
En su columna-blog de
Montevideo.comm,
Gustavo Escanlar elogia, extrañamente, a un funcionario de esta administración de izquierda nominal, el director cultural del
MEC, el profesor socialista
Luis Mardones. Y para ejemplificar la sapiencia de este reproduce una serie de declaraciones realizadas -cuando no- a
El País.
Me parece bien por parte de Escanlar el que le de un poco de vida alguien con un cargo de responsabilidad cultural y de izquierda (aunque dichos elogios puedan ser considerados un abrazo de oso) y los fragmentos que reproduce me parecen en su casi totalidad muy compartibles. Pero ese "casi" es enorme, aunque solo conste de dos puntos polémicos, y me sirve para discutir algo.
Dice Mardones: "
(La dicotomía nacional-extranjero) existe y es cada vez peor. Se viene acentuando con brotes casi xenófobos. Creo que eso tiene que ver con un provincianismo que se ha venido desarrollando que tiene que ver con el estancamiento y el envejecimiento de la sociedad"
Y luego agrega: "
El Estado no tiene que hacer cultura. Las experiencias históricas donde el Estado ha tratado de hacer cultura oficial han sido siniestras y abominables, me refiero al realismo socialista en la Unión Soviética o a la década gris e infame de la Cuba castrista. El Estado tiene que facilitar. Tiene un rol insustituible para hacer espacio a la innovación, a la audacia y el riesgo. Lo otro lo resuelve el mercado".
No es la primera vez que leo en estos meses esa idea de que la cultura uruguaya se está provincializando y le está dando la espalda al mundo a causa de una especie de xenofobia que la tiene examinando las pelusas de su propio ombligo, diminuto en el amplio mundo, mientras los cambios culturales se suceden como erupciones volcánicas en otras latitudes a las que ignoramos. G. Escanlar ha hecho prédica de este problema, pero no es el único.
Aldo Mazzucchelli en una entrevista en la que comentaba su edición del
Tratado de la Imbecilidad del país del divino
Julio Herrera y Reissig, comentaba una preocupación similar en relación a lo que acontece en el exterior, diciendo que Uruguay había abandonado su vocación cosmopolita y las raíces europeas sobre las que se había cimentado su mejor historia (Mazzuccheli, no se refería especialmente al ambiente cultural, pero su declaración, hecha en una página cultural, debe ser introducida en ese contexto). Por último
Elbio Rodríguez Barilari le dedicó su espacio en el coqueto
Sábado Show a
comentar una nota que Guillermo Baltar intentó publicar en
Búsqueda (Barilari no menciona al medio, pero por lo que sé es dicho semanario) sin éxito y en la que expresaba su preocupación de emigrado acerca de la degradación cultural del Uruguay en los años posteriores a la dictadura. Pero la negativa de Búsqueda a publicar la reflexión -con elementos acertados pero bastante simplista en general- de Baltar, le sirvió de excusa a Barilari para una larga disquisición acerca del desprecio de los locales hacia los uruguayos emigrados e instruidos en el exterior que se acercan, filantrópicamente, a acercar un poco de civilización a los primitivos habitantes de la Banda Oriental. La conclusión de ERB es similar a la de Mardones: la cultura uruguaya se ha vuelto provinciana, cerrada y prejuiciosa con respecto a los avances del pensamiento expresivo en el exterior.
Bueno, yo en cambio pienso que esa es, si no una mentira, una tontería sin fundamentos, pero de las que se repiten tantas veces que terminan volviéndose no verdades sino verdades consensuadas (no son cosas idénticas), como el supuesto hipercriticismo cultural de los uruguayos, país donde la crítica cultural desapareció hasta en sus mínimas expresiones y que recién ahora, después de un largo hiato, empieza a dar minúsculas señales de vida. Yo coincido conque la mentalidad uruguaya suele ser provinciana y, en los últimos años, ha dado unas muestras sumamente repulsivas de complejo de inferioridad xenofóbico, pero no creo que esta característica -cultural pero en el sentido más social de la palabra- pueda ser aplicada al consumo de cultura y de arte.
¿Por qué? Porque al contrario de lo que sugieren Mardones y Barilari, nunca estuvo la cultura uruguaya más abierta, expuesta e influenciada por no ya las concepciones sino simplemente las modas culturales exteriores. Es algo sencillísimo de probar, tanto que me da hasta pereza hacerlo. Alcanza con que el lector vuelva opaco el medio que está leyendo en este momento, es decir, que reflexione sobre él: un
blog (jamás en mi puta vida le dije "bitácora" y me sentiría muy mal de hacerlo) establecido sobre una página estadounidense en un sitio estadounidense y en un espacio de expresión virtual (la
web) sobre el que EE.UU. tiene el derecho de pernada y control.
Como si hubiera sido poco la multiplicación de canales de televisión -y el ingreso de decenas y decenas de ellos, vía cable, administrados y dirigidos en su inmensa mayoría en otros países-, la irrupción babélica y casi democrática del intercambio cultural vía Internet hizo que las distancias culturales practicamente desaparecieran y que, teniendo un acceso incluso moderado a una terminal con conexión permanente, cualquiera pueda estar al día de las tendencias de cualquier género en cualquier parte del mundo (no me hagan abundar sobre algo tan evidente). Puede ser que en China o en Irán este consumo e intercambio esté controlado, pero no en la R.O.U., que yo sepa al menos, que está feliz o infelizmente tan globalizada culturalmente como cualquier país respetable. Es algo que rompe los ojos, entonces, ¿por qué presentar a los uruguayos como reclusos culturales que desconfían del exterior y por qué agitar el fantasma del archi-perimido realismo socialista como una opción latente en las políticas culturales locales? La respuesta es, como suele ser casi siempre cuando uno discute con un neoliberal sobre cosas que se suponen racionales, pura e interesada ideología.
Hace unos tres años el músico
Fernando Ulivi publicó vía web una suerte de "manifiesto" en el que se hacía una serie de preguntas acerca del entonces incipiente estallido comercial del rock uruguayo, criticando duramente lo que el veía como una total falta de identidad nacional del mismo. Dicho manifiesto tenía enormes errores conceptuales; exponía un
corpus de ejemplos parcialísimos y no argumentados, estaba pobremente escrito e incluso daba la triste sensación de estar pidiendo un lugarcito en la fiesta. Es decir, era un texto que merecía ser criticado e incluso destruído con severidad proporcional a las intenciones manifiestas del autor. Y de hecho fue así, ganándole a Ulivi hasta alguna imprecisa invitación a trompearse en alguna imprecisa esquina. La mayoría de los rockeros (a pesar de que en muchos casos es difícil creer que hayan podido descifrar esos curiosos dibujitos -letras- con los que se había escrito el texto) defenestraron inmediatamente a Ulivi y muchos comunicadores se sumaron al linchamiento, pero no para rebatir lo directamente expresado en el manifiesto o sus discutibles ejemplos, sino para indignarse públicamente ante el hecho de que alguien se atreviera a plantear el tema de la identidad cultural.
Críticos, periodistas y músicos incapaces de inmutarse al ver a las propuestas más inquietas palidecer y desaparecer ante la indiferencia mediática, se rasgaron las vestiduras en fila para ver quién podía tratar más despectivamente a Ulivi (de hecho escuché el término "tarado" usado públicamente en relación al músico una buena cantidad de veces), no por las inexactitudes y generalizaciones toscas de su escrito, sino por haber resucitado el perimido tema de la identidad nacional artística, ese cuestionamiento obsoleto propio de lo que
Montaner,
Apuleyo Mendoza y
Vargas Llosa Jr. llamarían un "idiota latinoamericano" (es decir, un "tarado").
Pero aunque el texto de Ulivi contenía algunas taradeces y uno aún se acuerda de todas las que dijo en su momento alguien como
Jorge Bonaldi (apodado por algunos luego de sus apocalípticas declaraciones sobre el avance del rock imperialista como "Naboldi"), el tema de la identidad de la cultura no es un tema bizantino o estalinista. De hecho es en la actualidad uno de los principales (o el principal desde que los estudios culturales desplazaron a la lingüística como eje teórico de las humanidades) temas de discusión académica en el mundo entero, incluyendo a Harvard, Oxford, La Sorbonne y todos esos lugares tan lindos para citar como ejemplo de Centro de Producción Cultural con mayúsculas. Pero para saber eso hay que estudiar, hay que informarse y hay que pensar, no solamente dar por sentado desde un interesado prejuicio
ideológico, adjetivo que para mí no es despectivo pero que para esta gente supuestamente sí, así que se los endilgo repetidamente con satisfecha mala leche y posterior argumentación.
Pero sigamos con los provincianos que le dan la espalda pero no el culo al mundo. ¿Se referirán estas observaciones a la popularidad interna de algunas propuestas nacionales, popularidad que iría en desmedro de símiles extranjeros de mejor calidad? Bueno, durante el último lustro tres géneros culturales tuvieron una cierta explosión local que desbordó fronteras hasta convertirse en productos de exportación (lo que ante una óptica cipaya debería validarlos automáticamente); el rock, el cine y la murga.
El primero consiguió reunir cantidades inverosímiles de público a nivel local, consiguiendo además mantener el fenómeno durante el tiempo suficiente como para que alguno haya fantaseado con la posibilidad de que semejante afluencia excepcional de público se convierta en una constante. Esto en teoría debería ser imposible, especialmente tratándose de un público en cambio perpetuo como es el adolescente, pero la sumisión artística de las bandas al Mínimo Común Denominador y su voluntaria aproximación a las reglas fascistoides de la fidelidad futbolera estiraron el excesivo (en simple relación a la demografía del país) suceso popular del fenómeno el tiempo suficiente como para que, al parecer, algunas de las bandas alcanzaran la infraestructura necesaria como para intentar la invasión de mercados próximos y generosos como el argentino. Uno puede poner más objeciones que Ulivi a este suceso desde el punto de vista artístico, pero no se puede atribuirlo a un fenómeno de nacionalismo cultural xenófobo o a alguna política de estado (más allá de algunas manos de los gobiernos departamentales), ya que ni siquiera se puede hablar de una auténtica identidad estética y distintivamente nacional en el movimiento, por más que se vitorée "Uruguay, Uruguay" en algunos recitales y algún
frontman argentino tenga una particular predisposición a tocar el himno nacional (uruguayo) en forma no-paródica en algunos recitales.
Lo del cine parece sí una burbuja -o una esperanza- pinchada prematuramente; luego del entusiasmo levantado por los premios internacionales de
Whisky (entusiasmo que a nivel popular se dio en relación a los galardones y no a la película, que fue criticada a diestra y siniestra por su poco halagueño retrato de la realidad oriental y que tuvo una venta de entradas buena pero nada excepcional), filmes ambiciosos, sinceros y con no pocos logros parciales como
La Perrera o
Alma Mater fueron totalmente ignorados por los cinéfilos uruguayos , llevando -a pesar de contar también con su buena cuota de premios internacionales- menos público del que las más pesimistas proyecciones podían imaginar. Estos fracasos comerciales, sumados a un hecho tan trágico y desalentador como el suicidio de
Juan Pablo Rebella y a los inviables costos comerciales del género, hacen ver como más bien negro el panorama del cine producido en Uruguay y ya nadie se aventura a soñar el establecer al mismo como una pequeña industria. Ninguno de los pedidos de protección y apoyo de los realizadores cinematográficos locales fue atendido a nivel estatal y el público parece haberlo abandonado. ¿Dónde estaría acá el ombliguismo locatario del que se queja Mardones?
Por último está el fenómeno murguero, que sigue siendo visto con desdén por buena parte de la intelectualidad y la clase media culta a pesar de las notables transformaciones que ha tenido en los últimos cinco o seis años, y que le han significado un notable rejuvenecimiento y revitalización en un tiempo en el que se sospechaba que estaba por iniciar un ciclo de decadencia. Estas transformaciones pueden resumirse en el concepto de "murga joven", que es tal vez el fenómeno cultural más sano y enérgico que yo haya visto desde la aparición del rock post-dictadura en los 80. Un fenómeno con características extrañas ya que, después de una primera colisión con las instituciones murgueras tradicionales y su insoportable canon poético-militante (colisión similar a las de las pioneras murgas disidentes, la
BCG y la
Gran Siete), las murgas jovenes se infiltraron (o fueron cooptadas, puede decir un pesimista) en el Carnaval y forzaron a transformar una retórica y una estética anquilosada y rutinizada, devolviéndole el carácter de espontaneidad que debería ser inmanente de un fenómeno carnavalero. De cualquier forma el que la más corrosiva y combativa de las murgas jóvenes -y por ende la más difícil de cooptar- haya decidido no presentarse este año luego de haber editado el disco de espíritu más transgresoramente rockero de este año -me refiero, por supuesto, a
La Mojigata-, y que simultáneamente
Queso Magro haya sido ejecutada en la inexplicable "liguilla" del concurso oficial cuando rompía los ojos su popularidad y su superioridad sobre varios de los clasificados, hace que uno se pregunte acerca del auténtico alcance de la revolución de Murga Joven. Ahora, y volviendo al tema del post, este sí podría considerarse un fenómeno artístico local y con algunos privilegios estatales, pero simultáneamente estamos hablando de un género que mueve más público -y dinero- que todo el fútbol uruguayo, que está legitimado popular y artísticamente y que, no hinchen los huevos, dura solamente 40 días, lo cual puede ser una exageración como propuesta carnavalera pero que no deja de ocupar -y no por completo- la atención local apenas la décima parte del año. ¿Qué necesaria influencia excluye entonces la murga durante esos 40 días? ¿el carnaval de New Orleans? ¿la cobertura completa de la clasificación para desfilar en el Sambódromo? ¿el carnaval de Gualeguaychú?
Es cierto que el intercambio, o más bien la visita, de artistas del primer mundo ha menguado bastante en los últimos seis o siete años. ¿Es que los nacionalistas uruguayos decidieron atacar en todos los frentes al imperialismo cultural anglosajón y boicotear dichos shows, o más bien que, simplemente, el alto precio actual de dólar hace que una gira por estas latitudes no sea rentable para los mismos? ¿Tengo que responder a esa pregunta retórica de la que hasta el alumno más desaventajado de la Escuela Horizonte conoce la respuesta?
Es comprensible que Barilari, Mazzucchelli o particularmente Baltar hayan sentido una cierta indiferencia o incluso rechazo del ambiente cultural o mediático local, pero eso no es producto de un nuevo prejuicio hacia el exilio económico-cultural y a sus representantes eventuales. Esto se debe, en mi opinión, a tres simples motivos. El primero es, por supuesto, la valoración que se pueda hacer de las reflexiones puntuales provenientes del exterior; si yo digo que lo que dice X, quién vive dando clases de origami en Swazilandia, sobre la cultura uruguaya me parece intrascendente, eso no quiere decir automáticamente que yo haga oídos sordos automáticos a todos los que opinan desde el exterior, sino que debería antes pensarse que lo que no me interesa es lo que dice puntualmente el señor X.
Lo que me lleva al segundo punto: hoy en día el vivir en el exterior no indica en forma instantánea el tener un conocimiento mucho más exacto sobre las tendencias culturales mundiales y sus discusiones. Tal vez sí se pierda mucho, o muchísimo, de la discusión académica y del contacto con la primera línea de docencia universitaria, pero en relación al flujo de
input y material artístico se está en casi igualdad de conidiciones. Ya están lejos aquellos días en el que se recibía a cualquier músico que había pasado un par de años en Nueva York como si fuera un pequeño Prometeo que no sólo nos traía el fuego (prestado) de los dioses de la civilización sino que además lo usaba para iluminar la mugre de nuestra caverna. Hoy en día es diferente y lo más importante ha dejado de ser la procedencia de dicha mirada para pasar a ser la capacidad de análisis y la lucidez detrás de la misma.
Por otra parte muchos de los centros culturales mundiales otrora admirados están pasando por un
all time low en términos de producción cultural, tanto artística como analítica, y me resulta difícil considera como ejemplar a una cultura estadounidense más preocupada por ver como armonizar cada una de sus expresiones con el fundamentalismo cristiano y el fundamentalismo político correcto en lugar de producir pensamiento y arte que no sea una reproducción degradada de sus propios clichés. Me resulta complicado tomarme en serio a una cultura italiana que asistió impasible al desmantelamiento de su cine -otrora el segundo en importancia del mundo- a manos de un empresario surgido justamente de los medios y la producción cinematográfica. Me resulta imposible asumir como modelo a una España que pasó de la inquietísima conmoción cultural de su destape a tener como faro cultural a
Operación Triunfo y las vicisitudes del matrimonio
Beckham. En una de esas si la teta cultural fuera Japón, pero no son muchos los uruguayos emigrados al lejano oriente, y la ignorancia sobre dicho país sigue siendo la misma de siempre. Por supuesto que, al menos a mí, me sigue interesando mucho la mirada del emigrado y la perspectiva que esta le otorga, pero haciendo la salvedad evidente de
qué es lo que se dice y
quién lo hace; la autoridad de opinión se gana en formas un poco más complejas que el simple sellado de un pasaporte.
El último motivo que puede haber detrás de esta insensibilidad a las opiniones del exterior es el más espurio y es simplemente la protección de las "chacras" privadas de poder, protección de características paranoicas y mesocráticas por parte de muchos burócratas culturales, y que la escasez de puestos de trabajo y remuneraciones dignas ha acentuado en proporción lógica. Esto no tiene que ver con una suerte de muralla china narcisista sino con un problema mucho más estructural y profundo de caracter meramente económico.
El mundo cultural sigue abierto, de hecho cualquier propuesta de proteccionismo cultural suena tan anacrónica como la de volver a los tranvías (ojo, dije "anacrónica", no estúpida); la identidad cultural nacional y sudamericana está en un punto tan bajo que no sólo es previsible que mi sobrino conozca toda la discografía de un grupo -pero con la bendición etnocéntrica- como
My Chemical Romance, y al mismo tiempo no pueda nombrar una sola banda o solista brasileño, sino que incluso se importan rituales religiosos anglosajones como Halloween o San Valentín sin que practicamente nadie se pregunte sobre el absurdo terminal de adoptar un festejo ritual de una tradición religiosa extraña. Y eso es lo terrible, no que no se impidan determinadas degradaciones, al fin y al cabo cada uno hace de su orto una orquesta, sino que lo único que termine siendo criticado o ridiculizado sea la inquietud de preguntarse acerca de la validez de determinadas opciones. En 1985 una banda que cantara en inglés (con la excepción autorizada de
Sumo, legitimados por la extranjería de su finado cantante) sería inmediatamente considerada una avanzada cultural del imperialismo y rechazada en forma impiadosa. Hoy en día conozco músicos inteligentes que son incapaces siquiera de entender la renuncia a la individualidad propia que implica el rechazar el lenguaje que uno maneja mejor en aras de que "el inglés suena mejor". Como si algún lenguaje tuviera algún privilegio sonoro sobre los otros. Pero es totalmente imposible el explicar que esa subsumisión al sonido más familiar del inglés es simplemente el deseo de disolver la propia personalidad en la mímesis de otra a la que consideramos muy superior.
Entonces, y vuelvo al tema central una vez más, ¿por qué esa percepción, o más bien esa suposición, repetida de darle la espalda al mundo, de cerrazón cultural ante las maravillas a las que cerramos los ojos? La respuesta está en las propias metáforas de clausura, cerramiento, vuelta de espaldas y aislamiento que se utilizan: son el correlato perfecto de la teoría (neo) liberal económica y sus preceptos más repetidos, e inclusive utilizan las mismas imágenes para arribar a la misma solución definitiva: la mano invisible del mercado regulando la cultura con la misma sapiencia y equidad con la que mueve la economía y la distribución de riquezas. Yo estoy de acuerdo con esa teoría y creo que el mercado puede regular a la cultura -al fin y al cabo un bien de consumo- con la misma justicia con la que regula la economía. Difiero en la valoración de semejante solución. Miren lo que le hizo esa mano invisible a los
cojones de los españoles. Si no ven ese torniquete letal y castrador es que no los deja ver el velo de la
ideología.
Hay cientos de problemas culturales en Uruguay, algunos de ellos enunciados por el propio Mardones en el mismo reportaje que dio origen a este post, pero darle un papel central a la xenofobia cultural es como examinar a una persona con un cuchillo clavado en la frente y decir que su problema es la calvicie. Y que además el examinado fuera un hippie melenudo. Si existiera algo similar a una xenofobia cultural, entonces es la fobia más inoperante de la historia de los rechazos, porque ni siquiera pudo debilitar ligeramente el flujo de productos culturales argentinos en el momento de mayor antipatía entre ambas naciones en 50 años. El cuchillo, es decir el problema, es simplemente la pobreza terminal de las instituciones culturales uruguayas y la decadencia progresiva de una mediación inexistente y acrítica que abandonó -justamente en nombre del mercado o de la tabula rasa del posmodernismo mal entendido- cualquier intención formativa, cualquier diferenciación positiva que sugiriera que al menos un domingo por año puede ser mejor leer un libro que ir al estadio a cantar la alegría que te produce el asesinato de un hincha rival. Y eso debería haber sido una de las funciones de los gestores culturales.
Conozco profesores académicos que tras cumplir trimestres dando clases sobre la vieja cultura uruguaya en universidades del primer mundo, y viviendo todo el año gracias a lo recaudado en esos trimestres, vuelven a Montevideo para, entre otras cosas, difundir las discusiones e inquietudes que reinan en los principales centros de producción cultural. Y lo hacen con una porfía asombrosa, trabajando más de lo que trabajan en el otro hemisferio y, siendo catedráticos grado 4 o 5, ganando menos de lo que gana un basurero de ADEOM. Eso sí me parece un problema que, tarde o temprano, redundará en un desconocimiento de la alta cultura mundial. Pero no por xenofobia, sino por simple pobreza, miseria e imbecilidad. Es decir, por el mismo problema por el que tal vez en un par de décadas no quede en Uruguay nadie que sepa leer un mapa y descifrar las instrucciones de un pasaje de avión.