sábado, 18 de abril de 2009

Las estrellas lentas

Una rara noticia fue medianamente difundida la semana pasada; algunos de los habitantes del balneario y pueblo rochense de Valizas estaban juntando firmas para oponerse a una iniciativa del intendente departamental, Artigas Barrios, con respecto a su localidad. A pedido de un número, al parecer no muy importante, de vecinos de Valizas, Artigas Barrios decidió iluminar artificialmente las oscuras calles del pueblo. Una medida aparentemente modernizadora y apoyada -cuando no- en el reclamo de mayor "seguridad", en una localidad en la que las pequeñas raterías de algunos de sus desastrados visitantes durante el verano son habituales, pero en la que los delitos mayores son prácticamente desconocidos.

Pero la luz eléctrica -símbolo de progreso desde que hace 110 años Edison inventó la lamparita-, tiene algunas desventajas además del consumo enorme de energía que implica. Entre ellas está el hecho de que no es una fuente de luz que se encuentre en forma casual en la naturaleza, y la naturaleza en estado más o menos puro es una de las cosas que atrajo originalmente a muchos de los que decidieron hacer de Valizas su hogar. Localidad vecina, y en cierta forma una versión ligeramente más barata y urbanizada, de Cabo Polonio, Valizas recién tuvo electricidad en 1992, y eso ante la oposición de algunos de sus habitantes más naturistas, que sostenían que el atractivo del lugar era justamente su diferencia con cualquiera de los otras decenas de balnearios de la costa de Rocha, diferencia basada en su encanto primitivo. Tras varias reuniones se decidió que la energía eléctrica -por supuesto no obligatoria para todos los residentes- iba a traer muchas ventajas, y se decidió aceptar esta modernización, aunque con el compromiso de que esa energía eléctrica iba a permanecer dentro de las casas y no a alterar la fisionomía del paisaje valizero. Es decir, se estableció el compromiso de que no hubiera iluminación eléctrica en las calles.

¿Por qué, por atavismo primitivo, por dogmatismo naturista, por nostalgias de los luditas, por miedo...? No, los opositores a este cambio tenían un argumento más romántico y sin embargo bastante práctico y evidente: las estrellas. A algunos de los habitantes de Valizas les gusta mirar el cielo en la noche y observar en su total majestuosidad la belleza rutilante de la Vía Láctea, tal como se la puede apreciar en el hemisferio sur cuando no hay fuentes de luz artificial iluminando el entorno del observador. Es algo innegable, cualquiera que haya levantado la cabeza en el campo o en cualquier lugar sin focos callejeros sabe que hay muchas más estrellas en el firmamento de las que vemos los citadinos. Y algunos creen que ese es un espectáculo hermoso al que no tienen por qué renunciar.

(Hace unos meses en Punta Rubia, otro lugar que prácticamente carece de luz eléctrica en las calles, tomaba una cerveza en la noche, sin más música que la de las chicharras, conversando con un amigo que hace ya varios años que vive en España, y mientras me comentaba con horror el deterioro que notaba en el lenguaje castellano que se usa en Uruguay, también contemplaba con maravilla el cielo y comentaba que en el hemisferio norte el cielo nocturno es mucho más pobre y aburrido, con menos constelaciones visibles, menos joyas de luz en la oscuridad. Estuve dos veces en el hemisferio norte pero no tengo la menor idea de si es así o no. El cielo sobre Nueva York y Chicago, los enormes epicentros de claridad eléctrica que visité, es totalmente negro).

Nunca me gustó Valizas; de hecho en los aproximadamente veinte años desde que llegué a Rocha por primera vez debe ser el balneario que menos visité. Lo cual es curioso, porque naturalmente me parece un lugar bellísimo con su arroyo y sus médanos irreales; pero hay algo en el punk adolescente que fui y en el elitista que todavía soy que no tolera la estética hippie casi obligatoria en el lugar; los muchachos peludos berreando canciones de Fito Páez y Raúl Seixas alrededor del fuego, las muchachas mal depiladas tomando vino berreta en botellas plásticas de refresco, el mangueo constante llevado a modus vivendi en forma sistemática, el lenguaje pastoso y lleno de muletillas insoportables de los malucos... Ok, no es lo mío. Pero me parece tan respetable el elegir ese destino como cualquier otra opción, como mi decisión de ir a otros lugares, y es uno de los pocos centros de Rocha que no se han ido al reverendo carajo con los precios de alquiler y estadía. Por lo que no me extraña que mucha de la gente que quiero y estimo hayan hecho de Valizas su lugar de veraneo favorito. Y que les guste así como está.

¿Por qué cambiar algo que es disfrutado desde hace décadas en su estado más o menos rústico y alterar el pacto semi-naturista con sus visitantes? El motivo de la "seguridad" es muy tenue, por más paranoica que se haya vuelto alguna gente y las necesidades de urgencia -necesidades de comunicación o de salud que dependen de la electricidad están ya cubiertas. El motivo es otro y muy sencillo: por guita.

Artigas Barrios cuenta con el índice de aprobación más alto de los intendentes uruguayos; cerca del 70% de los rochenses considera que su gestión ha sido buena o más, lo cual no es de extrañarse teniendo en cuenta el agujero negro que hizo su predecesor Riet Correa, quién literalmente dejó la intendencia en quiebra. Pero más allá de que haya sido un buen administrador, Artigas Barrios tuvo un golpe de buena suerte, le tocó ser intendente de Rocha en el mismo lustro en que el gusto de buena parte de los turistas argentinos y los veraneantes uruguayos de alta capacidad económica se desplazó de Maldonado a Rocha, y las playas oceánicas del departamento pasaron a ser el punto más cool de la costa uruguaya. Esto, obviamente, significó una enorme inyección de dinero al departamento, y Artigas Barrios en combinación con el Ministerio de Turismo explotó inteligentemente el fenómeno.

Hay muchos motivos posibles de este desplazamiento de los turistas adinerados hacia el este, abandonando en cierta forma (aunque no se haya notado excesivamente por la nueva afluencia de turistas brasileños y paraguayos) Punta del Este y sus balnearios aledaños. Hay mucho de veletismo y moda, por supuesto, pero también tiene que ver con la sobre-explotación que se ha hecho del aún balneario estrella de Uruguay. Soy semi-fernandino, y tengo una relación emotiva con Maldonado que obviamente no tengo con Rocha (y de alguna forma he heredado algo de la histórica animosidad entre ambos territorios), pero ya desde hace muchos años dejé de sentirme en casa en la comunidad en la que pasé buena parte de mi infancia, y de encontrar alguna clase de diversión en la estética miamizada y menemizada de un Punta del Este que ya no tiene nada que ver con el que yo recorría en bicicleta y en el que iba a pescar con mi abuelo. La última vez que fui, al concierto de Bob Dylan en el repulsivo Hotel Conrad, encontré a Punta del Este -que no visitaba desde hacía más de seis años- convertida en una metrópolis costera pintada de dorado, terraja, ruidosa y mal vestida.

Pero no soy sólo yo el que la siente así e incluso muchos de los que la prefieren como ciudad super lujosa, moderna y exclusivista, comenzaron a cansarse de los precios insultantes y del desprecio comunal hacia lo que consideraban privilegios ya adquiridos. La avidez monetaria de las intendencias de Enrique Antía primero y de Oscar de los Santos después se pareció mucho al razonamiento del dueño de la gallina de los huevos de oro (en cierta forma el razonamiento base de la mentalidad empresarial-capitalista actual), y a cambio de beneficios comunitarios o personales inmediatos permitieron modificaciones abruptas en la fisionomía del balneario que desagradaron a muchos de sus visitantes tradicionales. Los permisos de construcciones excepcionales (un disparate jurídico, ya que ¿de que mierda puede servir el establecer exclusiones o prohibiciones edilicias si se pueden ignorar otorgando excepciones?) y la proliferación de proyectos explotativos en puntos como La Barra, Manantiales o José Ignacio han ido cansando a la gente que había elegido esos puntos justamente por su aislamiento y exclusividad. Y mucha de esa gente ha comenzado a emigrar a Rocha. La persistente protavoz de la comunidad cajetilla Mecha Gattás decía en un reportaje reciente que La Pedrera es como Punta del Este en los años 60, y mucha de esa gente quiere ir a la Punta del Este de los años 60. El problema es que lo que hay allá no es Punta del Este de los años 60 sino La Pedrera, que es otra cosa. Pero Artigas Barrios, el intendente maravilla, está en campaña de solucionar ese pequeño inconveniente.

Hay que ser muy ingenuo para no entender qué es lo que hay detrás de la modernización eléctrica de Valizas. Es lo mismo que en menos de diez años transformó al pueblo de pescadores de Punta del Diablo en una especie de favela turística, lo mismo que permitió edificar a un millonario argentino una serie de bungalows en la mitad de la Playa del Barco en La Pedrera, arruinándola para siempre (al menos para los que no tengan a Miami como el modelo estético universal), lo mismo que hizo prohibir el acampar en forma gratuita en todo el departamento y lo mismo que hace babearse al Pepe Mujica cuando sueña con convertir todas las playas desiertas de Rocha en villas hiper-privadas para que "los platudos vengan a lagartear", para que el turismo, la segunda industria de Uruguay en cuanto a ganancias, se convierta en la primera. Valizas es un lugar naturalmente hermoso y -a diferencia de Cabo Polonio, dónde hay un consenso (aunque frecuentemente amenazado) de preservarlo como reserva natural- susceptible de ser convertido en un gran centro de turismo del que sirve, del que deja dinero, no de hippies mugrientos.

Pero para eso se necesita una infraestructura de comodidades mínima, entre las que se encuentra la iluminación eléctrica de las calles: uno no va a atraer a empresarios cincuentones a invertir en un sitio donde los hippies deambulan en la penumbra de sus calles sin electricidad. No, hay que limpiar, mejorar, pulir y, si se puede, echar. ¿Pero que pasa con los que ya estaban ahí, los que prefieren ver el cielo estrellado aunque tengan que caminar con linternas por la calle? Bueno, es un interés sacrificable en relación a los posibles beneficios materiales. Porque todo es sacrificable en relación a los beneficios materiales, sobre todo cuando son para colectivos que luego misteriosamente terminan siendo mucho más pequeños que los damnificados.

Un editorial del verano del 2007, un año antes de la explosión definitiva del turismo en Rocha, del periódico abanderado de la izquierda oficial, La República, -editorial no firmado aunque carente del estilo inefable de su director Federico Fasano- identificaba el gran problema de este departamento y su fauna veraniega en términos muy concretos. Para el editorialista anónimo parte del subdesarrollo (subexplotación) de Rocha era culpa de que "en el departamento esteño se ha instalado una visión de supuesta protección de la naturaleza, que en los hechos para lo único que ha servido es para empeorar algunos aspectos negativos". Una afirmación bastante complicada, sobre todo cuando no se apoya en nada más que frases como la siguiente: "El ministro de Industrias y Energía, Jorge Lepra, en una reciente entrevista ponía como ejemplo a Cabo Polonio, de cómo Uruguay en algunos aspectos sigue viviendo y defendiendo el pasado. En ese caso a una supuesta ecología de dunas móviles "únicas en el mundo", como dicen algunos, afirmación más que falsa, pues las mismas existen y existieron (hasta en Malvín), en cualquier zona desértica)".

Pero no era este el centro del problema para el anónimo editorialista de izquierda, sino más bien el siguiente: "A los demás balnearios nombrados (Punta del Diablo, Valizas) llega el turismo de "baja calidad", no se tome esto como una afirmación despectiva, sino la descripción de una modalidad de vida que fue fomentada por años como perfil para ciertos niveles de nuestra juventud, se ve atraída por ese tipo de oferta turística. Un tipo de cliente que, evidentemente, no es atractivo para promover inversiones en hoteles, restaurantes de buen nivel, en lugar de "carritos" de chorizos y quioscos con empanadas amasadas en el lugar". Ni Pancho Dotto lo hubiera dicho mejor; ¿cómo se les va a ocurrir a los jóvenes sin guita querer ir a playas vírgenes, querer dormir en una carpa y comer empanadas caseras? La playa para el que pueda pagarla, privatizarla y arruinarla, no para mugrientos que no saben lo bueno que es tener un diario de izquierda y vivir en una mansión de 2 millones de dólares a la orilla de un lago. La playa para los jubilados japoneses, no para los estudiantes de psicología, los surfistas o los músicos ambulantes. La playa para los amigos de Fasano y para los jerarcas ministeriales que pautan frecuentemente en el multimedios plural. Esa es la visión de esta izquierda que nos gobierna y de sus portavoces.

Pero hasta los defensores del turismo progresivo y de alto perfil tienen sus contradicciones, como demuestra el caso del balneario de mayor desarrollo comercial en la Rocha de los últimos años, La Paloma, a la que se piensa arruinar casi con seguridad mediante la construcción de un hiper-contaminante puerto de aguas profundas. Y allí se da un caso bastante notable de la poca o nula solidaridad que existe en algunas comunidades: aunque casi todos los habitantes permanentes de La Paloma están en contra de la instalación del puerto, la mayoría de los rochenses están a favor de que se haga, ya que cuentan con que les toque algún beneficio residual del movimiento comercial que este puerto produciría. Y además ellos no viven allí.

Por otra parte no sería la primera vez que se revienta ecológicamente un balneario entero en Rocha; en los años 70 fue La Coronilla -por aquel entonces el balneario con más futuro del departamento- al que la construcción del Canal Andreoni convirtió en un cementerio de animales en descomposicón y productos químicos de los arrozales. Claro que en aquel caso se tenía la excusa de que fue algo implementado por una dictadura, y ahora los desastres son aprobados democráticamente. Por los mismos vecinos que lloran frente a las cámaras de Canal 4 porque sus barrios de la capital rochense se inundaron en forma inédita en la historia de la ciudad, reclamando ayuda estatal sin entender el hilo directo que hay entre las alteraciones ecológicas de su entorno y los cambios que estos conllevan. Ni la responsabilidad que le puede corresponder a una comunidad que está aceptando pasivamente la mayoría de esos cambios basados en la esperanza de ser beneficiarios económicos de los mismos. Pero hay gente que, como prueban las frecuentes burlas del caso de Valizas y su lucha por un cielo estrellado, está tan acostumbrada a agacharse que ya no puede mirar para arriba.

Uno que descubrió La Paloma este año, y al parecer le gustó aunque paradójicamente defiende la instalación del puerto de aguas profundas, fue el periodista multimediático Gerardo Sotelo, y habiendo pasado sus vacaciones allí, decidió dedicarle una columna en Montevideo.comm. En ella Sotelo, cuyo tiempo es al parecer extraordinariamente valioso, generaliza su impresión subjetiva sobre la vida en el balneario y la convierte en una metáfora de las opciones, no ya de los rochenses sino de todos los uruguayos, y los caminos excluyentes que están planteados al parecer con suma urgencia. Escribe sobre La Paloma y Rocha: "sus habitantes parecen sordamente divididos entre quienes se preparan para el futuro y quienes prefieren mantener el pintoresquismo y la pachorra aún a costa de pasarla mal".

¿Qué le inspira una reflexión tan crucial? Muchas cosas, entre ellas -mencionada al pasar- la demora en la construcción del puente sobre la Laguna Garzón, que conectaría en forma más directa a Punta del Este con los balnearios rochenses, una construcción que se sabe atravesaría y alteraría en forma dramática una de las mayores reservas naturales de Uruguay, y que fue aprobada por la Dinama sólo luego de que se bajaran considerablemente los requisitos ambientales para una obra así. Pero sobre todo lo que inspira a Sotelo, aunque no lo dice en la nota -pero lo señaló con furia en una de las emisiones que conduce del informativo de Radio Sarandí- es la demora, la lentitud, en la atención que sufrió en uno de los restaurantes de La Paloma. Una cosa terrible al parecer.

La lentitud rochense es algo que realmente asombra las primeras veces que un montevideano -es decir, no precisamente alguien que venga de una comunidad caracterizada por su celeridad- tiene contacto con la misma, y que puede irritarlo sobremanera, sobre todo si no se entiende que no es algo personal en su contra. ¿De dónde viene esa lentitud tan distintiva? Creo que debe ser algo fundamentalmente tradicional, pero que tiene su férrea lógica; las localidades veraniegas de Rocha son comunidades pequeñas en las que durante nueve o diez meses al año no hay ninguna necesidad de apurarse porque no hay nadie esperando atrás. Un tiempo social de metabolismo lento, en el que el día alcanza para hacer todo lo que hay que hacer. ¿Por qué Sotelo piensa que es tan sencillo cambiar eso y switchear a una velocidad que para ellos es anti-natural solo para complacerlo? Al fin y al cabo él es un turista de vacaciones, tiene tiempo libre y no tiene que trabajar como la pobre moza a la que quiere apurar. Y además hace calor, hinchahuevos. Relajate un poco.

He comprobado que la lentitud de balneario no es exclusiva de Rocha; en lugares mucho más turísticos y populares que La Paloma como en Bahía he visto a los locales moverse a una velocidad que, por comparación, hace parecer a los rochenses guepardos anfetaminizados. Es en mi opinión un tiempo, un ritmo, filosófico, que tiene que ver con el mismo concepto de las vacaciones. Entiendo que una demora muy al pedo pueda ser molesta, pero yo, de vacaciones, no tengo ninguna necesidad ni deseo de que me atienda un histérico que me haga sentir que yo también tengo que apurarme para que mi lugar quede libre nuevamente. Hay algo de bellísima rebeldía en esa lentitud, algo de la hoy en día muy olvidada dignidad de saber que estar sirviendo a alguien no implica necesariamente ser su sirviente, ni ser un subalterno.

Pero para Sotelo el turista es un dios celoso y todopoderoso, así que esto le parece ofensivo y, alegrándose que ya hay habitantes de La Paloma modernizados, se queja de que "la mayoría funciona al revés, es decir, pretendiendo que el turista se adapte a los peculiares horarios laborales y de descanso de los lugareños". Qué locos los de La Paloma, pretenden que los visitantes se adapten a las costumbres de la localidad y no lo contrario. Supongo que con esa lógica, si el día de mañana llega una excursión de árabes sauditas a La Paloma, las mujeres locales deberán cubrirse de la cabeza a los pies a la hora de ir a la playa y habrá que subir un muecín a la torre de la OSE.

No puedo encontrar palabras educadas para definir esa clase de pensamiento (el "cipayo" jauretchiano me parece un poco suave), pero por desgracia no es único de Sotelo sino que es una mentalidad que cada vez se extiende más y que, supongo, debe tener su origen en los países que viven del turismo sexual, porque fuera de los mismos no se puede entender una concepción tan degradada de identidad comunitaria a cambio de dinero. Pero no es sólo problema de los propagandistas, también es problema de los clientes.

Porque además es hora de desmitificar y dejar de respetar religiosamente a una clase de larvas excedentarias a las que de tanto mimar han empezado a confundir hospitalidad con derecho al privilegio, alquiler con compra y amabilidad con sumisión. Es decir; los turistas.

Dicen que un viajero es alguien que no sabe a dónde está yendo y un turista es alguien que no sabe dónde está. Bueno, alguien que no sabe dónde está es aún más peligroso para el sitio en el que se encuentra que para sí mismo, porque no sabe lo que pisa, no sabe el valor que la comunidad local le atribuye a lo que le permite observar pero no modificar. Debería existir una suerte de código universal de conducta referido al turismo, y que permitiera el fusilamiento sumario de quienes lo infrigieran. El turismo es sin dudas una fuente de transferencia de recursos excedentarios de las sociedades ricas a las pobres (o de las ricas a las ricas, nunca de las pobres a las ricas porque eso se hace por otros caminos), pero el aumento de la población mundial y la extensión del turismo como costumbre vacacional globalizada ha generado un número de turistas que afecta en forma decisiva las comunidades que estos visitan, y el efecto es casi invariablemente de degradación y desintegración social.

De la misma forma en que no hay monumento de la antiguedad que soporte el paso de miles y miles de visitantes diarios -muchos de los cuales deseosos de llevarse consigo una piedrita de un lugar tan pintoresco-, no hay muchas comunidades que soporten el quebrantamiento constante de sus costumbres ni la oferta casi continua de soborno por hacerlo. Porque para el turista por lo general es más importante la evidencia física de su viaje -ya sea un pedruzco de Machu Picchu o una historia sexual exótica-, que cualquier experiencia cultural recibida. Y sobre todo es importante como experiencia de estatus: el empleado de último rango que vive en un apartamento de 30 m2 en Shinjiku pasa como por arte de magia a reposar en un bungalow de 100 m2 en Cartagena, con un montón de personas jóvenes que no hacen más que sonreir y ofrecer el complacerlo. Es comprensible que le sea atractivo, pero por supuesto es una ilusión y una ilusión dañina tanto para él como para la comunidad que se desintegra para integrarlo fugazmente.

Otro de los factores intrínsecamente destructivos del turismo organizado para la clase media es eso que Sotelo añoraba en La Paloma, la velocidad. Los paquetes turísticos basan buena parte de su atractivo en la variedad acumulativa de la oferta, por lo que los tours dependen mucho de la cantidad de actividades que puedan amontonar en una o dos semanas, lo cual en términos estrictamente vacacionales es, por supuesto, una mierda en la que nadie puede relajarse y descansar, pero ideal a la hora de sacar fotos o sumar anécdotas. Es decir a la hora de contar y no vivir. Pero la experiencias de estatus dependen más de lo cuantíficable que de lo vivido, se sabe, y el turismo es más que nada algo que se hace ante los demás, no que se vive.

Hace diez años Tom Wolfe, ya senil o definitivamente imbécil, sostenía que ese tiempo era el mejor de la historia de la humanidad, ya que por primera vez un obrero de Detroit podía visitar Japón. Wolfe obviaba el que la capacidad de visitar Japón no entrañaba, tal vez menos que nunca en una sociedad en la que prima la experiencia del status por sobre la del conocimiento, la capacidad de entender Japón, y que ese mismo obrero que ahora era capaz de visitar Japón no era, a diferencia de su abuelo -o incluso de su padre-, capaz de comprar su propia casa en Detroit. Es decir: era y es la época de las experiencias de pertenencia virtuales, de simulación de conocimiento, simulación de estatus y simulación de posesión, mientras que, para variar, los auténticos propietarios eran cada vez menos y cada vez más reales, aunque menos visibles.

Lo que quedaba era lo que Johnny Rotten había definido como "Cheap holidays on other's people's misery". Miserables que miran con conmiseración a miserables, sirvientes servidos, la experiencia magnificada y falsa del hogar trasplantado al extranjero. Algo que no tiene nada que ver con el viaje, una experiencia necesaria, casi obligatoria, para los espíritus inquietos. El viaje, sea físico o meramente psíquico, es una experiencia iniciática cuyo núcleo es, siempre, la despersonalización. Al contrario del turismo, que es una experiencia de reafirmación virtual del propio ego mediante una pseudo-confrontación con la otredad, el viaje es el auténtico contacto con esa otredad y el auténtico intercambio con el mismo. Un intercambio que sólo es posible bajando las barreras del ego personal y el ego cultural colectivo, que solo es posible mediante toda la desaparición del yo que sea posible para dejar lugar a lo que pueda ingresar o lo que queremos que ingrese. La experiencia que nos demuestre que no somos tan importantes, uno de los primeros pasos para adquirir alguna clase real de importancia humana.

Hoy en día, con el auge mundial del turismo ya calificado como industria y extendido como forma de relación de exclusiones mutuas, el viaje es cada vez más raro. Entre otras cosas porque es imposible viajar donde van los turistas; el turista modifica el entorno en forma dramática y hace todo lo posible para que el mismo se le asemeje para su comodidad. Es decir, elimina la otredad, pero sin intercambio mutuo, simplemente mediante la sumisión supresiva del local, que es reducido a un color, a un collar de flores con acento extravagante. El turista es, por supuesto, un conquistador, no un huesped, pero que en lugar de ejércitos trae tarjetas de crédito. El viajero, viaje con el dinero que viaje, esencialmente viaja desnudo, pero ¿qué tipo de viaje se puede hacer en lugares como Punta del Este, Mar del Plata o Acapulco? Ninguno, evidentemente, a menos que se tenga una bolsa de peyote o algo así. Y aún así, yo jamás recomendaría el colocarse en serio en un ámbito con tan mal karma y tantos estímulos nocivos.

Hace poco más de un siglo un viajero podía encontrarse con las Islas Galápagos y que su espíritu se alborotara lo bastante como para encontrar un instrumento con el que batallar contra la teoría misma de la Creación. Hoy en día esas islas están amenazadas por los turistas amantes de la ecología, que al generar una gran y rica industria turística alrededor, la convirtieron en la zona de mejor nivel de vida de Ecuador, lo que produjo una migración de oferentes de servicios superior al que el ecosistema de la misma puede soportar. Es decir que los amantes de las iguanas, las tortugas gigantes y la naturaleza intacta han alterado con su propia presencia el equilibrio intacto de las islas, que hoy en día encuentran a su fantástica fauna en peligro. Pero andá a discutir contra el derecho inalienable de esos turistas a visitar las islas y de los locales a hacer dinero con ellos. Hasta ahora casi ningún ecosistema le ha ganado un mísero round a una bolsa de dinero, y en las contadas ocasiones que ha sido así, sus triunfos han sido más que nada aplazamientos temporales, treguas eventuales hasta la próxima ofensiva.

(No es sólo un problema de las sociedades pobres, aunque en las mismas se note más el efecto corruptor, sino que también le sucede a los ricos. Una persona que conozco volvió a Europa luego de 20 años, y me comentaba tristemente que al revisitar los museos y lugares de Paris que la habían fascinado en aquel entonces, le había resultado imposible reeditar esa experiencia a causa del número de gente presente. Me decía que en un primer momento pensó que habría caído en un mal día, pero luego confirmó que era lo mismo en cada plaza, en cada exposición, en cada paseo. Me decía que el placer de la pura experiencia plástica de estar frente a un cuadro de Vermeer o de Caravaggio, y poder interiorizarse de él mediante ese ejercicio casi olvidado que es el de la contemplación, era hoy en día imposible ante las hordas de personas llenas de cámaras de fotos a las que no les importaba estar ahí ni ver a Vermeer, sino simplemente documentar su presencia en el lugar. Esto me lo contaba una uruguaya de 60 años, pero yo pensaba en los pobres franceses, en los que sienten que los corren a codazos hacia las filas atrás del espectáculo que sus padres, abuelos y bisabuelos construyeron, y que cuando se les ocurre protestar ante el acomodador, el mismo está contando billetes de todas las nacionalidades, y los mira, y se encoge de hombros. Ellos también están perdiendo algo que, a pesar de la artificialidad esencial del arte y su exhibiciones, también era un territorio natural.)

Yo tuve la oportunidad y la experiencia de haber vivido la Rocha más agreste, desolada, primitiva y hasta hostil. Nadie me obligó a hacerlo, podría haber elegido quedarme en la Costa de Oro o volver a Maldonado, pero era una vivencia que quería tener y que fue esencial en mi formación vital. Hasta el día de hoy solemos contar con nuestros amigos anécdotas veraniegas -o de fuera de temporada- de viajes tenebrosos atravesados por tormentas salvajes a la intemperie, de historias que parecen propias de naúfragos o de bárbaros, y de maravillas aventureras en las descubrí que la naturaleza habla y dice cosas esenciales, pero que sólo lo hace dónde los humanos nos callamos y nos quedamos quietos.

Hoy me descubro más prejuicioso y aburguesado, y cuando luego de un año de trabajo intenso llegan mis vacaciones no tengo ganas de estar cargando agua de la cachimba ni de tener que calentar agua en un fogón para lavar los platos, así que prefiero evitar los sitios menos civilizados de Rocha y optar por lugares intermedios, dónde tenga agua corriente y luz en el rancho, pero que al mismo tiempo pueda deambular por caminos de tierra sin cruzarme con nadie y pueda ver las estrellas.

Tal vez a medida que vayan pasando los años yo tenga cada vez más necesidades de comodidad y consumo, y requiera buenos restaurantes (es decir, caros), y servicios de delivery, y casinos y centros comerciales aclimatando mis vacaciones. Tal vez me vuelva un viejo tan forro que me haya muerto en vida mucho antes de ir para el cajón, tal vez use una camisa hawaina y juegue a la paleta en la orilla del mar, yo qué sé. Si es así espero tener la dignidad mínima de ser yo el que me desplace hacia alguno de los numerosísimos balnearios que ya ofrecen todas esas porquerías, y no tener la arrogancia inaudita de pretender transformar para mayor comodidad de mis debilidades el entorno en el que caí como una bolsa de cáncer podrido.

Sobre todo me gustaría que mis sobrinos, o mis posibles hijos, tengan la oportunidad de ir a los lugares que fui, de caminar por los caminos que caminé -y que sin embargo aún parezca que nunca fueron transitados- y que escuchen lo que la naturaleza me dijo en el lenguaje que ningún hombre puede reproducir. Y que puedan elegir, cada uno de ellos, una estrella distinta a la que bautizar con algún nombre ridículo y mágico. Eso es algo que no quiero que Artigas Barrios, Sotelo, Pancho Dotto, Mujica o los amigos de Fasano le roben a mi familia, ni a la tuya. Eso es algo que no tiene ni puede tener precio.

Me sigue gustando mucho Milan Kundera, un escritor hoy en día totalmente fuera de moda, quién en cierta forma fue uno de los mayores escritores testimoniales de los abusos y espantos del socialismo real y a quién sólo se ha recordado recientemente en relación a un dudoso y poco creíble incidente de su juventud en el que habría denunciado a un disidente. Es lógico que en las sociedades modeladas bajo el punto de vista de Intrusos eso sea más notorio y digno de revisar que sus novelas, pero yo me sigo maravillando con la claridad de expresión del checo y su renunencia a ser encasillado ideológicamente en categorías dogmáticas. Kundera hizo un elogio, que parece hecho a la medida de un rochense, de la lentitud en su novela llamada, justamente, La lentitud, en la que proponía esta cualidad como una virtud en contraposición al vértigo de la velocidad y el vértigo que el capitalismo consumista propone como factores dinámicos positivos. En esa novela, Kundera recordaba la diferencia entre contemplar algo y simplemente verlo, explicando cristalinamente que lo primero es absolutamente imposible si uno no aminora la marcha y se detiene. Pero no es esta novela la que me parece que viene a cuento en este post sino su última obra hasta el momento, La ignorancia (2000), en la que narra la visión de su Praga natal a través de los ojos de una exiliada que regresa a su ciudad luego de veinte años en París.

Irene (el personaje por el que habla Kundera), una férrea opositora del régimen comunista checo que fue el que la obligó a emigrar, se encuentra a su regreso con una ciudad bastardeada por la publicidad intrusiva en sus centros históricos más representativos, y con una ciudad de rodillas ante los requerimientos del turismo globalizado que en algún momento se enteró que Praga era una de las ciudades más hermosas de Europa, y la introdujo como destino ineludible de sus tours. Lo interesante de este triste descubrimiento del personaje de Kundera es que no es narrado desde una óptica nostálgica de alguien incapaz de interiorizar los cambios de su paisaje afectivo, sino reconociendo con furia y lucidez los elementos de pura opresión, de pura dictadura monetaria que tienen esos cambios. Y del abuso y la pérdida que entrañan.

Una de las campañas publicitarias recientes del Ministerio de Turismo, alentaba la hospitalidad de los uruguayos con frases como "un español, ¡un amigo!, un brasileño, ¡un amigo!, un argentino... ¡un hermano!", buscando amortiguar los posibles resentimientos xenófobos que se alentaron -incluso por parte del gobierno al que pertenece el Ministerio de Turismo- a partir del conflicto ocasionado por Botnia. No voy a ser yo, que viajo con pasaporte italiano y suelo definirme como "argentino del este", el que aliente la hostilidad nacionalista contra los visitantes. Pero la gente de visita en mi casa no clava sus cuadros en mis paredes ni las pinta con el color que les agrada más. Y eso corre para mí también, porque si algo nos atrajo por algún motivo, lo lógico es intentar no alterar esa identidad que nos atrajo en primer lugar, y no hacer el ejercicio megalómano de transformarlo a nuesto gusto e imagen. El camino por el que se está yendo en estos asuntos es completamente equivocado y hay que comenzar a desandarlo o, como mínimo, recordar que se puede desandar y que no es una maldición histórica.

Mientras tanto para mí, para los oscurantistas de Valizas, para los que no piensan como Sotelo y no admiran a Artigas Barrios, para los que saben que el tiempo corre a velocidades distintas en distintos lugares, para los visitantes (otra palabra que no se lleva bien con el concepto de turista, que es algo más parecido al cliente de un prostíbulo) y los viajeros -y los ocasionales inmigrantes- serán siempre bienvenidos y lo que intercambiemos con ellos será provechoso y enriquecedor; los turistas pueden quedarse en sus putas disneylandias y sus asquerosas Las Vegas, y si alguno se le ocurre que puede comprar mi conducta y mi entorno, o sentirse propietario exclusivo de un espacio del mar o del cielo, no va a ser ni mi "amigo" ni mi "hermano", sino el destinatario de todo el rechazo que pueda expresar verbal o físicamente.

Pero seguramente todo el aparato, ideológico y fáctico, estatal seguirá operando en función de complacer a esos turistas que viajan con su mundo portátil a cuestas debajo de la billetera. Y este ejercicio de destrucción, prostitución y servilismo seguirá siendo promocionado por los viejos modernos que no pueden valorar nada que no tenga precio como ejemplo y regla dorada del progreso. Y el mundo se va a morir aullando, aunque por desgracia después que esos viejos de mierda. Si todos los habitantes de Rocha deciden cambiar, apurarse para que Sotelo y los japoneses no se enojen y humillarse con el culo para arriba a cambio de poder comprar un plasma o una moto extra, bueno, están en su derecho. Y yo en el mío de recordarles cómo se le dice a la gente así, y en el tono en el que hay que escupirles las palabras. Igual no se van a dar cuenta, porque cuando no hay ni honor ni identidad, la gente no percibe que está siendo insultada.

Mientras tanto es como siempre: debajo de los adoquines, la playa. Detrás de los focos, la luz de las estrellas.

jueves, 9 de abril de 2009

La levedad insoportable

A medida de que este gobierno se acerca a su fin, lo mismo que el romance original con el mismo, más me asombro de lo hipócritamente conservador que ha sido su carácter. No tengo nada en contra del término conservador; como ecologista extremo soy un conservador extremo, ya que no hay nada más estrictamente conservador que la ecología, y no es el único tema en que me podría definir así. Si me tiran de la lengua en términos de criminalidad -entendiendo el crimen como lo que efectivamente daña a terceros contra su voluntad o su capacidad de discernimiento- posiblemente algunas almas sensibles y progresistas se pongan rojas de asombro y no entren más a este blog. Y no son los únicos aspectos, claro está.

Pero el gobierno del FA ha sido puritana, complaciente e hipócritamente conservador, dirigido por un hombre -Tabaré Vázquez- que estrictamente es un empresario millonario que no tiene absolutamente nada de izquierda más allá de haber nacido en un barrio obrero; y su masa electoral, la que bregó durante cuatro décadas sufridas para llegar al poder o la que es continuadora cultural o incluso filial de esta, valoró y valora tanto el triunfo -entendido (en el caso de las mejores voluntades, aunque haya de las otras- como una oportunidad y capacidad de hacer cosas y modificar la realidad, que ha soportado estoicamente el que esencialmente no se haya cambiado nada, y que de los cambios que se hicieron haya un buen número realizados en dirección exactamente opuesta a la libertad.

En estos días se debate una nueva disposición del MSP que arremete una vez más contra las tabacaleras por haber cometido un tremendo crimen: usar la semiología más básica, y a la vez la más abstracta -la cromática-, para que sus clientes voluntarios los entiendan. Me explico; dentro de las mil y una disposiciones contra el cigarrillo instrumentadas por Tabaré Vázquez, algunas de ellas sensatas pero utilizadas como excusa para aprobar otras arbitrariamente represivas, se encontró la de prohibir el uso de la palabra light en cualquier marca de cigarrillo, por considerar que se engañaba al consumidor. La teoría es la siguiente: los fumadores adultos (la venta de cigarrillos está correctamente prohibida a los menores) son retrasados mentales y a pesar de la abundante propaganda que informa sobre los daños del cigarrillo, estos van a pensar que si son light son inocuos y van a fumar el triple. La palabra light significa, como todo el mundo sabe, "liviano" o "leve" (además de "luz", pero esa es una polisemia que no viene al caso y no me sirve de un carajo en esta argumentación), y cualquier fumador sabe por qué hay cigarrillos así denominados: porque son más suaves, porque su gusto es menos intenso, porque irritan menos los conductos por los que pasa el humo e, indudablemente, porque tienen una carga menor de nicotina. Traten de darle un cigarrillo light a un auténtico tabacómano y el efecto apaciguador o estimulante de la nicotina -tal vez la única sustancia que puede dependiendo de las necesidades psíquicas es estimulante y sedante al mismo tiempo- le va a ser casi imperceptible e inatisfactorio, por lo que, además de la diferencia de gusto, es evidente que los cigarrillos light son menos adictivos.

"¡Todo engaño! ¡todo falso!" bramó igual el gobierno, que como todos sabemos jamás engañó a nadie en sus propagandas y sus presentaciones publicitarias -y cuyos candidatos, como todos sabemos, no están haciendo propaganda ilegal en estos momentos-, y las compañías tabacaleras, que ya tienen la prohibición más bien insólita de hacer publicidad de cualquier tipo, tuvieron que eliminar el concepto light de sus cajillas. Pero resulta que estos pérfidos mercaderes del cáncer inventaron una triquiñuela que motivó las iras del buen doctor: comenzaron a vender sus antiguos cigarrillos light diferenciándolos del producto standard mediante el color de las cajillas. Qué hijos de puta, qué atrevidos. Usar colores.

(Breve paréntesis: una de las mentirosas y exageradas publicidades gráficas que ocupan tres cuartos de las cajillas de cigarrillos es un ejemplo notable de efecto boomerang. Se trata de una foto -suponemos tratada porque no queremos imaginar a los publicitarios estatales dejando fumar a un menor- de un bebé algo ojeroso fumando bajo la pregunta "¿Se parece a vos?". No, no se parece a mí porque yo soy un pussy que por cuidar mi salud dejó de fumar hace casi diez años, obteniendo un sobrepeso inmediato que posiblemente sea para mi salud más peligroso que el cigarrillo. Me gustaría parecerme a ese bebé porque me acuerdo lo bien que me quedaba el cigarrillo en la boca, pero no me parezco, no soy tan varonil. Ese bebé que fuma por la comisura del labio se parece a Humphrey Bogart en The Big Sleep. Le chupa todo un huevo, "vos dale al chupete", parece decir, "que yo estoy bien así hasta la hora de la teta. De mi madre y de la tuya, maraca...". Es el bebé más carismático de los últimos años, es parecido al bebé fuma-puros de Roger Rabbit. Estoy seguro que en la nursery ese bebé lo surte a trompadas a cualquier nieto de Tabaré Vázquez y le llena la cara de dedos a cualquier hijo de Chris Namús. Realmente los felicito a los diseñadores de esa campaña, volvieron a alegrar las cajas de cigarrillos. Go Baby Humphrey, go).

Es así que ahora el MSP va en busca de prohibir el uso diferencial de colores en las cajas de cigarrillos, obligando a que unificar todos los productos de una sola marca, por lo que, además de todos los costos extra que le implica a las tabacaleras y que seguramente trasladarán a los fumadores, los antiguos fumadores de Nevada o Coronado light van a tener que conseguirse un mapa para saber cómo carajo se llaman los cigarrillos que ellos quieren fumar, porque además al estar prohibida la publicidad de cigarrillos, las compañías no van a poder informárselos. No tengo ganas de defender a las tabacaleras, empresas malignas que durante décadas hicieron lo imposible para ocultar o relativizar el daño que el cigarrillo hace a sus usuarios, pero sí el derecho inalienable de no ser insultados en su derecho de autodeterminar lo que quieran hacer con su salud y el resguardo de las libertades esenciales. Como las de usar palabras y colores.

Lincoln Maiztegui, un férreo defensor del derecho a fumar y la no-estigmatización del fumador, comparaba la campaña anti-terminológica del MSP con la prohibición pachequista de nombrar a los tupamaros a principios de la década del 70. Un ejercicio de opresión linguística que obligaba a los diarios a denominar a los guerrilleros como "subversivos" o "terroristas", y que algunos driblearon con elegancia llamándolos "innombrables". Una forma de control comunicacional que además de represivo e ignorante de lo contextual es terriblemente histérico, ya que supone que lo que no se nombra no existe. Esta guarangada es en definitiva una muestra de supresión de información, justificada paternalistamente en nuestro propio bien. "¡Pero qué tendrá que ver y cómo vas a nombrar al facho de Maiztegui!", me pueden decir, "¡los cigarrillos no lo dicen y matan gente!". Bueno, los tupamaros también mataban gente, y tampoco suelen decirlo.

Me parece ocioso seguir dando vueltas sobre esto, que es evidentemente un ejercicio de histeria publicitaria basada, más que en la salud de los uruguayos, en la explotación publicitaria de su defensa y del miedo al cáncer imbatible. El cáncer es una enfermedad terrible -con más de la mitad de mis antecesores inmediatos y hasta mi perro muertos por la misma alguna idea tengo- pero no para todo el mundo es algo exclusivamente negativo. Por de pronto el cáncer hizo presidente a Tabaré Vázquez, hombre que ha basado su popularidad e imagen de bonhomía en su condición de oncólogo. Por de pronto el no haber abandonado esta profesión a pesar de tener que encargarse del detalle de gobernar un país le permitió aumentar su patrimonio -el personal, porque no se han hecho cuentas del de sus familiares empresarios de la medicina- en un 180% en estos años de presidencia. El cáncer garpa.

Pero hay cánceres y cánceres, porque el mismo MSP que se comporta como un cigarrillo pudiera matar a un supuesto fumador pasivo en un ambiente abierto como si fuera un camión a 180 kmph, es el que impidió la importación por parte de un hospital privado de un equipo de detección pronta de cáncer (PET) al Hospital Americano porque consideró que era competencia deshonesta con la salud pública, que está esperando a que se termine el Centro Uruguayo de Imagenología Molecular (Cudim) para poner a Henry Engler, el tupamaro científico, al frente del mismo. Tampoco serían cánceres tan cánceres los de los enfermos oncológicos del hospital de Rivera, dónde todas las operaciones están siendo postergadas una y otra vez porque el MSP no pudo instrumentar un número adecuado de anestesistas para realizarlas (por el simple motivo de que no los hay, ya que este y todos los demás gobiernos cedieron siempre a la presión corporativa de mantener la formación de anestesistas -una especialidad particularmente redituable- en números bajos y evitar el exceso de competencia). Y en planos menos cuantificables serían tan jodidos los posibles cánceres producidos por la ingestión de carne roja en exceso, que el estado promueve de todas las formas posibles, o los cánceres producidos por la contaminación de los cursos de agua capitalinos (en realidad serían cánceres mucho más benignos los producidos por cualquiera de las decisiones ambientales de este gobierno que, definitivamente, ha demostrado que la ecología no es una de sus prioridades). O los que producen la utilización del uso casi sin vigilancia de agrotóxicos. O los que podrían producir la utilización de energía atómica, sueño húmedo de los dirigentes que quieren soluciones rápidas para el déficit energético.

Pero en fin, prohibamos colores y palabras, que es más fácil, se nota más y los afectados lo van a aguantar, ya que si bien la costumbre de fumar es cada vez más perseguida, la de fumarse decisiones autoritarias está en pleno ascenso. No veo por qué habría que asombrarse: cuando líderes como Obama o Zapatero -en cierta forma emblemas de cambio progresista en sus países conservadores- asumieron el poder, lo primero que hicieron fue estructurar una serie de medidas libertarias a favor del derecho del aborto, la investigación científica y la igualdad de géneros, en el entendido de que -más allá de sus objetivos y posibilidades últimos- era necesario no sólo decir -como reclamaba Nanni Moretti en Aprile- algo "de izquierda", sino además hacerlo para que la gente que los llevó al poder sintieran un poco de aire fresco simbólico en sus pulmones. La primer acción simbólica notoria de Vázquez fue emplazar un monumento al criminal Karol Wojtyla en un sitio de privilegio de Montevideo la laica. Si los uruguayos se fumaron eso, ¿por qué no fumarse esta guerra semiótica?

De más está decir que fumar es muy malo para la salud, sea tanto tabaco, pasta base o, sobre todo, puro autoritarismo hipócrita.