
Cuando las casas empiezan a ralear, me encuentro con una pequeña valla de madera que me avisa que estoy entrando a Punta Rubia y a su camping. Mientras paseo entre la áspera vegetación natural que zumba con el sonido de cientos de chicharras invisibles, veo asomar detrás de unos matorrales a una vieja especie conocida: un enorme cactus cereus uruguayensis, que levanta sus múltiples brazos hasta unos tres metros del suelo.
No es del todo común ver estos cereus en su entorno natural; hace algunos años se pusieron de moda en las casas coquetas y al ser una planta de muy lento crecimiento como todos los cactus -un ejemplar puede demorar una década en alcanzar un tamaño apreciable- muchos viveros y muchos vivos se limitaron simplemente a arrancar ejemplares existentes y trasplantarlos a sus casas, en ocasiones a lugares despreciables y sin luz donde los cactus se vuelven amarillentos o mueren.
Pero este es un soberbio ejemplar y unos metros más allá veo otro. Me siento tentado incluso a robarme alguno de los brazos para que le vaya ha hacer compañía a mis cactus en Montevideo; allá tengo un pequeño ejemplar que no ha crecido más de quince centímetros en dos años. Pero cuando me acerco descubro cual es el motivo de que esta hermosa planta haya crecido tanto: está rodeada por casi dos metros de la siniestra espina de la cruz, ese matorral espinoso del cual mi abuelo me advertía en Maldonado, contandome historias de cómo eran capaces de atravesar la suela de un zapato y el pie a continuación, causando terribles heridas que no sanaban nunca. Mi abuelo era un gran mentiroso, o más bien un gran exagerador, pero esas espinas son realmente peligrosas.
Entre las temibles espinas de la cruz y las propias del cereus, el mutilar al cactus para adornar una casa parece un trabajo excesivamente peligroso. Un punto para la flora de Rocha en su batalla perdida contra el futuro.
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La cajera del supermercado me ignora mientras bromea con uno de los empleados. No me está despreciando: es la legendaria lentitud rochense en acción, ya casi la había olvidado. Debe ser algo que tiene que ver con el calor y el océano, en ninguna otra parte de Uruguay la gente se mueve tan lento como los rochenses. Mientras espero a que se digne cobrarme la puta agua mineral que estoy intentando pagar y que tengo deseos de regarsela en la cabeza me doy cuenta de que en el fondo es un buen signo: ni los VoxPop ni el gran "estallido" de La Pedrera como lugar fashion ha conseguido que esta mina optimice su trabajo y acelere su ritmo para vender dos o tres botellas de agua en el tiempo de una. Prefiere terminar la conversación antes que ser efectiva, lo cual, si uno lo piensa, no está nada mal. Además no sé por qué mierda me fastidio: por primera vez en mucho tiempo no tengo ningún apuro para ir a ninguna parte.
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La lectura en vacaciones para mí siempre es una lotería inexplicable. Quiero decir; casi todos los que tienen un cierto hábito de lectura -aunque este se limite a Dan Brown y Ludovica Squirru- encuentran en el verano una situación ideal para leer, ya sea por la disponibilidad de tiempo o por la serenidad del entorno. Yo también, pero no siempre, hay veranos en los que no puedo pasar de la solapa del libro más fascinante y veranos en los que me devoro bibliotecas. Esto tiene algo que ver con las comodidades de las condiciones de veraneo y, sobre todo, con la orientación hedonista de dichas vacaciones. Generalmente cuando hay mucho entusiasmo sexual o muchas drogas en la vuelta, suelo leer menos (aunque esto no explica el por qué es una cosa tan radical, de todo o nada).
Hacía mucho tiempo que no tenía unas vacaciones, así que decidí llevarme una bolsa entera de libros, no porque pensara que los podía llegar a leer todos, sino para tener varias opciones en caso de no entusiasmarme con alguno. Mi plan era, y fue, salir poco de noche y pasármela tirado el mayor tiempo posible, posición en la que la mejor compañía -sin contar a la de una mujer- es la de un libro. Estaba además intrigado por algo: en los dos últimos años leí mucho menos de mi promedio habitual y practicamente nada de ficción. En un principio lo atribuí al exceso de trabajo, pero me tenía un poco preocupado el haber perdido -aunque fuera temporalmente- esa capacidad de abstracción e inmersión imaginativa que sólo se consigue con la buena lectura, ese goce por el lenguaje. Al fin y al cabo, yo no sé lo que le hacen los años a esta afición. O tal vez ya me había leído todos los libros capaces de generar eso en mí.
Esta duda era y es una pelotudez, y a pesar de un pequeño aluvión de malas noticias que casi colapsan mis vacaciones, la segunda noche ya estaba fascinado con un libro, un reader recopilatorio de ensayos y algo de ficción de Susan Sontag, al que practicamente me devoré en la misma noche. En noches subsiguientes seguí con dos pequeños libros de cuentos de Machado de Assis y de Pirandello, entrándole de vez en cuando a una antología de poemas de Robert Creeley, todos ellos textos de una calidad casi inimaginable en el cada vez más pobre panorama de las letras actuales. Pero de todo lo que leí durante las vacaciones nada me impactó tanto como reencontrarme con un escritor que supo estar de moda y que supo ser despreciado cuando dejó de estarlo, y que en el medio fue uno de mis escritores favoritos aunque no fuera el más cool para mencionar en una charla. Me refiero al checo Milan Kundera.
Hacía años que no leía nada de él y el último libro de su autoría que me había caído en las manos, La lentitud, me había parecido malísimo. Pero antes de empezar las vacaciones me topé en una librería de usado con La ignorancia -hasta ahora su última novela- y encontrándola barata (otra señal de lo poco de moda que está el checo) la compré. El asunto era más que nada supersticioso: durante el año me había topado dos veces con el nombre de Kundera, a quién tenía bastante enterrado en el subconsciente. Una vez entrevistando a un director uruguayo que tenía unas filmaciones documentales del grupo checo Plastic People of the Universe, quién contándome fascinantes historias de la Praga de los 60, en la que estudió, me habló sobre una clase dada en su universidad por Kundera, quién era una celebridad semi-clandestina en su momento al que todos los alumnos de la universidad -incluyendo a los que no seguían esos cursos- fueron a ver. Un par de meses más tarde glosé la noticia de que finalmente se había editado La insoportable levedad del ser en Checoslovaquia, convirtiéndose en un best-seller a pesar de la muy conflictiva relación que Kundera tiene con su país natal. Y pocos días antes de toparme con La ignorancia, me encontré con un artículo sobre la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi que también me hizo pensar inesperadamente en Kundera.
La nota volvía a repasar el inexplicablemente popular texto de Peri Rossi llamado Once de setiembre en el que cuenta que cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas ella le estaba explorando la genitalia a su amante (yo estaba durmiendo la mona de una borrachera, hasta que una amiga me llamó para despertarme y avisarme, prendí la tele, vi a toda Manhattan cubierta de humo y me pegué el cagazo del siglo, ¿es eso mucho menos simbólico y poético?) y me hizo recordar la antipatía que tengo por Peri Rossi. Que se debe mucho menos a su obra que a algunas de sus declaraciones, como su insistencia en contarle al mundo que su amigo Julio Cortázar en realidad se murió de SIDA y no de cáncer, un dato totalmente irrelevante e incomprobable que hubiera sido un ejemplo perfecto para el libro de Kundera Los testamentos traicionados, que trata justamente de las deslealtades humanas de los intelectuales y sobre una larga lista de bajezas justificadas en aras de la literatura. Así, leyendo como Peri Rossi se la chupaba a su novia y como el acto exorcisaba la imagen de esas fálicas Torres Gemelas ardiendo, me vino a la cabeza el nombre de Kundera y de una declaración de Peri Rossi -cuando Kundera estaba en su apogeo- que decía que el checo era "un buen escritor pero un mal filósofo". En aquel entonces la derecha había abrazado a Kundera a causa de la implacable denuncia del comunismo real que tienen muchos de sus libros, sin percatarse de lo poco utilizable desde uina óptica de la derecha actual que es un escritor tan ligado con el iluminismo, la modernidad y la alta cultura, intereses que lo ponen invariablemente de punta en contra del camino único que la derecha identifica con la vida feliz. Pero de cualquier forma el checo era una figura incómoda en un tiempo en que -a menos que se fuera Borges- el ser un buen escritor y no ser de izquierda parecía una contradicción. Pero la Peri Rossi encontró la fórmula para anularlo en una sóla frase: Kundera era un buen escritor pero un mal filósofo.
Cualquiera que haya leído a Kundera sabe que decir eso es como decir que Iggy Pop es un buen cantante pero un mal rockero. El estilo de Kundera es tan transparente que hasta el más objetivista de la noveau roman parece un manierista a su lado, lo cual, por supuesto, no quiere decir que dicho estilo no exista, sólo que es utilizado magistralmente por Kundera para filosofar -en tono aparentemente leve- sobre cosas realmente importantes en las que el checo evidentemente pensó un buen rato. No siempre estoy de acuerdo con él, pero es eso lo que lo hace especial; la voz de Kundera es la de una modernidad clausurada por las desilusiones de la izquierda y la brutalidad triunfante del capitalismo tardío. Es una voz de magnífica derrota reflexiva que sólo habla para ajustarle las cuentas de la imbecilidad contemporánea y que, por supuesto, filosofa, porque si mal no recuerdo filosofar es simplemente pensar.
Tal vez a Peri Rossi le rechina una rara virtud de Kundera; la claridad con la que elabora sus teorías históricas o cotidianas, claridad tal que pueden ser entendidas por cualquiera que no sea un imbécil total y que, para algunos snobs terminales, puede ser confundida con levedad. Es algo similar a lo que ocurre con un escritor que posiblemente Kundera aborrezca, Charles Bukowski, rotulado como un trasgresor rústico que escribe sobre borracheras cuando en realidad es un estilista refinadamente sobrio que escribe sobre problemas existenciales. Por desgracia a esta claridad que es ante todo un acto de generosidad suele preferirse la deliberada oscuridad de cierta escuela francesa que va de Marguerite Duras hasta Michel Houllebecq, maestros en aparentar que están diciendo algo profundo cuando no están diciendo un carajo. Como Cristina Peri Rossi.
Así es que agarré La ignorancia el único día que llovió y no lo solté hasta que casi lo había terminado. Tenía miedo de que, como suele pasar con los artistas a los que no se revisa desde hace mucho tiempo, me desilusionara o le encontrara algún defecto que en su momento no hubiera advertido, pero no, me encontré en cambio con una de las mejores novelas de Kundera. Una novela sobre el exilio visto de una forma radicalmente diferente de las visiones legendarias y románticas que se produjeron en la America Latina posterior a las dictaduras, y en cierta forma una especie de continuación muy tardía de un libro magnífico que escribió hace ya 30 años, cuando pensaba que abandonaba simultáneamente a Checolsovaquia y a la literatura: La despedida.
Aquel era un libro muy melancólico y de sorprendente bajo perfil, sin ninguna teoría evidente intercalada con la narración; La ignorancia también es un libro en apariencia modesto pero alcanza leer los capítulos en los que Kundera habla con un desprecio apenas contenido sobre la Praga actual para comprobar que el tipo -que se confiesa próximo a la muerte en un capítulo estremecedor- todavía no perdió las garras. Pero con lo que me gana definitivamente es con su evocación de Arnold Schönberg. Kundera recuerda que Schönberg, posiblemente el músico más importante del Siglo XX y un ego gigantesco, era un firme convencido de haberle asegurado a Alemania el dominio musical en los siglos venideros gracias a su descubrimiento del dodecafonía. Kundera cuenta que si bien la figura de Schönberg fue dominante en el ámbito de la música culta en las décadas posteriores a su muerte, hoy en día está bastante olvidada fuera de los círculos académicos e incluso dentro del circuito de la música culta es raramente interpretada. Y la tésis de Kundera es que eso no es culpa de que el genial vienés se haya sobrestimado sino que sobrestimó el porvenir. Que por competir con Mahler y Stravinski no se dio cuenta de que el futuro era de la música hecha no para ser escuchada sino para ser percibida en fragmentos de ruido a través de mil imposiciones diarias y que el ruido, no la música (cuando hablo de ruido obviamente no hablo del noise, que es otra cosa que, al contrario, necesita mucha atención), era el porvenir.
Kundera escribe: "Pero el porvenir se convirtió en un inmenso río, el diluvio de las notas en el que flotaban, entre hojas muertas y ramas arrancadas, los cadáveres de los compositores. Un día el cuerpo muerto de Schönberg, a merced del trasiego de las olas embravecidas, chocó con el de Stravinski, y los dos, en una reconciliación tardía y culpable, siguieron su viaje hacia la nada (hacia la nada de la música, que es el estrépito absoluto)."
Tal vez si Peri Rossi descubriera sus orejas, siempre tapadas por los muslos de su novia, también escucharía ese estrépito sobre el que el checo advierte con esa mala filosofía que me pasa un dedo frío por la espalda.
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La verdad es que mientras leo a Kundera, no estoy escuchando a Schönberg sino a Cheb Khaled, el rey del raï, esa especie de pop argelino que a pesar de usar cajas de ritmo y sintetizadores suena árabe por los cuatro costados. Una música que armoniza perfectamente con el rumor del mar y el viento, tan espiritual y sensual que de vez en cuando los líderes islámicos de Argelia mandan matar a alguno de sus cantantes, no vaya a ser que a alguien se le ocurra escuchándolos que el paraíso de los mártires puede ser accesible en la tierra.
Cuando dejo de leer, apago la luz y controlo los ritmos de la respiración durante varios minutos para relajar el cuerpo, y luego me dejo flotar encima de esa voz argelina que tal vez esté cantando sobre Alá, tal vez esté cantando sobre el sexo y en una de esas, ojalá, esté cantando sobre ambas cosas sin poder diferenciarlas.
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Veo muchas parejas disparejas en la playa que va a Punta Rubia; muchas mujeres atractivas y de estupendo físico en su treintena o incluso en sus últimos veintes, acompañadas de hombres cincuentones o cuarentones largos con lentes de sol caros y remeras ambientadas. A primera vista parecen padre e hija, pero una caricia algo impúdica, un beso exhibicionista, deja en claro que no es así. Muchas de las mujeres tienen hijos pequeños que juegan con sus padres, que parecen sus abuelos. Los yanquis tienen un término despectivo para esta clase de mujeres: trophy wifes, esposas trofeo. Son las mujeres jóvenes por las que los empresarios exitosos o los personajes tardíamente famosos dejan a sus primeras esposas, al descubrir que, inesperadamente, mujeres que no les hubieran dado pelota cuando ellos eran jóvenes de pronto les dan entrada, atraídas por la notoriedad, la seguridad, el aplomo o el dinero. Y ellos creen que se lo merecen, que merecen tener un trofeo humano a su lado, como si fuera una etiqueta que indica cuánto valen. Tal vez esto sea sí una señal de la transformación de La Pedrera en un balneario para otra clase de gente, no para los reventados que solían ser sus reyes una década atrás.
Mientras observo esto me doy cuenta de que mi amiga argentina, con la que converso debajo del sol asesino, tiene siete años menos que yo y está estupenda, en la mejor forma física que le haya visto desde que la conozco, y en cambio yo estoy en forma casi esférica, mal quemado, mal vestido y peor afeitado. Supongo que alguno de esos surfistas que me miró con extrañeza mientras se iba a domar una ola debe haber sacado conclusiones igualmente radicales acerca de nosotros dos.
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El último día llega un amigo con algo de faso. Antes de salir de noche para el centro de La Pedrera, donde hay una pequeña fiesta eletrónica, nos fumamos uno y quedo terriblemente colocado. Pienso que es mi desacostumbramiento al porro, pero mi amigo está igualmente impresentable, y mientras caminamos por la playa nuestra conversación parece salida de una película de Cheech y Chong.
Nunca había llegado a La Pedrera de noche, caminando desde la playa de Punta Rubia, y mientras me acerco voy quedando deslumbrado -tal vez con la ayuda del faso- por la belleza nocturna del Desplayado. La pequeña rambla que baja desde la punta rocosa de la península está moderadamente iluminada y, en combinación con las luces de las casas, ofrecen la cantidad justa de luz como para no perderse y sentir una cierta sensación de calidez. Los balnearios de Rocha suelen estar demasiado iluminados, como La Paloma o Aguas Dulces, o ser excesivamente oscuros, como Cabo Polonio y Valizas. Aquí hay la cantidad exacta como para parecer uno de esos pequeños puertos tropicales en los que uno se olvida de su familia y su profesión.
De cualquier forma, para caminar la luz es insuficiente, y me caigo en un enorme pozo en la arena, dándome una considerable piña y sufriendo un ataque de risa que me dura hasta que me duele la cara.
Cuando llegamos a la calle principal, esquivamos a los conocidos porque estamos demasiado colocados como para sostener una conversación elemental. Nos sentamos en una mesa de un puesto de empanadas, pero no podemos pedir nada -además el flaco que atiende está en un profundo ataque de desidia rochense-, pero nos enroscamos en una absurda conversación sobre Natalia, la chica que desapareció de un boliche de Piriápolis hace unos veinte días. Los dos decimos un montón de especulaciones próximas a la irracionalidad total, pero ambos creemos que está muerta.
Después de mucho deambular, bajar un poco el efecto del faso y tomarnos una cantidad asombrosa de cerveza, vamos a la fiesta. Allí bebo como un cosaco y llego a bailar un poco, hasta que es la hora de volver a Punta Rubia, otra vez por la playa. Esta vez, y aunque apenas puedo caminar, no me caigo en ningún pozo. La música del boliche, alejándose y mezclándose con el sonido del mar, parece el mejor ambient que haya escuchado en mi vida. Lo que pasa es que estoy contento, y hacía tiempo que no me sentía tan bien. Hacía tiempo.
Eine kleine Nachtmusik
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Al otro día, el último de mis vacaciones, me levanto con una considerable resaca y voy hasta La Pedrera para hacer unas compras. Veo en los titulares de los diarios que encontraron a Natalia Martínez, la chica desaparecida en Piriápolis, muerta, como todos suponíamos. "Siniestro hallazgo" escriben en automático los muy hijos de puta.
Me acuerdo de una escena de Días de Radio de Woody Allen, tal vez una de las mejores que el neoyorquino haya escrito en toda su vida, en ella se retrata el cómo su familia -al igual que cientos o miles de familias estadounidenses- interrumpen sus preocupaciones individuales para seguir, hora tras hora, las operaciones de rescate de un niño que cayó en un profundo pozo en la tierra. Cuando finalmente lo sacan, el relator de la radio explica compungido que por desgracia el niño ya está muerto. La familia entera se abraza y llora como si hubiera muerto uno de los suyos.
Creo que hubo una reacción similar cuando encontraron el cuerpo de Natalia; habían pasado demasiados días de coberturas especiales y excesivas de casi toda la prensa. Ya todos conocíamos su rostro joven y fresco a través de muchas fotografías, conocíamos a su madre, a su padre, a su hermana y a sus amigos que suplicaban que quién fuera que la había secuestrado la dejara en libertad. Ya estaba muerta y de alguna forma todo el mundo lo sabía, pero nadie está muerto hasta que no se ve su cuerpo definitivamente inerte. Mientras tanto simplemente se está perdido o de viaje. Esa es la obscenidad definitiva de las desapariciones políticas; la imposibilidad de que el mono atávico que todos llevamos dentro pueda enfrentarse a la evidencia irrefutable de la muerte y, a partir de esa visión, empezar a elaborar el duelo. Natalia Martínez demoró un mes en ser encontrada y sólo ese mes de demora amplificó su muerte como una campana espantosa.
Por supuesto era la hermana de alguien que es amigo de alguien, como todo el mundo en Uruguay. Me da pena porque tenía 19 años, era una nena. Ojalá encuentren al asesino y lo maten así nomás, casi como sin querer.
Dos días después, en Montevideo, leo una noticia aún mas terrible: la modelo Eliana Ramos de 18 años fue encontrada muerta en su cuarto por su abuela. Seis meses antes había muerto en forma misteriosa su hermana, también modelo, llamada Luisel, de 22 años. Sobre la muerte de Luisel se había especulado mucho acerca de si habían sido drogas, si había sido anorexia, sin que se llegara a una conclusión decisiva. Tristemente fue la muerte de su hermana la que resolvió el asunto; ambas tenían una deficiencia cardíaca congénita que las fulminó en el mismo año. Conozco a la muerte desde chiquito, pero no en circunstancias tan excepcionalmente tristes. Unos días antes había sucedido algo similar, o peor incluso: una chica adolescente había muerto en un accidente de tráfico cerca de Castillos. Su familia, de Rocha viajó hasta allí para reconocer el cuerpo, al regreso tuvieron un accidente en el que murió su otra hija. Son cosas imposibles de imaginar.
Vi varias fotos de Luisel y Eliana, las modelos muertas, hijas de un futbolista. Eran excepcionalmente lindas y de aspecto mucho más sano que la mayoría de las modelos. Ninguna de ellas tenía esa especie de desgaste prematuro que sufren en el rostro las modelos jóvenes, sino que parecían extraordinariamente vitales y graciosas. Eliana en particular tenía un par de ojos algo adormilados, de esos que hacen que los hombres jóvenes se rompan la cara con otros hombres jóvenes. Pero mientras contemplo su belleza congelada en las fotos tengo presente que estoy mirando a dos chicas muertas, fulminadas por un chiste malo de Dios que algún imbécil considerará toda una paradoja.
Tal vez se considere al del 2007 el verano de los puentes cortados (otra vez), o el verano que los brasileños invadieron Punta del Este, o el verano de los escándalos de izquierda. Yo lo guardo bajo una etiqueta que en una de esas algún día use para algo: el verano de las chicas muertas.
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Volviendo a Montevideo me pierdo por la ventanilla del ómnibus. No estoy tan relajado como debería estarlo, pero sí más de lo que he estado en los últimos cinco o seis veranos. En los últimos cinco o seis años. El sol enorme y rojo va cayendo sobre las sierras de Maldonado, acentuándo las sombras, los accidentes del terreno y el verde del campo, dibujando rayos entre los pinos que trepan las ondulaciones del suelo. No hay campos como los de Maldonado, esa tierra que en contra de mi propia biografía sigo llamando mi tierra.