domingo, 25 de octubre de 2009

Pink Turns to Blue

Cuando Luis Eduardo González dio las primeras proyecciones de resultados, la gente con la que estaba saltó de alegría: el único dato que consideraba confirmado era el único que para varios de los que estábamos allí era esencial; había triunfado la papeleta rosada, es decir, se había anulado la Ley de Caducidad.

Las semanas anteriores habían sido de una creciente angustia; al silencio publicitario casi total se había sumado un mucho más inexplicable silencio por parte de los principales actores de la izquierda, que parecían que era mucho más importante dedicarle infinitas declaraciones al hecho de si se es más de verdad si se vive en tal o cual modelo de casa. Pero cerca, demasiado cerca, de la recta final, la gente -no la izquierda institucionalizada- pareció despertar y pegar el grito acerca de algo evidente: la anulación de la Ley de Caducidad corría gran peligro de no ganar, y algunas encuestas aseguraban que cerca de un 40% de los votantes de la izquierda no pensaban apoyarla. Sin embargo en las dos últimas semanas hubo una reacción, y muchas elecciones se han ganado en las últimas dos semanas; si bien el FA seguía en un silencio ominoso, mientras se dedicaba a hablar hasta por los codos de cualquier otra cosa, las encuestas comenzaron a darle chance de vida a la moción, e incluso uno se encontraba con muchos votantes de los partidos tradicionales que te decían que también querían sacarse de encima esta vergonzosa ley de mierda.

Con la convicción de que en ese tema, el que me importaba, se había ganado, decidí que me merecía tomarme un trago a la salud del exorcismo popular que se acababa de lograr. Al llegar al bar, atravesando multitudes que gritaban como locos consignas acerca del gran triunfo del FA y de Pepe Mujica, veo a un conocido inclinado sobre la mesa. Me acerco a pedirle fuego, suponiéndolo borracho, pero cuando levanta la cabeza veo que está llorando. No lo conozco tanto y el llanto de un hombre me parece algo privado, así que prendí el cigarrillo, le agradecí y me metí en el bar. Adentro todo el mundo estaba muy serio y cuando me concentro en la pantalla dónde estaban pasando los resultados de las elecciones me doy cuenta de que las mediciones del Sordo habían fallado: el pleibiscito había fracasado y la Ley de Caducidad no había sido anulada por un 2%.

Entonces comenzó la conferencia de prensa de los candidatos del FA, y escuché a Danilo Astori asegurar que estaban muy contentos con los resultados -algo que sus caras desmentían claramente-, ya que aunque al parecer no sólo no habían ganado en la primera vuelta, no tenían mayoría parlamentaria y los dos pleibiscitos que teóricamente apoyaban habían sido rechazados, la distancia de los votos del FA en relación a los dos partidos tradicionales por separado había crecido. Me quedé pensando en si realmente Danilo Astori es un contador, o si los catedráticos de economía manejan matemáticas muy distintas a las mías: en relación al 2004, el FA perdió más de tres puntos de votos, y en relación a las encuestas de popularidad del actual gobierno, que todas lo ponen en un 60%, había conseguido sólo un 47-48% de los votos, y eso teniendo enfrente a un candidato hecho pedazos como Luis Alberto Lacalle y a alguien que carga con el karma de tener por apellido el de Bordaberry. Entonces le preguntaron a Mujica sobre el fracaso de los pleibiscitos, y el Pepe De La Gente, comenzó diciendo que había sido un error hacerlos junto a las elecciones nacionales, dónde los votantes se partidizaban mucho. Es decir, un error de los impulsores del referendum. Pegué una enorme puteada y me fui.

Me encontré con una chica semi-extranjera que vivió mucho tiempo en el exterior, y que estas eran las primeras elecciones uruguayas que vivía. Estaba triste porque no había salido la anulación, pero estaba más que nada extrañada por la especie de fiesta ambulante que bajaba y subía por la calle Ciudadela. Me contó que no entendía todo ese mar de banderas; en las elecciones que había vivido en Europa, me dijo, había manifestaciones y festejos, pero no esa obsesión identificatoria, ese despliegue de símbolos y cantos que sólo podía asociar con el fútbol. Le dije que sí, que era fútbol, y que estaban festejando el haber llegado al repechaje. Es una chica increíblemente atractiva con la que he tenido poco contacto, y la oportunidad era ideal para invitarla a tomar algo y hablar sobre otros países y otras alegrías. Pero yo no estaba alegre y no tenía nada interesante que decirle, así que me fui.

Un amigo me invitó a sentarme en su mesa, perplejo por el resultado y por el remolino de entusiasmo al parecer inquebrantable que nos seguía rodeando. A lo lejos se escuchaban los fuegos artificiales de la Plaza Matriz, dónde se juntaban los del Partido Blanco; ellos en realidad tenían algo que festejar. De pronto una cuerda de tambores apareció por Ciudadela y se puso a tocar frente al bar, y muchos de los asistentes se les sumaron para bailar en la calle, cantando consignas del FA y asegurando que en noviembre iban a humillar a los blancos en el ballotage. Los bailarines eran todos gente muy joven, y muchos de ellos muy atractivos, e irradiaban una alegría al parecer irreductible. Me quedé pensando en que realmente estoy viejo, y que no entiendo la celebración como un simple festejo de identidad, la celebración por sí misma, de la misma forma que no entiendo muchas canciones de los últimos años del rock uruguayo. Para mí se celebran las cosas buenas y edificantes de la vida, y se lloran las oscuras y humillantes. No es mucho más que eso. Me vino a la cabeza una estrofa de una canción de Bob Dylan que hace años que no escucho y que nunca fue de mis favoritas: "Señor, señor / let's disconnect these cables / Overturn these tables / This place don't make sense to me no more / Can you tell me what we're waiting for, señor?"

Me quedé mirando a los bailarines sin sentir ni siquiera furia; todos eran muy jóvenes. Cuando uno es joven tiene derecho a ser imbécil. Yo lo he sido, ustedes también. Lo que no se tiene derecho es a ser insensible.

De pronto aparecieron unas amigas de mi acompañante y nos invitaron a salir de la proximidad de los tambores. Fuimos hasta una casa cercana a tomar cerveza y jugar al truco. Hacía años que no jugaba al truco y es algo que extrañaba. Las chicas eran tan lindas como simpáticas y ponían lo mejor de ellas para alegrarme y sacarme de mi mutismo. Pero no podía contar bien los tantos, desperdiciaba cartas y no podía mentir bien. Perdí un par de partidos y aunque era temprano decidí irme. Puta madre; pocas cosas me gustan tanto como el truco y las mujeres graciosas, pero no estaba allí, así que era al pedo que me quedara.

Me fui caminando por una Rambla Sur vacía y azotada por el viento, escuchando en el mp3 "Ezekiel 7 and the Permanent Efficacy of Grace", la extraordinaria canción que cierra el último disco de los Mountain Goats. El tema, inspirado en un pasaje apocalíptico del Antiguo Testamento, habla sobre alguien, al parecer un criminal, que maneja entre una lluvia torrencial, que lleva a alguien atado en su coche hacia Mexico y se detiene ocasionalmente para inyectarse heroína. Es increíblemente triste y espiritual a la vez, a pesar de lo sórdido de su tema; una canción sobre un mundo arrasado en secreto. Pero entre la melodía se me colaban los cánticos de hinchada políticos que ya no sonaban pero que seguían en mi cabeza.

Hace veinte años sentí, cuando ganó el voto amarillo y se confirmó la Ley de Caducidad, que el mundo moral en el que creía se derrumbaba y que estaba rodeado por la oscuridad; hoy sin embargo no sentía lo mismo -a pesar de que las condiciones para que no sucediera lo mismo otra vez eran infinitamente mejores, una ventaja inútil-, sino simplemente una especie de cansancio resignado. En un mes habrá ballotage y se decidirá si es mejor tener a José Mujica como presidente o a Luis Alberto Lacalle; el panorama es favorable a Mujica, pero no tan seguro como creen algunos que hoy se me acercaban a decirme que no importa, que en noviembre esta decepción se va a convertir en felicidad y que el cambio no se va a detener en Uruguay. Tengo que darles la razón, el cambio parece estar yendo a mucha más velocidad de la que yo creía. Pero en otra dirección.

Me parece bien que se movilizen durante este mes por eso, se los dejo a ellos y a su oposición binaria entre países posibles. El país al que creo que yo pertenezco no contó en estas elecciones y no va a contar en el ballotage. Y acaba de ser derrotado, en forma definitiva. Uruguay acaba de marcar el hecho histórico de ser el único país que conozco que ha decidido, en forma democrática, no castigar a los peores monstruos de su historia moderna no una sino dos veces. Eso sí que es algo nuevo en el mundo, mucho más original que el Plan Ceibal. A más de cien años de la reforma educativa vareliana, a más de 70 de la impresionante modernización social de José Batlle y Ordóñez, a más de 50 del inesperado e improbable triunfo de Maracaná, tal vez sea un mojón sobre el que se edifique una nueva nacionalidad viscosa, ante la que me declaro permanentemente extranjero.