viernes, 14 de agosto de 2009

La noche de las otras personas

"The kids of today should defend themselves against the 70's / It's not reality / It's just someone else sentimentality / It won't work for you" (Mike Watts)

A pocos días de la Noche de la Nostalgia, las radios de los ómnibus ya han cambiado su programación al conjunto de canciones que Montevideo asocia con la más personal, y en cierta forma patética, de sus celebraciones. Creada por uno de los disc-jockeys más notorios de los tiempos de la dictadura, la Noche de la Nostalgia tiene la extraña peculiaridad de no responder a los modelos de nostalgia generales o adecuados para cada generación, sino de haberse quedado -por lo general- fosilizada en un momento musical determinado.

La Noche de la Nostalgia fue creada durante la edad de oro de los Disc-Jockey -una especie distinta a los DJ- como Lulo, Berch Rupenián, Henry Mullins y Pablo Lecueder, el hombre que la inventó en 1978, y de alguna forma tiene su eje estético en la música que ellos pasaban en aquel tiempo -ignoro qué era lo que pasaba Lecueder en las primeras de estas fiestas-, es decir, básicamente la música disco y pop de la década de los 70. Era plena dictadura militar, y estos disc-jockeys habían ocupado el vacío musical producido por la prohibición de casi todos los artistas locales de importancia, y por el aislamiento cultural de los procesos musicales de importancia en el exterior. Sería injusto adjudicarles el rol de carneros culturales a estos disc-jockeys, ya que la tendencia era mundial, pero es imposible ignorar que ellos musicalizaban, tal vez involuntariamente, la fiesta que en cierta forma tapaba de sonido y alegría el horror o el ostracismo al que estaban reducida la cultura nacional. También es imposible ignorar el mal gusto general de lo que se puede considerar ya un subgénero musical: los temas de la Noche de la Nostalgia.

En una entrevista que le hicieron recientemente en Freeway, el director Álvaro Brechner resumía en forma clara lo que pienso sobre la Noche de la Nostalgia, al hablar sobre algunas características de su película Mal día para pescar. Decía: "Eso tiene mucho que ver con la nostalgia, con esa cosa terrible que en Uruguay tenemos algo como tan marcado pero que es un sentimiento del que no puede venir nada bueno. La Noche de las Nostalgia, por poner un paradigma, es la cosa que más me deprime de Uruguay (...) Hace poco me enteré de dónde viene la palabra nostalgia: de "nosteo" y "ageo". Son dos significados: volver a la patria y dolor; es la idea de vivir volviendo al pasado con dolor, es la herida de volver al pasado. Eso es algo que me resulta trágico, porque impide absolutamente avanzar: ¿qué fantasí vas a tener si vivís en la nostalgia? Por otra parte es un sentimiento terriblemente poderoso, del cual es difícil desprenderse".

No soy un tipo nostálgico, realmente no paso ni una hora a la semana evocando momentos más fuertes, más intensos o más jóvenes de mi pasado. No estoy tan a disgusto con mi presente como para tener que meterme en una máquina del tiempo autista e intentar reproducirme como el que ya no soy ni nunca voy a volver a ser. Mucho menos como el que no fui. Pero, ¿tengo nostalgias? Claro que sí. Muchas, y estoy edificado sobre ellas.

Tengo nostalgia del enclenque muelle de la Parada 24 y de convertirnos en comandos con mis primos, disparándonos con metralletas invisibles entre los pilares de madera.

Tengo nostalgia de ir al cine con mi compañera de clase con la quería salir, de ese espacio de posibilidades antes de que prefiriera salir con otro, como lo hizo.


Tengo nostalgia de la blanquísima primera nieve de Chicago, y de no tener la menor idea de qué estaba haciendo allí.


Tengo nostalgia de la paliza que le dimos a aquel rugbier cuando decidió que Federico era muy bajito y que se merecía una trompada por hablar con una chica tan linda.


Tengo nostalgia de Silvio Rodríguez cantando sobre aviones ante el silencio más profundo y reverente que haya regalado una multitud.


Tengo nostalgia del abanico de gaviotas levantando el vuelo ante el primer rayo de sol en la punta rocosa de Cabo Polonio.


Tengo nostalgia de cuando P. usó mi brazo como almohada en el tren hacia Martínez y se quedó dormida.


Tengo nostalgia de la última noche antes de que ganara el voto amarillo, cuando ninguno de nosotros creía a pesar de las encuestas que estuviéramos viviendo en un lugar tan horrible.


Tengo nostalgia del cielo abierto alrededor del ombú de Luis de la Torre, cuando los arquitectos no lo habían cercado de edificios feos. Tengo nostalgia de las bicicletas y los perros callejeros de Pocitos, cuando no habían sido atropellados por marbuntas de autos modernos.


Tengo nostalgia de cuando no entendí "Desolation Row", pero supe exactamente lo que estaba diciendo.


Tengo nostalgia de aquella rubia desconocida que me apartó de la temida pista de una fiesta de quince, alrededor de la que giraba tímidamente, y me dio un beso de lengua. Tengo nostalgia de sus tetas, que me dejó tocar por encima de su vestido negro.


Tengo nostalgia de caerme de un taburete en un pub irlandés de Brooklyn, escuchando a "If I Should Fall From Grace of God", y de la belleza polaca de Michelle, que elegantemente se cayó del suyo minutos después y me hizo sentir mejor.


Tengo nostalgia de mi remera de Dead Kennedys pintada a mano.


Tengo nostalgia de Mike Tyson mordiéndole la oreja a Evander Holyfield, mientras lo alentábamos gritándole al televisor entre las mesas de Periplo.


Tengo nostalgia de lanzarme en skate por la bajada de 26 de marzo.


Tengo nostalgia de la silueta de Florencia en traje de baño, en una piscina entre las sierras de Córdoba, y de mis compañeros de clase reconociéndome finalmente que tenía razón y que no había ninguna otra en el liceo que estuviera tan fuerte.

Tengo nostalgia de subir a un escenario sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo, con aparatos en los dientes y completamente sobrio.

Tengo nostalgia de conocer al panameño en un bar de Los Botes, mientras ambos intentábamos levantarnos a M. y nos mirábamos con recelo. Tengo nostalgia de cómo nos emborrachamos, muertos de risa, cuando la muy perra se fue con un surfista, ya convertidos en amigos instantáneos y compañeros de frustración.


Tengo nostalgia de ganar al pool.

Tengo nostalgia de la balsa de madera en el centro del lago artificial de Iporá, y de perder innumerables partidos de truco ante colosales oponentes locales.


Tengo nostalgia de mi tía, puteando como un camionero a los automobilistas que se le atravesaban por la Roosevelt, y diciéndome que no repita esas palabras frente a mi abuela o mi madre.


Tengo nostalgia de contemplar a un grupo de niños arrojándose por las dunas de una isla mediterránea en la película Kaos, mientras yo trataba de acomodarme en las incómodas butacas de Cinemateca Pocitos, convencido de estar viendo la escenificación perfecta de todos mis sueños.


Tengo nostalgia de casi todas las mujeres con las que estuve.

Tengo nostalgia del propoleo sobre mis terribles quemaduras de sol en La Paloma, de su mano refrescante, de pasar días sin comer entre tablas de surf, sin un mango ni ninguna preocupación.
Tengo nostalgia de estar sentados con Denise, totalmente agotados y semi-dormidos en un boliche y que empiece a sonar "Sympathy for the Devil". Tengo nostalgia de ella levantándose a pesar del cansancio y diciéndome, "tenemos que bailar la canción del diablo".

Tengo nostalgia de hacer dormir en mis brazos a mi sobrino, escuchando "Andalucía" por Yo La Tengo.


Tengo nostalgia de beber cerveza sobre el pasto de Villa Biarritz, examinando revistas subterráneas y planificando destruir la estética de Montevideo.

Tengo nostalgia de la voz de Zitarrosa como único sonido en la inmensidad sobrenatural del atardecer en un campo de Tacuarembó.


Tengo nostalgia de la siesta.


Tengo nostalgia de estar escuchando R.E.M. en Aguas Dulces, y sospechar que tal vez había estallado la Tercera Guerra Mundial. Pero no nos importaba porque nos sentíamos bien, ¿no es cierto?


Tengo nostalgia del acento exageradamente porteño de Denise y de caminar largas cuadras de Belgrano para beber el mejor vino, en pingüino, que haya tomado en mi vida.


Tengo nostalgia de mi último cumpleaños, hace tan sólo unos meses. Tengo nostalgia de encontrar al otro día mensajes alegres y dibujos garabateados por mis amigas en papeles, bajo los imanes de mi heladera.

Tengo nostalgia de las parejas bailando lambada a la tarde en la playa de Arraial D'Ajuda, lentamente, como cogiendo con infinita ternura, al sonido de "Caminando por la calle" de los Gypsy Kings.

Tengo nostalgia de ver una casa ardiendo en la noche de Punta del Diablo. Tengo nostalgia de cuando no había nada que hacer en ese balneario.

Tengo nostalgia del hechizo generado por un japonés tocando el Ave María con una armónica eléctrica en una de las paradas de subte de Park Avenue.

Tengo nostalgia de fumar largos porros en Parque del Plata y luego vaciar un árbol de nísperos, inesperadamente convertidos en la más deliciosa de las frutas.

Tengo nostalgia de sentarme solo en una mesa de La Ronda, volviendo de un concierto en homenaje a un amigo muerto, y escuchar por primera vez la versión de Johnny Cash de "Hurt", sintiéndo que cada palabra y cada nota me atravesaban como pequeños taladros de emoción en estado puro.

Tengo nostalgia de las chicharras.


Tengo nostalgia de traducirle a alguien "Kentucky Avenue" mientras la escuchábamos, y verla llorando ante la sorprendente evidencia de que existiera una canción tan triste.


Tengo nostalgia de la ominosidad sombría de la Cárcel de Punta Carretas, oscureciendo el barrio como si fuera el castillo de un monstruo.
Tengo nostalgia de los brazos que saludaban desde atrás de las rejas.

Tengo nostalgia del Darno recibiendo como el caballero que era a mi acompañante al concierto para el que él me había regalado dos entradas.

Tengo nostalgia de leer Trópico de Cáncer pensando que era un libro porno y de darme cuenta de que no estaba sólo.

Tengo nostalgia de ir a ver The Wall con mi madre, porque la película no era apta para menores de 18 años, y yo estaba lejos de tener esa edad o parecerla. Tengo nostalgia de su alegría al salir, contenta de haber podido compartir algo, aunque fuera una película anti-madres, con su hijo adolescente y voluntariamente incomunicado.

Tengo nostalgia de encontrar a P., radiante y aún soltera, en la playa de Punta Rubia. Tengo nostalgia del oscilante trayecto nocturno con Jorge por la playa hasta La Pedrera, cayendo en los pozos en la arena, totalmente colocados y sin poder dejar de reírnos. Tengo nostalgia de volver a encontrarla algo borracha en la fiesta de clausura de una fonda, y que deshaciéndose de sus numerosos pretendientes, nos concediera su compañía y su gracia asombrosa.

Tengo nostalgia de mis rituales de silencio en la iglesia de Gonzalo Ramírez, de encontrarme allí pensando por primera vez en mucho tiempo en forma correcta, con una plegaria en mis labios dedicada a un Dios en el que no creo, pero cuya liturgia parece apaciguar algunas partes de mi cerebro y mi pecho.

Tengo nostalgia de la cabezota de mi perro asomándose desde el recodo de la escalera, y del ruido que hacía su cola golpeando la pared cuando reconocía que era yo.

Tengo nostalgia del miedo de caminar por las calles nocturnas de Nazaré, con un guía que suponíamos que nos llevaba a una trampa. Tengo nostalgia del culo perfecto de Simone, semi tapado por su larguísima cabellera castaña, moviéndose al ritmo de la batida sensual de los tambores de Ilyé Ayé.

Tengo nostalgia de cuando eras la medida de todas las cosas.


Todas esas nostalgias pertenecen a un mundo extra-territorial y extra-temporal, imposible de definir con una estética, con una fecha determinada. Son magdalenas proustianas de mi patrimonio de recuerdos y estoy feliz de que estén conmigo; jamás se me ocurriría intentar revivir ninguna de ellas escenificándolas o regresando a los mismos lugares para que se repitan, algo que cualquier persona sensata sabe que es tan imposible como rejuvenecer. Ninguno de esos momentos tienen que ver con pistas de baile, con globos de espejos, con Boney M., con la nostalgia mimética de otras vidas que no son la mía, y el que algunos hayan ocurrido en Uruguay es totalmente irrelevante. Soy consciente de que la Noche de la Nostalgia, alimentada por camadas de nuevas generaciones, ha ido mutando, y que hoy en día comienza a parecerse más a lo que es Halloween en Manhattan -una buena excusa para disfrazarse y beber como un cosaco-, o lo que sería un carnaval en el que no se hubiera erigido un muro entre los que participan y los que observan. Y cualquier excusa es buena para pasarla bien, decía un tipo haciéndose un piercing en el glande.

Pero yo no salgo las Noches de la Nostalgia, no evocan nada de mis mundos ni de lo que me parece vital o divertido. Yo no colaboro con la imitación curricular de la alegría ni con la localización de la misma en el pasado. Y no salgo a beber los días en los que sale a hacerlo el palomaje que se contiene el resto del año. Fuck You and the Horse You Rode On.