual no se van a dar cuenta, porque cuando no hay ni honor ni identidad, la gente no percibe que está siendo insultada.

Mientras tanto es como siempre: debajo de los adoquines, la playa. Detrás de los focos, la luz de las estrellas.

jueves, 9 de abril de 2009

La levedad insoportable

A medida de que este gobierno se acerca a su fin, lo mismo que el romance original con el mismo, más me asombro de lo hipócritamente conservador que ha sido su carácter. No tengo nada en contra del término conservador; como ecologista extremo soy un conservador extremo, ya que no hay nada más estrictamente conservador que la ecología, y no es el único tema en que me podría definir así. Si me tiran de la lengua en términos de criminalidad -entendiendo el crimen como lo que efectivamente daña a terceros contra su voluntad o su capacidad de discernimiento- posiblemente algunas almas sensibles y progresistas se pongan rojas de asombro y no entren más a este blog. Y no son los únicos aspectos, claro está.

Pero el gobierno del FA ha sido puritana, complaciente e hipócritamente conservador, dirigido por un hombre -Tabaré Vázquez- que estrictamente es un empresario millonario que no tiene absolutamente nada de izquierda más allá de haber nacido en un barrio obrero; y su masa electoral, la que bregó durante cuatro décadas sufridas para llegar al poder o la que es continuadora cultural o incluso filial de esta, valoró y valora tanto el triunfo -entendido (en el caso de las mejores voluntades, aunque haya de las otras- como una oportunidad y capacidad de hacer cosas y modificar la realidad, que ha soportado estoicamente el que esencialmente no se haya cambiado nada, y que de los cambios que se hicieron haya un buen número realizados en dirección exactamente opuesta a la libertad.

En estos días se debate una nueva disposición del MSP que arremete una vez más contra las tabacaleras por haber cometido un tremendo crimen: usar la semiología más básica, y a la vez la más abstracta -la cromática-, para que sus clientes voluntarios los entiendan. Me explico; dentro de las mil y una disposiciones contra el cigarrillo instrumentadas por Tabaré Vázquez, algunas de ellas sensatas pero utilizadas como excusa para aprobar otras arbitrariamente represivas, se encontró la de prohibir el uso de la palabra light en cualquier marca de cigarrillo, por considerar que se engañaba al consumidor. La teoría es la siguiente: los fumadores adultos (la venta de cigarrillos está correctamente prohibida a los menores) son retrasados mentales y a pesar de la abundante propaganda que informa sobre los daños del cigarrillo, estos van a pensar que si son light son inocuos y van a fumar el triple. La palabra light significa, como todo el mundo sabe, "liviano" o "leve" (además de "luz", pero esa es una polisemia que no viene al caso y no me sirve de un carajo en esta argumentación), y cualquier fumador sabe por qué hay cigarrillos así denominados: porque son más suaves, porque su gusto es menos intenso, porque irritan menos los conductos por los que pasa el humo e, indudablemente, porque tienen una carga menor de nicotina. Traten de darle un cigarrillo light a un auténtico tabacómano y el efecto apaciguador o estimulante de la nicotina -tal vez la única sustancia que puede dependiendo de las necesidades psíquicas es estimulante y sedante al mismo tiempo- le va a ser casi imperceptible e inatisfactorio, por lo que, además de la diferencia de gusto, es evidente que los cigarrillos light son menos adictivos.

"¡Todo engaño! ¡todo falso!" bramó igual el gobierno, que como todos sabemos jamás engañó a nadie en sus propagandas y sus presentaciones publicitarias -y cuyos candidatos, como todos sabemos, no están haciendo propaganda ilegal en estos momentos-, y las compañías tabacaleras, que ya tienen la prohibición más bien insólita de hacer publicidad de cualquier tipo, tuvieron que eliminar el concepto light de sus cajillas. Pero resulta que estos pérfidos mercaderes del cáncer inventaron una triquiñuela que motivó las iras del buen doctor: comenzaron a vender sus antiguos cigarrillos light diferenciándolos del producto standard mediante el color de las cajillas. Qué hijos de puta, qué atrevidos. Usar colores.

(Breve paréntesis: una de las mentirosas y exageradas publicidades gráficas que ocupan tres cuartos de las cajillas de cigarrillos es un ejemplo notable de efecto boomerang. Se trata de una foto -suponemos tratada porque no queremos imaginar a los publicitarios estatales dejando fumar a un menor- de un bebé algo ojeroso fumando bajo la pregunta "¿Se parece a vos?". No, no se parece a mí porque yo soy un pussy que por cuidar mi salud dejó de fumar hace casi diez años, obteniendo un sobrepeso inmediato que posiblemente sea para mi salud más peligroso que el cigarrillo. Me gustaría parecerme a ese bebé porque me acuerdo lo bien que me quedaba el cigarrillo en la boca, pero no me parezco, no soy tan varonil. Ese bebé que fuma por la comisura del labio se parece a Humphrey Bogart en The Big Sleep. Le chupa todo un huevo, "vos dale al chupete", parece decir, "que yo estoy bien así hasta la hora de la teta. De mi madre y de la tuya, maraca...". Es el bebé más carismático de los últimos años, es parecido al bebé fuma-puros de Roger Rabbit. Estoy seguro que en la nursery ese bebé lo surte a trompadas a cualquier nieto de Tabaré Vázquez y le llena la cara de dedos a cualquier hijo de Chris Namús. Realmente los felicito a los diseñadores de esa campaña, volvieron a alegrar las cajas de cigarrillos. Go Baby Humphrey, go).

Es así que ahora el MSP va en busca de prohibir el uso diferencial de colores en las cajas de cigarrillos, obligando a que unificar todos los productos de una sola marca, por lo que, además de todos los costos extra que le implica a las tabacaleras y que seguramente trasladarán a los fumadores, los antiguos fumadores de Nevada o Coronado light van a tener que conseguirse un mapa para saber cómo carajo se llaman los cigarrillos que ellos quieren fumar, porque además al estar prohibida la publicidad de cigarrillos, las compañías no van a poder informárselos. No tengo ganas de defender a las tabacaleras, empresas malignas que durante décadas hicieron lo imposible para ocultar o relativizar el daño que el cigarrillo hace a sus usuarios, pero sí el derecho inalienable de no ser insultados en su derecho de autodeterminar lo que quieran hacer con su salud y el resguardo de las libertades esenciales. Como las de usar palabras y colores.

Lincoln Maiztegui, un férreo defensor del derecho a fumar y la no-estigmatización del fumador, comparaba la campaña anti-terminológica del MSP con la prohibición pachequista de nombrar a los tupamaros a principios de la década del 70. Un ejercicio de opresión linguística que obligaba a los diarios a denominar a los guerrilleros como "subversivos" o "terroristas", y que algunos driblearon con elegancia llamándolos "innombrables". Una forma de control comunicacional que además de represivo e ignorante de lo contextual es terriblemente histérico, ya que supone que lo que no se nombra no existe. Esta guarangada es en definitiva una muestra de supresión de información, justificada paternalistamente en nuestro propio bien. "¡Pero qué tendrá que ver y cómo vas a nombrar al facho de Maiztegui!", me pueden decir, "¡los cigarrillos no lo dicen y matan gente!". Bueno, los tupamaros también mataban gente, y tampoco suelen decirlo.

Me parece ocioso seguir dando vueltas sobre esto, que es evidentemente un ejercicio de histeria publicitaria basada, más que en la salud de los uruguayos, en la explotación publicitaria de su defensa y del miedo al cáncer imbatible. El cáncer es una enfermedad terrible -con más de la mitad de mis antecesores inmediatos y hasta mi perro muertos por la misma alguna idea tengo- pero no para todo el mundo es algo exclusivamente negativo. Por de pronto el cáncer hizo presidente a Tabaré Vázquez, hombre que ha basado su popularidad e imagen de bonhomía en su condición de oncólogo. Por de pronto el no haber abandonado esta profesión a pesar de tener que encargarse del detalle de gobernar un país le permitió aumentar su patrimonio -el personal, porque no se han hecho cuentas del de sus familiares empresarios de la medicina- en un 180% en estos años de presidencia. El cáncer garpa.

Pero hay cánceres y cánceres, porque el mismo MSP que se comporta como un cigarrillo pudiera matar a un supuesto fumador pasivo en un ambiente abierto como si fuera un camión a 180 kmph, es el que impidió la importación por parte de un hospital privado de un equipo de detección pronta de cáncer (PET) al Hospital Americano porque consideró que era competencia deshonesta con la salud pública, que está esperando a que se termine el Centro Uruguayo de Imagenología Molecular (Cudim) para poner a Henry Engler, el tupamaro científico, al frente del mismo. Tampoco serían cánceres tan cánceres los de los enfermos oncológicos del hospital de Rivera, dónde todas las operaciones están siendo postergadas una y otra vez porque el MSP no pudo instrumentar un número adecuado de anestesistas para realizarlas (por el simple motivo de que no los hay, ya que este y todos los demás gobiernos cedieron siempre a la presión corporativa de mantener la formación de anestesistas -una especialidad particularmente redituable- en números bajos y evitar el exceso de competencia). Y en planos menos cuantificables serían tan jodidos los posibles cánceres producidos por la ingestión de carne roja en exceso, que el estado promueve de todas las formas posibles, o los cánceres producidos por la contaminación de los cursos de agua capitalinos (en realidad serían cánceres mucho más benignos los producidos por cualquiera de las decisiones ambientales de este gobierno que, definitivamente, ha demostrado que la ecología no es una de sus prioridades). O los que producen la utilización del uso casi sin vigilancia de agrotóxicos. O los que podrían producir la utilización de energía atómica, sueño húmedo de los dirigentes que quieren soluciones rápidas para el déficit energético.

Pero en fin, prohibamos colores y palabras, que es más fácil, se nota más y los afectados lo van a aguantar, ya que si bien la costumbre de fumar es cada vez más perseguida, la de fumarse decisiones autoritarias está en pleno ascenso. No veo por qué habría que asombrarse: cuando líderes como Obama o Zapatero -en cierta forma emblemas de cambio progresista en sus países conservadores- asumieron el poder, lo primero que hicieron fue estructurar una serie de medidas libertarias a favor del derecho del aborto, la investigación científica y la igualdad de géneros, en el entendido de que -más allá de sus objetivos y posibilidades últimos- era necesario no sólo decir -como reclamaba Nanni Moretti en Aprile- algo "de izquierda", sino además hacerlo para que la gente que los llevó al poder sintieran un poco de aire fresco simbólico en sus pulmones. La primer acción simbólica notoria de Vázquez fue emplazar un monumento al criminal Karol Wojtyla en un sitio de privilegio de Montevideo la laica. Si los uruguayos se fumaron eso, ¿por qué no fumarse esta guerra semiótica?

De más está decir que fumar es muy malo para la salud, sea tanto tabaco, pasta base o, sobre todo, puro autoritarismo hipócrita.

martes, 31 de marzo de 2009

Pedazos de la isla que naufraga

Leo en todos lados que murió Raúl Alfonsín; supongo que en frío tendría que reaccionar como ante cientos de noticias desgraciadas que día a día pasan frente a nuestros ojos sin que les demos la menor pelota. Al fin y al cabo soy uruguayo, nunca tuve simpatías hacia la UCR (de hecho siempre tuve un interés casi morboso -especialmente por ser uruguayo- hacia el PJ), y prácticamente toda la carrera de dicho político desde que los carapintadas le torcieron el brazo en las pascuas de 1987 me pareció intrascendente, o casi culposa.

Pero hay cosas que tienen que ver con uno, no con la Historia sino con el pequeño cacho de la misma que nos envuelve de vez en cuando y se hace parte de nosotros. Yo era muy chico cuando Alfonsín llegó a la presidencia argentina, pero por casualidades del destino me había hecho fan adolescente (o pre-adolescente) de la revista Humor, que se convirtió en mi cátedra de formación política precoz, y que me familiarizó tempranamente no sólo con el trabajo de personajes ilustres del comic y el humor gráfico argentino, sino también con el infinito horror de las dictaduras del Cono Sur, y el espanto de la tortura, los desaparecidos, la censura y la represión infinita. No me animaría a decir que Humor me hizo de izquierda, cosa que sigo con dudas de ser realmente, sino que me aproximó a sus reclamos innegociables, al conocimiento de la brutalidad incontrolable del terrorismo de estado y a la risa y el desprecio como formas asordinadas de resistencia. Y a Alfonsín, que fue ídolo y payaso de dicha revista durante esos años confusos y efervecentes del fin de las dictaduras.

No es eso lo que me viene a la mente cuando leo que Alfonsín murió, no es su valiente rol como abogado en la dictadura, no es la esperanza que le depositaron encima, la enorme dignidad del comienzo de su gobierno -de las libertades irrestrictas, de los juicios a los militares y los intentos de auditoría de la deuda externa-, sino en realidad el comienzo de su caída, de su espiral hacia una infamia mediana, o un relativismo inevitable de sus méritos, es decir la terrible -y para mí magnífica- Semana Santa de 1987.

Por una de esas casualidades -para ser exacto por un efecto colateral de la hiperinflación que hizo que Buenos Aires tuviera precios ridículamente bajos para los uruguayos durante varios meses- yo estaba en Buenos Aires durante la Semana Santa del levantamiento de los carapintadas del repugnante Aldo Rico. De hecho me estaba quedando con dos amigos -que al igual que yo éramos demasiado chicos para viajar sólos pero de alguna forma lo habíamos logrado- en el Hotel Liberty de Corrientes y Florida, el mismo en el que estaban Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz cuando fueron secuestrados y asesinados. Era la primera vez que viajaba en circunstancias similares y todo era una aventura enorme.

Uno de esos días caminábamos por Lavalle y un porteño muy elocuente nos convenció de entrar a un cabaret a ver un show de strip-tease. En pocos minutos unas turras muy bien entrenadas se las arreglaron para que pidiéramos una serie de bebidas de precio insensato -a esa edad uno se convence de cualquier cosa cuando le acarician la poronga por encima del pantalón- y nos vaciaron las billeteras a la velocidad a la que un chorro de agua pasa entre los dedos. Otro día vimos a El Corte, la primer banda del Calamaro sin gracia, en un boliche de Suipacha que había sido una Iglesia. Ese día tomamos cerca de diez taxis, porque cada uno nos salía lo mismo que un chicle en Montevideo; escuchamos el Helen of Troy de John Cale en el boliche y nos sentamos cerca de Charly García. Eran unas vacaciones tremendas para gente que no había cumplido aún 18 años.

Pero lo que más recuerdo, lo más fuerte e intenso de esas vacaciones, fue el levantamiento de los carapintadas y las circunstancias en que lo vivimos; con mi amigo J. habíamos conocido a un par de porteñas en Atlántida, a las que habíamos quedado en llamar cuando llegáramos. Lo hicimos y nos invitaron a tomar unas cervezas cerca de sus casas, en una zona de Belgrano que hoy en día es cheta y elegante, pero en aquel entonces no lo era. El mismo día que aterrizamos por allí Rico y sus fachos maquillados se amotinaron en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, y todos nuestro planes se trastocaron. Una de las dos chicas era militante del partido de izquierda tímida de Oscar Alende -el PI-, pero venía de una familia del ala izquierda del PJ que por pura suerte no tenía desaparecidos cercanos, la otra era una de las rarísimas integrantes de la Juventud Comunista argentina. Ambas tenían motivos serios para ponerse nerviosas ante una asonada golpista, y ambas eran mucho más lindas y simpáticas que cualquiera de las chicas con las que eventualmente salíamos en Montevideo.

Y estaban muy nerviosas, y se deshacían en excusas por no poder salir a divertirnos por ahí, aunque en retrospectiva los motivos eran transparentes y totalmente comprensibles. Pero además estaban solas, las familias de ambas se habían tomado la Semana Santa de vacaciones en el norte, o en Uruguay -ya no me acuerdo-, y las dos habían quedado de dueñas de casa mientras el endeble mundo de la precaria civilización democrática argentina parecía estarse viniendo abajo y las cosas parecían feas para dos jóvenes militantes. Pero las noticias sobre lo que pasaba en Campo de Mayo eran escasas y poco concluyentes, y en algún momento apareció un amigo mutuo -el que nos las había presentado- con un spray anestésico cuya composición era a base de éter. El tipo había descubierto que tirando un poco de ese spray sobre un pañuelo y aspirandolo luego, se conseguía un efecto breve y poderoso, exactamente igual al del lanza-perfume brasileño. El efecto de una aspiración de éter dura apenas unos segundos, pero después de estar haciéndolo un rato, ese efecto se prolonga (a veces demasiado, ya que se trata de una droga de muy difícil control, y puede producir alucinaciones fuertes y peligrosas), y luego de estar jodiendo con el spray un buen rato, quedamos todos con un coloque respetable. Recuerdo haber visto una conversación materializarse en letras sobre mis acompañantes.

Entonces volvimos a la televisión pero no había novedades del levantamiento, así que cambiamos de canal, conectándonos a una especie de proto-cable ilegal por el que un video-club de la manzana transmitía películas a cambio de una cuota ridícula. Y estaban pasando Gallípoli de Peter Weir, una película que trata del infausto desembarco de los Aliados en los Dardanelos durante la Primera Guerra Mundial (hechos que son también narrados en la desoladora 'And the Band Played Waltzing Matilda' de los Pogues) y la vimos -vaciando las botellas de vino de los padres de la dueña de casa-, quedando muy impactados por el final. Puede ser que estuviéramos todos muy sensibilizados, drogados, borrachos o simplemente emocionados, pero cuando Mel Gibson a pesar de su esfuerzo no llega a impedir que Mark Lee y su compañía cargue contra las ametralladoras turcas, que los masacran, quedamos sin hablar un buen rato. Qué triste, qué fracaso a pesar de todo ese esfuerzo.

Hace más de 20 años de eso; todos los que eran protagonistas culturales o sociales de ese momento histórico cambiaron radicalmente o murieron. Mirando en retrospectiva tengo la impresión que en esos mismos días comenzó el derrumbe de la gran ola de esperanza que la llegada de la democracia había traído al Río de la Plata; los compromisos asumidos por Raúl Alfonsín con los carapintadas -particularmente la espantosa Ley de Obediencia Debida- y la crisis económica rampante que comenzaba a asomar su fea cabeza terminaron con lo que parecía una breve edad de oro, de juicios a los genocidas, planes de auditoría de la deuda externa, destape social y cultural, experimentación artística, revelaciones del pasado reciente y movilizaciones masivas.

Alfonsín me recuerda a Hugo Batalla, otro hombre de convicciones y conducta inobjetables durante los momentos más complicados de las dictaduras -o La Dictadura, porque hoy en día es bastante tonto el considerar al conglomerado de canallas militares y los grupos económicos que representaban como algo diferente de ambos lados del Plata-, que se derrumbó por especulaciones políticas al final de su carrera. Me recuerda a Wilson Ferreira Aldunate, es decir, a políticos semi-conservadores pero de gran autoridad ética que en los momentos clave de sus historias personales y colectivas fueron derrotados en forma estrepitosa, quedando para siempre maculados por esta derrota. La derrota de Alfonsín señaló -algo que se confirmaría con el triunfo del voto amarillo en Uruguay un par de años después- los límites de la democracia triunfal que en aquel momento nos parecía un tsunami histórico irreversible e imparable. La derrota de Alfonsín dejó en claro el peso indiscutible de la práxis de las armas y el dinero ante el idealismo de las marchas callejeras. Es difícil especular si cuando Alfonsín arrió las banderas lo hizo por responsabilidad ante la eventualidad de un mal mayor, por especulación política o por simple cobardía tanto en relación a la debilidad de las fuerzas populares como de su energía, pero cuando lo hizo comenzó un tiempo de fealdad, hijadeputez descarada, soborno y cinismo. El tiempo de los Carlos Menem, de los lectores de Fukuyama, de los idiotas bautizando como idiotas a todos los que no estuvieran de rodillas, de la flexibilidad laboral y los publicitarios como paradigma, de las putas. Es difícil que alguien se sobreponga a una derrota así, a dejar un país en llamas en manos de personas horribles, y es difícil que se perdone esa clase de derrota. Pero todos vamos a ser derrotados al final, aunque más no sea de la forma en que hoy lo fue Alfonsín, y no es eso lo que me viene a la cabeza.

Leo en Crítica una columna de Osvaldo Bazán en la que enumera nombres de los 80 y a la que podría ponerle la firma sin mayores problemas; al tipo de la barbita de chivo -un coetáneo mío no mucho mayor- le pasa lo mismo que a mí. Leé "murió Raúl Alfonsín" y se le empiezan a disparar palabras, nombres y momentos sobre los que la muerte de Alfonsín cae como una lápida definitiva. Menciona a Bukowski, a los Redondos, a los video-clubs, a Camila Perisée, a La República Perdida, a los que iban a cosechar café a Nicaragua, a Grondona White, a Prix D'Ami, a La historia sin fin... a un montón de cosas de un collage que cada uno de los que vivieron esa época podría hacer propio con diversas variables, y culmina "están velando a los años ’80. Oficialmente, ha muerto nuestra juventud".

Nunca le presté mucha atención a Bazán, pero leyendo esta columna no puedo menos que respetarlo por definir tan bien lo que siento, ese frío en la memoria, esa invitación a meter en el cajón todo lo que entre junto al fiambre, ese golpe contra el fondo de roca, el que nos expone ante nosotros mismos en forma indiscutible que ahora somos algo que no nos gusta, y que dejamos de ser aquello otro.

Pero no es eso en lo que pienso ahora mientras los noticieros enumeran nombres de animales que opinan sobre Alfonsín y la democracia, sino cosas más luminosas; pienso en Jorge Corona diciendo "¡qué desastre ese Alfonsín! ¿por qué no se irá a Mar del Plata, a ahogarse como su hermana?". Pienso en la ausencia de odio de la tira Los Alfonsín de Rep, que opinaba sobre el mandatario con una familiaridad, y hasta afecto, hoy en día impensable hacia algún político. Y pienso en la Plaza de Mayo llena y ensordecedora, por la que deambulamos -unos chicos apenas- con los bolsos ya hechos para ir al puerto y volver a Montevideo. Estábamos en un punto crucial de la Historia del último medio siglo y caminamos de la mano de dos chicas tan hermosas que si nos acompañaran de vuelta a Uruguay, todos los galanes del liceo se quedarían boquiabiertos al vernos apretar con ellas a una distancia considerable (pero no tan lejos como para que no nos vieran) de nuestro bar favorito.

Y entonces (hoy, hace 20 años, hoy cuando leo sobre la muerte de Alfonsín) estoy enamorado, no sólo de una muchacha de 16 años con un mechón rubio y otro rojo, sino de una ciudad entera, de un sentido del humor, de un acento, de unas casas que se abren con una generosidad que yo desconocía, de los textos de Brecht que le gustan tanto a esta militante del PI, de la palabra "psicobolche" que acabo de hacer mía con el objetivo de exportarla a Pocitos y aplicársela a todos los padres de izquierda de mis amigos, del chiste irritante para muchos de definirme como "argentino del este" -algo que sigo siendo en forma tozuda, poco patriótica e inevitable-, del empedrado de la calle Cabildo y el vino en pinguino que a ella le parece apenas tomable pero que para mí es el mejor que haya probado.

Estoy feliz y ni siquiera me doy cuenta, porque el ruido es cada vez mayor y ahora está hablando Alfonsín, y no se entiende un carajo lo que dice, pero a cada rato lo aplauden, así que debe ser bueno. Y en el bolso tengo el Give 'Em Enough Rope, el único disco de The Clash que me faltaba, y no escucho el "La casa está en orden, felices Pascuas", pero creo que ella sí, porque tiene los ojos llenos de lágrimas y pone mis brazos alrededor de su pecho. Y yo nunca voy a estar igual de excitado y con una sensación semejante de estar en la boca de la Historia, en su caja de resonancia, pensando en coger, en escuchar punk rock y en frustrar golpes militares sólo por ser muy joven.

Y eso me pasa por el corazón a pocos días de otra Semana Santa, casi un cuarto de siglo después, mientras Alfonsín sigue muerto en la televisión, y yo le agradezco con egoísmo porque al morirse arrastra como magdalena proustiana todo ese calidoscopio de imágenes de algunos de los mejores días de mi vida, de cosas de las que no tengo una miserable foto y que sin embargo forman parte fundamental de los cimientos de todo lo que soy y de todo lo que puedo decir. Puede ser que algunas de esas cosas estén tan muertas como ese político de bigotes que en el tiempo parece pararse del lado de los buenos, o de lo bueno. O puede ser que no. Me gusta pensar que no, porque no me gusta perder las cosas del corazón. Y agradezco cualquier estímulo que por lo menos me descubra el lugar en dónde estaban, y las siluetas que dejaron sobre las mantas las personas que allí se acurrucaban. En el fin de los 80, cuando yo era un pendejo y no sabía que estaba todo bien.

martes, 17 de marzo de 2009

Hurt

Hay que reconocerle al inglés que es un idioma que ha tenido el buen tino de reducir sólo a una sílaba las cosas que importan, incluso la palabra importar (care); mientras en el castellano peleamos con las "r" de "perro" (dog), el diptongo de "muerte" (death) o el tiempo que se pierde en las estructuras bisilábicas de "vivir" (live) o "hacer" (do) o en la innecesaria longitud de la palabra amor (love), todos esos conceptos en inglés se reducen a un suspiro o un gruñido claro e inconfundible. Un buen ejemplo es el verbo/sustantivo hurt, una palabra breve y que suena de por sí como un quejido de dolor, pero no uno pasajero sino algo que vino para quedarse. Mientras nosotros dribleamos entre la decisión de si optar por "lastimado", "herido" o "dolorido", el hurt inglés resume todo y adquiere una cualidad casi ontológica. Hurt no es un estado en el que nos encontramos sino más bien algo que somos, algo que no sabemos si tiene reparación.

Hace unos días estaba en la puerta de un pub en un extraño estado anímico; acababa de volver de un homenaje a alguien que conocí y que ahora está muerto, Eduardo Darnauchans, y, tal vez por nervios, tal vez por cosas que ese homenaje removió, estaba en un estado hipersensible, con una clase de melancolía que casi tenía olvidada. Descolocado. De pronto escuché que desde el equipo de audio del pub que estaba al lado -y que es parte del mismo en el que me encontraba, pero con música independiente- salía la voz inconfundible de Johnny Cash encima de una melodía hipnótica y con un curioso arreglo de piano. No conocía el tema, así que pregunté qué era y me dijeron que era el cover de 'Hurt' de Nine Inch Nails.

Luego me enteraría que la versión es muy conocida, que su monumental video-clip ganó cuanto premio se puede ganar, y que el tema terminó convirtiéndose no sólo en el último sino en uno de los mayores éxitos de toda la carrera de Cash, siendo uno de esos temas que son familiares hasta para quienes no tienen la menor idea de quién era the man in black. Pero yo no había escuchado en forma íntegra el American IV que lo incluye, y en los tiempos en que su video-clip estaba en rotación intensiva no tenía cable y -al igual que ahora- ignoraba lo que pasaba en MTV. Y por sobre todas las cosas, yo odiaba a Nine Inch Nails. Pero esta no es una canción de Nine Inch Nails.

I hurt myself today
To see if I still feel
I focus on the pain
The only thing that's real
The needle tears a hold
The old familiar sting
Try to kill it all away
But I remember everything

What have I become
My sweetest friend
Everyone I know goes away
In the end
And you could have it all
My empire of dirt
I will let you down
I will make you hurt


I wear this crown of thorns
Upon my liar's chair
Full of broken thoughts
I cannot repair
Beneath the stains of time
The feelings disappear
You are someone else
I am still right here

What have I become
My sweetest friend
Everyone I know goes away
In the end
And you could have it all
My empire of dirt
I will let you down
I will make you hurt

If I could start again
A million miles away
I would keep myself
I would find a way


Hace ya muchos años, cuando recién empezaba a experimentar con el bajado de canciones de la web -los tiempos de Audiogalaxy- decidí bajarme un tema (en aquellos tiempos los temas se bajaban de a uno) de Bonnie Prince Billy (Will Oldham) del que había escuchado hablar muy bien. La primer versión que encontré era la de Johnny Cash, y apenas terminó de bajar decidí escucharla para ver de qué merecía tanto entusiasmo y alabanzas. El efecto fue, casi literalmente, físico: luego de escuchar las raras progesiones de acordes de 'I See a Darkness' -y de entender de punta a punta su letra en la cristalina dicción de Cash- me quedé helado junto a la computadora un buen rato. Al llegar a la treintena había llegado a considerar que uno podía admirar, emocionarse limitadamente y apreciar estructuralmente -o en su interpretación- cualquier canción, pero que la relación que uno mantenía con ellas se debilitaba ante la evidencia de lo que son: canciones, no verdades reveladas, no mensajes de iluminación.

Sin embargo 'I See a Darkness' movió -como lo hace una sesión de masaje o de pesas cuando hace tiempo que no nos ejercitamos- partes mías que ya había olvidado que estaban ahí. Y no eran malas partes, eran cosas que tal vez dificultaran el vivir más de lo que lo ayudaban, pero que estaban mucho más cerca de lo que podemos considerar como el auténtico yo que la persona que mandamos a trabajar todos los días. 'I See a Darkness' -canción que hoy en día es considerada por casi todo el mundo como un hito de los 90- demostraba en menos de cinco minutos que la música moderna heredera del rock no era exclusivamente un privilegio emotivo de los menores de 30, y que había una forma digna de expresar las incertidumbres tardías, las que ni siquiera sabíamos que iban a estar allí al llegar.

Pero esa era una canción tremenda que, más allá de la interpretación de Cash, se sostenía por sí sola como un tema de inesperada importancia, lleno de preguntas cruciales y estructurado con maestría. Yo tenía mis dudas con respecto a estos discos tardíos de Cash; el hombre de negro nunca había sido -a pesar de lo carismático que me resultaba su presencia- un ídolo para mí de la forma en que lo habían sido Bob Dylan, Neil Young o Richard Thompson. Lo consideraba un gran intérprete, similar a nuestro propio hombre de negro, Alfredo Zitarrosa, pero sin la esencia crucial de este mismo. Recuerdo pasármela provocando extranjeros que notaban la similitud entre Zitarrosa y Cash -ambas figuras insulares y sombrías en el panorama del folclore de estos países-, asegurando que el autor de 'Guitarra Negra' era ampliamente superior al de 'Ring of Fire'. En muchos aspectos lo sigo creyendo así, pero Zitarrosa siempre se propuso en sus canciones como un romántico, un hombre moral, incluso un hombre nuevo, tal vez un triste. Cash en cambio prefirió abrazar una imagen un poco más triunfalista e indiferente, pero también la de alguien que se hace cargo de su propia inhumanidad. "I shot a man in Reno just to watch him die" es posiblemente una de las líneas más poderosas de la historia de la música popular contemporánea, pero no debe ser interpretada bajo la luz de la fanfarronería criminal -y generalmente imaginaria- del gangsta rap ni bajo la pesadumbre de consciencia del acto irresponsable. No, Cash cuenta un acto injustificable y define lo superfluo de sus motivos. No hay pedido de disculpas pero la exactitud de la descripción y la ausencia de excusas demuestran una suerte de valoración -de valoración negativa- de su acción.

El narrador de "Folsom Prision Blues" mató a un tipo porque sí, como Meursault, pero no le falta el respeto al muerto tratando de encontrar elementos que expliquen o hagan comprensible su acción. No lo insulta suponiendo que su arrepentimiento podría hacer más liviana su acción. Algo realmente raro de encontrar en canción. Pero 'Hurt', en cambio, es una canción de arrepentimiento, y es una canción entonada por un hombre próximo a la muerte pero que canta para los vivos.

Indudablemente la serie American Recordings fue una tremenda idea de Rick Rubin; como se sabe el productor fue llamado para modernizar y relanzar la carrera de un Johnny Cash ya envejecido, con problemas de salud y fuera del radar de la prensa cool, y el sistema elegido por Rubin fue perfecto: por un lado redujo al mínimo la orquestación alrededor de la cascada -pero aún conmovedoramente expresiva- voz de Cash, hasta que el resultado sonoro fue similar al de los cantautores indie que florecían fuera de los grandes medios de difusión, y manejó ese minimalismo arreglístico con un gusto exquisito. También aproximó a una buena serie de músicos jóvenes y notorios, extáticos ante la posibilidad de cantar a dúo con Cash, y le eligió un buen número de canciones recientes, muchas de ellas provenientes de bandas y estilos alejadísimos del mundo del country, que funcionaron como gancho para llamar la atención de muchos que se aproximaron a estas grabaciones casi por morbo, para ver cómo el viejo oscuro se desenvolvía con un tema de Soundgarden o de U2.

Aunque los resultados de estas versiones fueron muchas veces brillantes, lo cierto es que otras tantas sólo fueron buenas ideas en lo conceptual, y las versiones de temas como 'Rowboat' de Beck o 'Personal Jesus' de Depeche Mode resultaron ser inadecuadísimas y tan distantes al lenguaje propio del músico como las versiones de Charly García hechas por Mercedes Sosa. Otras veces aunque la canción pareciera venirle como un guante, la interpretación de Cash no estaba a la altura, como en el caso del 'All My Life' de los Beatles o el 'Bridge Over Troubled Waters' de Paul Simon a las que, a pesar de los excelentes arreglos, la voz no llega a darle la vida que uno se imaginaría a priori.

Pero están las otras, las que sí embocó y que en muchos casos convirtió en versiones definitivas. 'One' de U2, 'Hung my Head' de Sting, la ya mencionada 'I See a Darkness' de Will Oldham, 'I'm a Drifter' de Dolly Parton, la tradicional 'Sam Hall', todas ellas alcanzando cumbres de emotividad superiores a las de sus versiones originales y, en muchos casos -particularmente los temas con connotaciones religiosas o violentas- resignificados con autoridad. Sin embargo y por brillantes que sean estas versiones, hay que reconocer que eran todas excelentes canciones ('One' es de esos temas que hasta los detractores de Bono & cía reconocemos a disgusto que es una canción enorme) y que el mérito es compartido entre autores e intérprete. Pero en el caso de la mejor de todas las versiones contenidas en los numerosos American recordings -'Hurt'- el caso es muy distinto. Porque, disculpenme los fans de NIN -si los hay leyendo esto-, la versión original es una porquería y ni siquiera es una canción bien compuesta.

Nine Inch Nails o Trent Reznor debe ser la banda o proyecto que resume mejor lo peor del rock industrial y el acercamiento al lado oscuro de lo humano que parece ser el gran atractivo del género. Sin mencionar siquiera a la primera y genial generación industrial (Throbbing Gristle, SPK, Skinny Puppy), gente que realmente trabajaba con material expresivo peligroso y novedoso, lo de Reznor es realmente malo incluso en comparación con industriales semi-domesticados como Ministry o Marylin Manson. En esos casos, por de pronto, todavía hay rastros de humor negro, violencia real y grandeza sonora, pero el aporte de Reznor -amigo/enemigo de estas bandas- fue el de introducir la autocompasión depresiva y adolescente del mundo indie a un género que tal vez se reivindicaba por su propia soberbia e inhumanidad. Indudablemente Reznor es un gran manipulador de timbres y un buen programador de bases, pero como cantante y compositor es un llorón pomposo que maneja cuanto cliché se pueda tolerar de la imaginería romántica del dolor emocional.

Provocador moderado y maldito profesional, Reznor ha publicado una serie de discos que en ocasiones sorprenden por sus fuegos de artificio sónicos, pero que nadie mayor de 16 años puede tomarse muy en serio. 'Hurt', la canción en cuestión, cerraba su segundo disco -The Downward Spiral- y fue saludada en su momento como una señal de madurez compositiva y anímica por quienes querían ver a toda costa la transformación de Reznor de gusano de moda a compositor laureado. Pero por desgracia el tema sólo puede ser considerado como bueno o sensible en el contexto de las otras canciones de NIN. Construido sobre un arpegio más bien infantil de Am-C-D, sobre el que Reznor susurra/lloriquea los primeros versos, pasa a un estribillo más bien cuadrado en el que Reznor sube una octava su lamento y que en su segunda vuelta introduce un bombo en negras más bien bruto (aunque de timbre interesante) que le da un poco de énfasis. Luego de dos estrofas, el tema culmina con una grandilocuente e hiperdistorsionada guitarra sintetizada que arruina la poca sutileza que podía quedarle a la canción.

La letra, que reproduje arriba, no es mucho mejor, no tanto por estar mal escrita sino sobre todo por la acumulación de lugares comunes de la mirada auto-lesiva. Arranca con una clásica referencia junkie y luego abruma con una flagelación grandilocuente, llena de imperios, coronas y tronos que vaya uno a saber quién le otorgó a Reznor. Y como si fuera poco tiene una concepción temporal que la convierte en una canción totalmente increíble viniendo de un veinteañero tardío. No es que el paso del tiempo no pueda ser tema para alguien que no cumplió los treinta, de hecho es una preocupación muy normal en la lírica del rock y ha dado frutos tan perfectos como 'My Back Pages' de Bob Dylan, '1969' de The Stooges, 'Heart of Gold' de Neil Young, 'Thunder Road' de Bruce Springsteen o 'Sixteen' de The Buzzcocks. Pero en estas canciones -todas de plumas más hábiles que la de Reznor, hay que reconocer- la sensación de vejez o de nostalgia precoz está expresada en términos relativos, en relación a la pérdida de un pasado inmediato o a la consciencia a futuro de la velocidad del tiempo. Reznor en cambio habla como si fuera un vampiro puto que se escapó de un libro de Anne Rice, como si ya hubiera vivido 100 años y tuviera todos los casilleros existenciales llenos. Fuck him and the horse he rode on.

Quién sabe, capaz que es un tipo muy precoz y es así, pero se me ocurre que si así fuera escribiría y compondría mejor que la pobre imitación digitalizada de Kurt Cobain que ofrece. Pero lo que la hace realmente inadecuada para un cantante joven es su fatalismo, lo inalterable de lo descripto, la gran mentira depresiva. Lo definitivo.

Entonces, ¿cómo una obra tan pobre como la que acabo de describir puede convertirse en la canción que más me ha estremecido en años? En realidad sería un tema de tésis interesante para especular desde la lingüística sobre las connotaciones agregadas por el emisor o desde la teoría del arte en relación al aura transmitida por el mismo, pero teniendo en cuenta que se trata de una canción posiblemente lo mejor sea comenzar por la música. Evidentemente la versión de 'Hurt' incluida en el American IV: The Man Comes Around (2002) es una idea de Rick Rubin; no hay forma que uno pueda imaginarse a Johnny Cash escogiendo por sí mismo un disco de NIN y escuchándolo de principio a fin sin pegarle un tiro al equipo de música.

Y me gustaría pensar que directamente le hizo escuchar al viejo el arreglo que grabaron para el disco sin tener necesidad de confrontar la versión original. Un arreglo tan sencillo como genial; Rubin eliminó la estúpida guitarra distorsionada final y mantuvo la guitarra mínima del comienzo, apenas armonizada por un par de tonos sostenidos -mezclados muy atrás- de lo que parece ser una guitarra eléctrica pero que puede ser cualquier cosa, pero al llegar al estribillo no sólo no la electrificó sino que sustituyó el bombo por un piano en ostinato que apoya los cambios de acorde sobre las negras y que produce una sensación de intensidad en aumento sin que ni el volumen ni la instrumentación realmente crezca. El arreglo de piano -que en los cuatro últimos versos es doblado por una guitarra acústica- es tan intenso que en una escucha sin demasiada atención puede confundirse con una entrada orquestal. Al eliminar los bruscos cambios tímbricos -y la subida de la voz que Cash, por supuesto, no hace-, la pobre estructura atada con alambres del tema original queda suavizada y unificada, y se hace un tema no sólo mucho más sutil sino de dinámica más fluída y hasta elegante. Se convierte en la versión original, lo que no le resultará paradójico a cualquiera que haya leído al Borges de Los precursores de Kafka o de Pierre Menard, autor de El Quijote, la que opina con desdén sobre la primer versión, que misteriosamente pasa a ser la segunda.

Porque, ¿qué dice Johnny Cash en esta canción y que no puede decir Trent Reznor aunque haya escrito las palabras? Dice cosas bravas, y cosas tristemente hermosas. La guiñada junkie de los primeros versos pasa a ser una exclusiva referencia al dolor físico -y no porque Cash sea un extraño al mundo de las drogas precisamente-, un dolor que por su propia materialidad -como saben los chicos emos que se apagan cigarrillos en las muñecas- haga olvidar o distraiga del dolor espiritual. Cuando Cash culmina el verso con un resignado but i remember everything (pero yo recuerdo todo) se convierte, una vez más, en una criatura borgeana, pero en esta ocasión es Funes el memorioso, o el propio Borges de sus lamentos tardíos sobre la vejez y el deseo profundo de olvido. No son recuerdos felices los que evoca, ni la frase tiene el sabor agridulce de la nostalgia, sino simplemente la carga del arrepentimiento. No sabemos de qué -Reznor no lo escribió y Cash no lo agregó en palabras- pero hay un profundísimo arrepentimiento que atraviesa la canción y que no se trata -como el hombre baleado en Reno- de una acción concreta que haya dejado una cicatriz, sino de la herida siempre abierta de lo no vivido, lo no otorgado, lo no dado.

Al igual que en 'I see a Darkness', Cash se dirige aquí a alguien a quién llama friend, pero a diferencia de la canción de Oldham, da la impresión de que en esta ocasión -tal vez por el adjetivo sweetest (la más dulce)- se trata de una amistad femenina, posiblemente una amante. Siempre me pareció conmovedor el que un hombre se dirija a su amante como amiga. Las mujeres tal vez no lo consideren así, hay algo que les compele a pensar que esa calificación es inferior a las que denotan directamente la condición de "amada", "amante", "novia" o "esposa", y que connota más bien una cierta categoría de segunda, el "mantengamos esto como amigos y que no vaya más allá".

Sin embargo es uno más de los conflictos terminológicos que suelen hacer que los hombres y las mujeres se estrellen en ataques de incomprensión: el reconocer por parte de un hombre -por supuesto si se está hablando el lenguaje del corazón- la cualidad de "amiga" en una amante, es reconocer un vínculo más profundo e íntimo que el que simplemente se da por la pasión. Al fin y al cabo el amor, o el amor que sobrevive al post-coito, no es mucho más que sexo y amistad. Y no es nada menos: la lápida de Remedios de Escalada, la segunda mujer del libertador San Martín -la esposa niña- la describe como "esposa y amiga", en el mismo plano de importancia. Me gusta pensar que fue el propio San Martín el que lo escribió así. Pero el reconocer a una amante como amiga no es sólo reconocerla en términos románticos o emocionales, también es para un hombre distinguirla como interlocutora. Y a esta interlocutora en particular, Cash le pregunta "mi más dulce amiga ¿en qué me convertí?." Qué pregunta, puta que lo parió.

Johnny Cash era un rey, y como tal las metáforas monárquicas de la canción le vienen como anillo real al dedo (especialmente al dedo medio de su famosa foto de los Grammys), aunque re-significadas, como todo en la canción, el empire of dirt de Reznor posiblemente sea un "imperio de mugre", pero el de Cash tiene que ser más bien un "imperio de polvo" o de "tierra". También hay otra metáfora monárquica en la canción que fue expresamente cambiada en la versión de Cash. La segunda estrofa comienza con un I wear this crown of thorns (llevo esta corona de espinas); en la versión original decía I wear this crown of shit (llevo esta corona de mierda); he leído algunas reseñas burlándose del ataque de pudor que lo llevó a cambiar la letra de la misma forma en que Frank Sinatra cambiaba el escandaloso "Jesus" del 'Mrs. Robinson' de Paul Simon por un incomprensible pero inocuo "Jilly", pero por una vez estoy de totalmente de acuerdo con el cambio más allá de que haya sido un ataque de pacatería o especulación comercial: la corona de Reznor puede ser de mierda, pero la de Cash es de espinas, y eso está escrito en cada arruga de su cara de anciano que realmente vio pasar la historia. Y que da la impresión de que a pesar de considerar a su imperio como algo hecho de tierra y polvo, este lo es sólo en comparación de lo que quiere a cambio, de lo que no se ha merecido y casi con seguridad se traicione más tarde.

Borges, a quién ya estoy nombrando por tercera vez en este texto sobre una canción borgeana o sobre un proceso borgeano de interpretación, hace una oferta similar en Two English Poems, esos poemas tímidos que desmienten cualquier acusación de frialdad endilgada al viejo Georgie por quienes creen que una herida es más profunda si se le hace chorrear sangre por encima de las hojas en las que se escribe mientras se llora como una nena. Al final del segundo de estos textos descorazonados y asordinadamente románticos, Borges ofrece a su interlocutora todo lo que tiene, su propio imperio polvoriento, para terminar con algo que sólo puede ofrecer un solitario que sabe no sólo el valor sino también el precio de la soledad:

I can give you my loneliness, my darkness, the
hunger of my heart; I am trying to bribe you
with uncertainty, with danger, with defeat.


La persona que canta 'Hurt' tal vez ni siquiera tiene eso, sólo la promesa de una futura decepción. No son cosas que se admitan ni se canten con frivolidad.

(Bajo del 117 en 18 y Río Branco y pongo 'Hurt' en el mp3 mientras camino hacia la Plaza Independencia. En la breve cuadra entre Andes y la plaza un chico de unos 14 años, con la delgadez y nerviosismo de los fumadores de pasta, me pide una moneda. Le digo que no y diez pasos después otro muchacho exactamente igual hace lo mismo, vuelvo a decir que no y apenas termino de hacerlo un tercero -este no mayor de 11- me hace la misma pregunta. Acabo de rechazar el pedido de los otros dos en frente a él pero él no ve, no razona, no ingresa la información; está totalmente insensibilizado. A este ni siquiera le contesto, porque la insensibilidad es una calle de doble vía. Atravieso la plaza por la que en lugar de palomas orbitan grupos de turistas orientales que no saben a dónde ir, chicos de la calle y algún empleado tardío de la Ciudad Vieja que cruza indiferente y cansado entre los mangueos. Mientras bajo por Ciudadela, dejo que la canción me filtre y detecte sus propias ilustraciones, sus propias correspondencias, en las zonas baldías de mi corazón. Y pienso en una amiga enferma a la que no fui a ver ni llamé. Pienso en el regalo que no le compré a mi sobrino. Pienso en la colección de mails y mensajes de sms sin responder que se amontonan alrededor de una pereza que me produce un enorme esfuerzo. Pienso en la mínima atención, en el reconocimiento fáctico que a veces niego en automático a gente que me quiere a cambio de nada. Pienso en una chica que cree que sólo fue un polvo más y que sin embargo no hay día en el que no vuelva a él. Pienso en una invitación al pool y al reencuentro que siempre esquivo y que mis amigos me vuelven a extender con paciencia mineral. Pienso en un libro que ya debería estar terminado y que en realidad todavía no empezó a ser. Pienso en la línea de la costa de Punta del Este cuando apenas empezaba el boom de la construcción, en esa calma de arena gruesa y familias pescadoras que ya está perdida bajo la necesidad. Pienso en la cabezota de mi perro esperándome en la cima de la escalera, y en cómo la extraño. Pienso en los hijos que no conozco de personas que estoy dejando de conocer. Pienso en alguien que se va a morir antes de que este año termine. Pienso en cuando era casi un niño y vi The Wall, y pienso en que nunca me hubiera imaginado sentirme así. Pienso en mi generación de emigrantes perdida en el mapa y en los culpables deambulando por la ciudad. Pienso que no los odiamos lo suficiente. Pienso en una mujer solar de la que posiblemente esté enamorado y que creo que ni siquiera sabe que me cae bien. Pienso en que no todo el mundo la mira así. Pienso en los años que se parecen demasiado por nada. Pienso en el tiempo perdido, en el tiempo distraído, en el tiempo indolente, en el tiempo frío. Pienso en el consuelo de la insensibilidad, y su precio grosero. Pienso en el tremendo fracaso que implica el éxito en parecerse mucho a la imagen que elegimos cuando teníamos distintas necesidades).

El idioma inglés diferencia entre los términos solitude y loneliness, que el español unifica toscamente en la palabra "soledad". La solitude es un estado de aislamiento que puede ser accidental, pero que suele ser buscado. No es un término dramático y suele utilizarse más que nada en poesía, para indicar ese recogimiento y voluntaria alienación al que los bardos y los personajes insulares suelen ser afectos. Loneliness es otra cosa y de hecho es más que nada un estado subjetivo, ya que puede sentirse aún estando rodeado de gente. Este estado puede ser nombrado pero no celebrado por los poetas, porque es una carencia, un hambre espiritual. A veces el hambre llama al hambre y los corazones hambrientos de experiencia, de conocer cuantas vidas se puede intentar vivir en una, terminan convirtiendo a la solitude en loneliness. Convirtiendo al deseo en maldición. Y la gente que comprende que nuestras puertas estén cerradas cinco o noventa y nueve veces, pueden no comprender que estén cerradas cien veces, y no volver a tocar. Esto es lo que escucho en la voz de Cash en 'Hurt'; si Reznor sugería que el motivo de su alienación podía ser la adicción a la heroína, hay algo en Cash que sugiere que lo que lo ha separado es la adicción a la solitude y el miedo a dejar de ser uno mismo para subsumergirse en el yo de otra persona. Al fin y al cabo por algo canta -y la voz está a punto de romperse en ese verso- "you are someone else / I am still right here". Y acá hay que reconocerle a Reznor un auténtico acierto; el primer verso hace referencia a una cualidad personal, de tipo existencial, y el segundo, que debería espejarlo para explicar la condición del narrador, es simplemente una definición locataria: vos sos alguien más / yo sigo aquí mismo. Aunque es evidente que no se está hablando de lugares, al menos no físicos.

Detesto cuando alguien define una canción como depresiva, aunque evidentemente hay canciones que lo son. 'Hurt' en la versión original podría ser calificada como tal, porque está llena de esa ceguera a la autovaloración y la belleza no evidente de la vida, que es uno de los síntomas más claros de la depresión. Pero 'Hurt' en la versión de Cash no es depresiva, es triste, porque los hechos objetivos están en contra del cantante. Él está hablando de lo irreparable desde un lugar más bien definitivo, pero sin embargo sigue ofreciendo cosas, sigue calificando amorosamente a su destinataria y soñando con otros mundos en los que las segundas oportunidades sean infinitas, o al menos más numerosas que en este. 'Hurt' es, incluso, una canción de advertencia a los amantes de la solitude, a los arrogantes compañeros de sí mismos.

En los mismos días en que estuve orbitando esta canción y el mobiliario polvoriento que había removido, también estuve escuchando otra que funciona casi como su antídoto. También habla de la solitude desde su título, 'Adventures in Solitude' y pertenece a esa banda que funciona como un colectivo emocional, los canadienses de New Pornographers. Y en ese tema, el más delicado de su disco más íntimo, Challengers, A. C. Newman confiesa en el estribillo: We tought we lost you / we tought we lost you / Welcome back.

Pensábamos que te habíamos perdido, bienvenido de vuelta. No se escucha muy seguido ese tipo de ofertas. En un mundo mejor, es lo que nos gustaría que se le contestara al melancólico cantante de 'Hurt'.