martes, 31 de marzo de 2009

Pedazos de la isla que naufraga

Leo en todos lados que murió Raúl Alfonsín; supongo que en frío tendría que reaccionar como ante cientos de noticias desgraciadas que día a día pasan frente a nuestros ojos sin que les demos la menor pelota. Al fin y al cabo soy uruguayo, nunca tuve simpatías hacia la UCR (de hecho siempre tuve un interés casi morboso -especialmente por ser uruguayo- hacia el PJ), y prácticamente toda la carrera de dicho político desde que los carapintadas le torcieron el brazo en las pascuas de 1987 me pareció intrascendente, o casi culposa.

Pero hay cosas que tienen que ver con uno, no con la Historia sino con el pequeño cacho de la misma que nos envuelve de vez en cuando y se hace parte de nosotros. Yo era muy chico cuando Alfonsín llegó a la presidencia argentina, pero por casualidades del destino me había hecho fan adolescente (o pre-adolescente) de la revista Humor, que se convirtió en mi cátedra de formación política precoz, y que me familiarizó tempranamente no sólo con el trabajo de personajes ilustres del comic y el humor gráfico argentino, sino también con el infinito horror de las dictaduras del Cono Sur, y el espanto de la tortura, los desaparecidos, la censura y la represión infinita. No me animaría a decir que Humor me hizo de izquierda, cosa que sigo con dudas de ser realmente, sino que me aproximó a sus reclamos innegociables, al conocimiento de la brutalidad incontrolable del terrorismo de estado y a la risa y el desprecio como formas asordinadas de resistencia. Y a Alfonsín, que fue ídolo y payaso de dicha revista durante esos años confusos y efervecentes del fin de las dictaduras.

No es eso lo que me viene a la mente cuando leo que Alfonsín murió, no es su valiente rol como abogado en la dictadura, no es la esperanza que le depositaron encima, la enorme dignidad del comienzo de su gobierno -de las libertades irrestrictas, de los juicios a los militares y los intentos de auditoría de la deuda externa-, sino en realidad el comienzo de su caída, de su espiral hacia una infamia mediana, o un relativismo inevitable de sus méritos, es decir la terrible -y para mí magnífica- Semana Santa de 1987.

Por una de esas casualidades -para ser exacto por un efecto colateral de la hiperinflación que hizo que Buenos Aires tuviera precios ridículamente bajos para los uruguayos durante varios meses- yo estaba en Buenos Aires durante la Semana Santa del levantamiento de los carapintadas del repugnante Aldo Rico. De hecho me estaba quedando con dos amigos -que al igual que yo éramos demasiado chicos para viajar sólos pero de alguna forma lo habíamos logrado- en el Hotel Liberty de Corrientes y Florida, el mismo en el que estaban Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz cuando fueron secuestrados y asesinados. Era la primera vez que viajaba en circunstancias similares y todo era una aventura enorme.

Uno de esos días caminábamos por Lavalle y un porteño muy elocuente nos convenció de entrar a un cabaret a ver un show de strip-tease. En pocos minutos unas turras muy bien entrenadas se las arreglaron para que pidiéramos una serie de bebidas de precio insensato -a esa edad uno se convence de cualquier cosa cuando le acarician la poronga por encima del pantalón- y nos vaciaron las billeteras a la velocidad a la que un chorro de agua pasa entre los dedos. Otro día vimos a El Corte, la primer banda del Calamaro sin gracia, en un boliche de Suipacha que había sido una Iglesia. Ese día tomamos cerca de diez taxis, porque cada uno nos salía lo mismo que un chicle en Montevideo; escuchamos el Helen of Troy de John Cale en el boliche y nos sentamos cerca de Charly García. Eran unas vacaciones tremendas para gente que no había cumplido aún 18 años.

Pero lo que más recuerdo, lo más fuerte e intenso de esas vacaciones, fue el levantamiento de los carapintadas y las circunstancias en que lo vivimos; con mi amigo J. habíamos conocido a un par de porteñas en Atlántida, a las que habíamos quedado en llamar cuando llegáramos. Lo hicimos y nos invitaron a tomar unas cervezas cerca de sus casas, en una zona de Belgrano que hoy en día es cheta y elegante, pero en aquel entonces no lo era. El mismo día que aterrizamos por allí Rico y sus fachos maquillados se amotinaron en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, y todos nuestro planes se trastocaron. Una de las dos chicas era militante del partido de izquierda tímida de Oscar Alende -el PI-, pero venía de una familia del ala izquierda del PJ que por pura suerte no tenía desaparecidos cercanos, la otra era una de las rarísimas integrantes de la Juventud Comunista argentina. Ambas tenían motivos serios para ponerse nerviosas ante una asonada golpista, y ambas eran mucho más lindas y simpáticas que cualquiera de las chicas con las que eventualmente salíamos en Montevideo.

Y estaban muy nerviosas, y se deshacían en excusas por no poder salir a divertirnos por ahí, aunque en retrospectiva los motivos eran transparentes y totalmente comprensibles. Pero además estaban solas, las familias de ambas se habían tomado la Semana Santa de vacaciones en el norte, o en Uruguay -ya no me acuerdo-, y las dos habían quedado de dueñas de casa mientras el endeble mundo de la precaria civilización democrática argentina parecía estarse viniendo abajo y las cosas parecían feas para dos jóvenes militantes. Pero las noticias sobre lo que pasaba en Campo de Mayo eran escasas y poco concluyentes, y en algún momento apareció un amigo mutuo -el que nos las había presentado- con un spray anestésico cuya composición era a base de éter. El tipo había descubierto que tirando un poco de ese spray sobre un pañuelo y aspirandolo luego, se conseguía un efecto breve y poderoso, exactamente igual al del lanza-perfume brasileño. El efecto de una aspiración de éter dura apenas unos segundos, pero después de estar haciéndolo un rato, ese efecto se prolonga (a veces demasiado, ya que se trata de una droga de muy difícil control, y puede producir alucinaciones fuertes y peligrosas), y luego de estar jodiendo con el spray un buen rato, quedamos todos con un coloque respetable. Recuerdo haber visto una conversación materializarse en letras sobre mis acompañantes.

Entonces volvimos a la televisión pero no había novedades del levantamiento, así que cambiamos de canal, conectándonos a una especie de proto-cable ilegal por el que un video-club de la manzana transmitía películas a cambio de una cuota ridícula. Y estaban pasando Gallípoli de Peter Weir, una película que trata del infausto desembarco de los Aliados en los Dardanelos durante la Primera Guerra Mundial (hechos que son también narrados en la desoladora 'And the Band Played Waltzing Matilda' de los Pogues) y la vimos -vaciando las botellas de vino de los padres de la dueña de casa-, quedando muy impactados por el final. Puede ser que estuviéramos todos muy sensibilizados, drogados, borrachos o simplemente emocionados, pero cuando Mel Gibson a pesar de su esfuerzo no llega a impedir que Mark Lee y su compañía cargue contra las ametralladoras turcas, que los masacran, quedamos sin hablar un buen rato. Qué triste, qué fracaso a pesar de todo ese esfuerzo.

Hace más de 20 años de eso; todos los que eran protagonistas culturales o sociales de ese momento histórico cambiaron radicalmente o murieron. Mirando en retrospectiva tengo la impresión que en esos mismos días comenzó el derrumbe de la gran ola de esperanza que la llegada de la democracia había traído al Río de la Plata; los compromisos asumidos por Raúl Alfonsín con los carapintadas -particularmente la espantosa Ley de Obediencia Debida- y la crisis económica rampante que comenzaba a asomar su fea cabeza terminaron con lo que parecía una breve edad de oro, de juicios a los genocidas, planes de auditoría de la deuda externa, destape social y cultural, experimentación artística, revelaciones del pasado reciente y movilizaciones masivas.

Alfonsín me recuerda a Hugo Batalla, otro hombre de convicciones y conducta inobjetables durante los momentos más complicados de las dictaduras -o La Dictadura, porque hoy en día es bastante tonto el considerar al conglomerado de canallas militares y los grupos económicos que representaban como algo diferente de ambos lados del Plata-, que se derrumbó por especulaciones políticas al final de su carrera. Me recuerda a Wilson Ferreira Aldunate, es decir, a políticos semi-conservadores pero de gran autoridad ética que en los momentos clave de sus historias personales y colectivas fueron derrotados en forma estrepitosa, quedando para siempre maculados por esta derrota. La derrota de Alfonsín señaló -algo que se confirmaría con el triunfo del voto amarillo en Uruguay un par de años después- los límites de la democracia triunfal que en aquel momento nos parecía un tsunami histórico irreversible e imparable. La derrota de Alfonsín dejó en claro el peso indiscutible de la práxis de las armas y el dinero ante el idealismo de las marchas callejeras. Es difícil especular si cuando Alfonsín arrió las banderas lo hizo por responsabilidad ante la eventualidad de un mal mayor, por especulación política o por simple cobardía tanto en relación a la debilidad de las fuerzas populares como de su energía, pero cuando lo hizo comenzó un tiempo de fealdad, hijadeputez descarada, soborno y cinismo. El tiempo de los Carlos Menem, de los lectores de Fukuyama, de los idiotas bautizando como idiotas a todos los que no estuvieran de rodillas, de la flexibilidad laboral y los publicitarios como paradigma, de las putas. Es difícil que alguien se sobreponga a una derrota así, a dejar un país en llamas en manos de personas horribles, y es difícil que se perdone esa clase de derrota. Pero todos vamos a ser derrotados al final, aunque más no sea de la forma en que hoy lo fue Alfonsín, y no es eso lo que me viene a la cabeza.

Leo en Crítica una columna de Osvaldo Bazán en la que enumera nombres de los 80 y a la que podría ponerle la firma sin mayores problemas; al tipo de la barbita de chivo -un coetáneo mío no mucho mayor- le pasa lo mismo que a mí. Leé "murió Raúl Alfonsín" y se le empiezan a disparar palabras, nombres y momentos sobre los que la muerte de Alfonsín cae como una lápida definitiva. Menciona a Bukowski, a los Redondos, a los video-clubs, a Camila Perisée, a La República Perdida, a los que iban a cosechar café a Nicaragua, a Grondona White, a Prix D'Ami, a La historia sin fin... a un montón de cosas de un collage que cada uno de los que vivieron esa época podría hacer propio con diversas variables, y culmina "están velando a los años ’80. Oficialmente, ha muerto nuestra juventud".

Nunca le presté mucha atención a Bazán, pero leyendo esta columna no puedo menos que respetarlo por definir tan bien lo que siento, ese frío en la memoria, esa invitación a meter en el cajón todo lo que entre junto al fiambre, ese golpe contra el fondo de roca, el que nos expone ante nosotros mismos en forma indiscutible que ahora somos algo que no nos gusta, y que dejamos de ser aquello otro.

Pero no es eso en lo que pienso ahora mientras los noticieros enumeran nombres de animales que opinan sobre Alfonsín y la democracia, sino cosas más luminosas; pienso en Jorge Corona diciendo "¡qué desastre ese Alfonsín! ¿por qué no se irá a Mar del Plata, a ahogarse como su hermana?". Pienso en la ausencia de odio de la tira Los Alfonsín de Rep, que opinaba sobre el mandatario con una familiaridad, y hasta afecto, hoy en día impensable hacia algún político. Y pienso en la Plaza de Mayo llena y ensordecedora, por la que deambulamos -unos chicos apenas- con los bolsos ya hechos para ir al puerto y volver a Montevideo. Estábamos en un punto crucial de la Historia del último medio siglo y caminamos de la mano de dos chicas tan hermosas que si nos acompañaran de vuelta a Uruguay, todos los galanes del liceo se quedarían boquiabiertos al vernos apretar con ellas a una distancia considerable (pero no tan lejos como para que no nos vieran) de nuestro bar favorito.

Y entonces (hoy, hace 20 años, hoy cuando leo sobre la muerte de Alfonsín) estoy enamorado, no sólo de una muchacha de 16 años con un mechón rubio y otro rojo, sino de una ciudad entera, de un sentido del humor, de un acento, de unas casas que se abren con una generosidad que yo desconocía, de los textos de Brecht que le gustan tanto a esta militante del PI, de la palabra "psicobolche" que acabo de hacer mía con el objetivo de exportarla a Pocitos y aplicársela a todos los padres de izquierda de mis amigos, del chiste irritante para muchos de definirme como "argentino del este" -algo que sigo siendo en forma tozuda, poco patriótica e inevitable-, del empedrado de la calle Cabildo y el vino en pinguino que a ella le parece apenas tomable pero que para mí es el mejor que haya probado.

Estoy feliz y ni siquiera me doy cuenta, porque el ruido es cada vez mayor y ahora está hablando Alfonsín, y no se entiende un carajo lo que dice, pero a cada rato lo aplauden, así que debe ser bueno. Y en el bolso tengo el Give 'Em Enough Rope, el único disco de The Clash que me faltaba, y no escucho el "La casa está en orden, felices Pascuas", pero creo que ella sí, porque tiene los ojos llenos de lágrimas y pone mis brazos alrededor de su pecho. Y yo nunca voy a estar igual de excitado y con una sensación semejante de estar en la boca de la Historia, en su caja de resonancia, pensando en coger, en escuchar punk rock y en frustrar golpes militares sólo por ser muy joven.

Y eso me pasa por el corazón a pocos días de otra Semana Santa, casi un cuarto de siglo después, mientras Alfonsín sigue muerto en la televisión, y yo le agradezco con egoísmo porque al morirse arrastra como magdalena proustiana todo ese calidoscopio de imágenes de algunos de los mejores días de mi vida, de cosas de las que no tengo una miserable foto y que sin embargo forman parte fundamental de los cimientos de todo lo que soy y de todo lo que puedo decir. Puede ser que algunas de esas cosas estén tan muertas como ese político de bigotes que en el tiempo parece pararse del lado de los buenos, o de lo bueno. O puede ser que no. Me gusta pensar que no, porque no me gusta perder las cosas del corazón. Y agradezco cualquier estímulo que por lo menos me descubra el lugar en dónde estaban, y las siluetas que dejaron sobre las mantas las personas que allí se acurrucaban. En el fin de los 80, cuando yo era un pendejo y no sabía que estaba todo bien.

martes, 17 de marzo de 2009

Hurt

Hay que reconocerle al inglés que es un idioma que ha tenido el buen tino de reducir sólo a una sílaba las cosas que importan, incluso la palabra importar (care); mientras en el castellano peleamos con las "r" de "perro" (dog), el diptongo de "muerte" (death) o el tiempo que se pierde en las estructuras bisilábicas de "vivir" (live) o "hacer" (do) o en la innecesaria longitud de la palabra amor (love), todos esos conceptos en inglés se reducen a un suspiro o un gruñido claro e inconfundible. Un buen ejemplo es el verbo/sustantivo hurt, una palabra breve y que suena de por sí como un quejido de dolor, pero no uno pasajero sino algo que vino para quedarse. Mientras nosotros dribleamos entre la decisión de si optar por "lastimado", "herido" o "dolorido", el hurt inglés resume todo y adquiere una cualidad casi ontológica. Hurt no es un estado en el que nos encontramos sino más bien algo que somos, algo que no sabemos si tiene reparación.

Hace unos días estaba en la puerta de un pub en un extraño estado anímico; acababa de volver de un homenaje a alguien que conocí y que ahora está muerto, Eduardo Darnauchans, y, tal vez por nervios, tal vez por cosas que ese homenaje removió, estaba en un estado hipersensible, con una clase de melancolía que casi tenía olvidada. Descolocado. De pronto escuché que desde el equipo de audio del pub que estaba al lado -y que es parte del mismo en el que me encontraba, pero con música independiente- salía la voz inconfundible de Johnny Cash encima de una melodía hipnótica y con un curioso arreglo de piano. No conocía el tema, así que pregunté qué era y me dijeron que era el cover de 'Hurt' de Nine Inch Nails.

Luego me enteraría que la versión es muy conocida, que su monumental video-clip ganó cuanto premio se puede ganar, y que el tema terminó convirtiéndose no sólo en el último sino en uno de los mayores éxitos de toda la carrera de Cash, siendo uno de esos temas que son familiares hasta para quienes no tienen la menor idea de quién era the man in black. Pero yo no había escuchado en forma íntegra el American IV que lo incluye, y en los tiempos en que su video-clip estaba en rotación intensiva no tenía cable y -al igual que ahora- ignoraba lo que pasaba en MTV. Y por sobre todas las cosas, yo odiaba a Nine Inch Nails. Pero esta no es una canción de Nine Inch Nails.

I hurt myself today
To see if I still feel
I focus on the pain
The only thing that's real
The needle tears a hold
The old familiar sting
Try to kill it all away
But I remember everything

What have I become
My sweetest friend
Everyone I know goes away
In the end
And you could have it all
My empire of dirt
I will let you down
I will make you hurt


I wear this crown of thorns
Upon my liar's chair
Full of broken thoughts
I cannot repair
Beneath the stains of time
The feelings disappear
You are someone else
I am still right here

What have I become
My sweetest friend
Everyone I know goes away
In the end
And you could have it all
My empire of dirt
I will let you down
I will make you hurt

If I could start again
A million miles away
I would keep myself
I would find a way


Hace ya muchos años, cuando recién empezaba a experimentar con el bajado de canciones de la web -los tiempos de Audiogalaxy- decidí bajarme un tema (en aquellos tiempos los temas se bajaban de a uno) de Bonnie Prince Billy (Will Oldham) del que había escuchado hablar muy bien. La primer versión que encontré era la de Johnny Cash, y apenas terminó de bajar decidí escucharla para ver de qué merecía tanto entusiasmo y alabanzas. El efecto fue, casi literalmente, físico: luego de escuchar las raras progesiones de acordes de 'I See a Darkness' -y de entender de punta a punta su letra en la cristalina dicción de Cash- me quedé helado junto a la computadora un buen rato. Al llegar a la treintena había llegado a considerar que uno podía admirar, emocionarse limitadamente y apreciar estructuralmente -o en su interpretación- cualquier canción, pero que la relación que uno mantenía con ellas se debilitaba ante la evidencia de lo que son: canciones, no verdades reveladas, no mensajes de iluminación.

Sin embargo 'I See a Darkness' movió -como lo hace una sesión de masaje o de pesas cuando hace tiempo que no nos ejercitamos- partes mías que ya había olvidado que estaban ahí. Y no eran malas partes, eran cosas que tal vez dificultaran el vivir más de lo que lo ayudaban, pero que estaban mucho más cerca de lo que podemos considerar como el auténtico yo que la persona que mandamos a trabajar todos los días. 'I See a Darkness' -canción que hoy en día es considerada por casi todo el mundo como un hito de los 90- demostraba en menos de cinco minutos que la música moderna heredera del rock no era exclusivamente un privilegio emotivo de los menores de 30, y que había una forma digna de expresar las incertidumbres tardías, las que ni siquiera sabíamos que iban a estar allí al llegar.

Pero esa era una canción tremenda que, más allá de la interpretación de Cash, se sostenía por sí sola como un tema de inesperada importancia, lleno de preguntas cruciales y estructurado con maestría. Yo tenía mis dudas con respecto a estos discos tardíos de Cash; el hombre de negro nunca había sido -a pesar de lo carismático que me resultaba su presencia- un ídolo para mí de la forma en que lo habían sido Bob Dylan, Neil Young o Richard Thompson. Lo consideraba un gran intérprete, similar a nuestro propio hombre de negro, Alfredo Zitarrosa, pero sin la esencia crucial de este mismo. Recuerdo pasármela provocando extranjeros que notaban la similitud entre Zitarrosa y Cash -ambas figuras insulares y sombrías en el panorama del folclore de estos países-, asegurando que el autor de 'Guitarra Negra' era ampliamente superior al de 'Ring of Fire'. En muchos aspectos lo sigo creyendo así, pero Zitarrosa siempre se propuso en sus canciones como un romántico, un hombre moral, incluso un hombre nuevo, tal vez un triste. Cash en cambio prefirió abrazar una imagen un poco más triunfalista e indiferente, pero también la de alguien que se hace cargo de su propia inhumanidad. "I shot a man in Reno just to watch him die" es posiblemente una de las líneas más poderosas de la historia de la música popular contemporánea, pero no debe ser interpretada bajo la luz de la fanfarronería criminal -y generalmente imaginaria- del gangsta rap ni bajo la pesadumbre de consciencia del acto irresponsable. No, Cash cuenta un acto injustificable y define lo superfluo de sus motivos. No hay pedido de disculpas pero la exactitud de la descripción y la ausencia de excusas demuestran una suerte de valoración -de valoración negativa- de su acción.

El narrador de "Folsom Prision Blues" mató a un tipo porque sí, como Meursault, pero no le falta el respeto al muerto tratando de encontrar elementos que expliquen o hagan comprensible su acción. No lo insulta suponiendo que su arrepentimiento podría hacer más liviana su acción. Algo realmente raro de encontrar en canción. Pero 'Hurt', en cambio, es una canción de arrepentimiento, y es una canción entonada por un hombre próximo a la muerte pero que canta para los vivos.

Indudablemente la serie American Recordings fue una tremenda idea de Rick Rubin; como se sabe el productor fue llamado para modernizar y relanzar la carrera de un Johnny Cash ya envejecido, con problemas de salud y fuera del radar de la prensa cool, y el sistema elegido por Rubin fue perfecto: por un lado redujo al mínimo la orquestación alrededor de la cascada -pero aún conmovedoramente expresiva- voz de Cash, hasta que el resultado sonoro fue similar al de los cantautores indie que florecían fuera de los grandes medios de difusión, y manejó ese minimalismo arreglístico con un gusto exquisito. También aproximó a una buena serie de músicos jóvenes y notorios, extáticos ante la posibilidad de cantar a dúo con Cash, y le eligió un buen número de canciones recientes, muchas de ellas provenientes de bandas y estilos alejadísimos del mundo del country, que funcionaron como gancho para llamar la atención de muchos que se aproximaron a estas grabaciones casi por morbo, para ver cómo el viejo oscuro se desenvolvía con un tema de Soundgarden o de U2.

Aunque los resultados de estas versiones fueron muchas veces brillantes, lo cierto es que otras tantas sólo fueron buenas ideas en lo conceptual, y las versiones de temas como 'Rowboat' de Beck o 'Personal Jesus' de Depeche Mode resultaron ser inadecuadísimas y tan distantes al lenguaje propio del músico como las versiones de Charly García hechas por Mercedes Sosa. Otras veces aunque la canción pareciera venirle como un guante, la interpretación de Cash no estaba a la altura, como en el caso del 'All My Life' de los Beatles o el 'Bridge Over Troubled Waters' de Paul Simon a las que, a pesar de los excelentes arreglos, la voz no llega a darle la vida que uno se imaginaría a priori.

Pero están las otras, las que sí embocó y que en muchos casos convirtió en versiones definitivas. 'One' de U2, 'Hung my Head' de Sting, la ya mencionada 'I See a Darkness' de Will Oldham, 'I'm a Drifter' de Dolly Parton, la tradicional 'Sam Hall', todas ellas alcanzando cumbres de emotividad superiores a las de sus versiones originales y, en muchos casos -particularmente los temas con connotaciones religiosas o violentas- resignificados con autoridad. Sin embargo y por brillantes que sean estas versiones, hay que reconocer que eran todas excelentes canciones ('One' es de esos temas que hasta los detractores de Bono & cía reconocemos a disgusto que es una canción enorme) y que el mérito es compartido entre autores e intérprete. Pero en el caso de la mejor de todas las versiones contenidas en los numerosos American recordings -'Hurt'- el caso es muy distinto. Porque, disculpenme los fans de NIN -si los hay leyendo esto-, la versión original es una porquería y ni siquiera es una canción bien compuesta.

Nine Inch Nails o Trent Reznor debe ser la banda o proyecto que resume mejor lo peor del rock industrial y el acercamiento al lado oscuro de lo humano que parece ser el gran atractivo del género. Sin mencionar siquiera a la primera y genial generación industrial (Throbbing Gristle, SPK, Skinny Puppy), gente que realmente trabajaba con material expresivo peligroso y novedoso, lo de Reznor es realmente malo incluso en comparación con industriales semi-domesticados como Ministry o Marylin Manson. En esos casos, por de pronto, todavía hay rastros de humor negro, violencia real y grandeza sonora, pero el aporte de Reznor -amigo/enemigo de estas bandas- fue el de introducir la autocompasión depresiva y adolescente del mundo indie a un género que tal vez se reivindicaba por su propia soberbia e inhumanidad. Indudablemente Reznor es un gran manipulador de timbres y un buen programador de bases, pero como cantante y compositor es un llorón pomposo que maneja cuanto cliché se pueda tolerar de la imaginería romántica del dolor emocional.

Provocador moderado y maldito profesional, Reznor ha publicado una serie de discos que en ocasiones sorprenden por sus fuegos de artificio sónicos, pero que nadie mayor de 16 años puede tomarse muy en serio. 'Hurt', la canción en cuestión, cerraba su segundo disco -The Downward Spiral- y fue saludada en su momento como una señal de madurez compositiva y anímica por quienes querían ver a toda costa la transformación de Reznor de gusano de moda a compositor laureado. Pero por desgracia el tema sólo puede ser considerado como bueno o sensible en el contexto de las otras canciones de NIN. Construido sobre un arpegio más bien infantil de Am-C-D, sobre el que Reznor susurra/lloriquea los primeros versos, pasa a un estribillo más bien cuadrado en el que Reznor sube una octava su lamento y que en su segunda vuelta introduce un bombo en negras más bien bruto (aunque de timbre interesante) que le da un poco de énfasis. Luego de dos estrofas, el tema culmina con una grandilocuente e hiperdistorsionada guitarra sintetizada que arruina la poca sutileza que podía quedarle a la canción.

La letra, que reproduje arriba, no es mucho mejor, no tanto por estar mal escrita sino sobre todo por la acumulación de lugares comunes de la mirada auto-lesiva. Arranca con una clásica referencia junkie y luego abruma con una flagelación grandilocuente, llena de imperios, coronas y tronos que vaya uno a saber quién le otorgó a Reznor. Y como si fuera poco tiene una concepción temporal que la convierte en una canción totalmente increíble viniendo de un veinteañero tardío. No es que el paso del tiempo no pueda ser tema para alguien que no cumplió los treinta, de hecho es una preocupación muy normal en la lírica del rock y ha dado frutos tan perfectos como 'My Back Pages' de Bob Dylan, '1969' de The Stooges, 'Heart of Gold' de Neil Young, 'Thunder Road' de Bruce Springsteen o 'Sixteen' de The Buzzcocks. Pero en estas canciones -todas de plumas más hábiles que la de Reznor, hay que reconocer- la sensación de vejez o de nostalgia precoz está expresada en términos relativos, en relación a la pérdida de un pasado inmediato o a la consciencia a futuro de la velocidad del tiempo. Reznor en cambio habla como si fuera un vampiro puto que se escapó de un libro de Anne Rice, como si ya hubiera vivido 100 años y tuviera todos los casilleros existenciales llenos. Fuck him and the horse he rode on.

Quién sabe, capaz que es un tipo muy precoz y es así, pero se me ocurre que si así fuera escribiría y compondría mejor que la pobre imitación digitalizada de Kurt Cobain que ofrece. Pero lo que la hace realmente inadecuada para un cantante joven es su fatalismo, lo inalterable de lo descripto, la gran mentira depresiva. Lo definitivo.

Entonces, ¿cómo una obra tan pobre como la que acabo de describir puede convertirse en la canción que más me ha estremecido en años? En realidad sería un tema de tésis interesante para especular desde la lingüística sobre las connotaciones agregadas por el emisor o desde la teoría del arte en relación al aura transmitida por el mismo, pero teniendo en cuenta que se trata de una canción posiblemente lo mejor sea comenzar por la música. Evidentemente la versión de 'Hurt' incluida en el American IV: The Man Comes Around (2002) es una idea de Rick Rubin; no hay forma que uno pueda imaginarse a Johnny Cash escogiendo por sí mismo un disco de NIN y escuchándolo de principio a fin sin pegarle un tiro al equipo de música.

Y me gustaría pensar que directamente le hizo escuchar al viejo el arreglo que grabaron para el disco sin tener necesidad de confrontar la versión original. Un arreglo tan sencillo como genial; Rubin eliminó la estúpida guitarra distorsionada final y mantuvo la guitarra mínima del comienzo, apenas armonizada por un par de tonos sostenidos -mezclados muy atrás- de lo que parece ser una guitarra eléctrica pero que puede ser cualquier cosa, pero al llegar al estribillo no sólo no la electrificó sino que sustituyó el bombo por un piano en ostinato que apoya los cambios de acorde sobre las negras y que produce una sensación de intensidad en aumento sin que ni el volumen ni la instrumentación realmente crezca. El arreglo de piano -que en los cuatro últimos versos es doblado por una guitarra acústica- es tan intenso que en una escucha sin demasiada atención puede confundirse con una entrada orquestal. Al eliminar los bruscos cambios tímbricos -y la subida de la voz que Cash, por supuesto, no hace-, la pobre estructura atada con alambres del tema original queda suavizada y unificada, y se hace un tema no sólo mucho más sutil sino de dinámica más fluída y hasta elegante. Se convierte en la versión original, lo que no le resultará paradójico a cualquiera que haya leído al Borges de Los precursores de Kafka o de Pierre Menard, autor de El Quijote, la que opina con desdén sobre la primer versión, que misteriosamente pasa a ser la segunda.

Porque, ¿qué dice Johnny Cash en esta canción y que no puede decir Trent Reznor aunque haya escrito las palabras? Dice cosas bravas, y cosas tristemente hermosas. La guiñada junkie de los primeros versos pasa a ser una exclusiva referencia al dolor físico -y no porque Cash sea un extraño al mundo de las drogas precisamente-, un dolor que por su propia materialidad -como saben los chicos emos que se apagan cigarrillos en las muñecas- haga olvidar o distraiga del dolor espiritual. Cuando Cash culmina el verso con un resignado but i remember everything (pero yo recuerdo todo) se convierte, una vez más, en una criatura borgeana, pero en esta ocasión es Funes el memorioso, o el propio Borges de sus lamentos tardíos sobre la vejez y el deseo profundo de olvido. No son recuerdos felices los que evoca, ni la frase tiene el sabor agridulce de la nostalgia, sino simplemente la carga del arrepentimiento. No sabemos de qué -Reznor no lo escribió y Cash no lo agregó en palabras- pero hay un profundísimo arrepentimiento que atraviesa la canción y que no se trata -como el hombre baleado en Reno- de una acción concreta que haya dejado una cicatriz, sino de la herida siempre abierta de lo no vivido, lo no otorgado, lo no dado.

Al igual que en 'I see a Darkness', Cash se dirige aquí a alguien a quién llama friend, pero a diferencia de la canción de Oldham, da la impresión de que en esta ocasión -tal vez por el adjetivo sweetest (la más dulce)- se trata de una amistad femenina, posiblemente una amante. Siempre me pareció conmovedor el que un hombre se dirija a su amante como amiga. Las mujeres tal vez no lo consideren así, hay algo que les compele a pensar que esa calificación es inferior a las que denotan directamente la condición de "amada", "amante", "novia" o "esposa", y que connota más bien una cierta categoría de segunda, el "mantengamos esto como amigos y que no vaya más allá".

Sin embargo es uno más de los conflictos terminológicos que suelen hacer que los hombres y las mujeres se estrellen en ataques de incomprensión: el reconocer por parte de un hombre -por supuesto si se está hablando el lenguaje del corazón- la cualidad de "amiga" en una amante, es reconocer un vínculo más profundo e íntimo que el que simplemente se da por la pasión. Al fin y al cabo el amor, o el amor que sobrevive al post-coito, no es mucho más que sexo y amistad. Y no es nada menos: la lápida de Remedios de Escalada, la segunda mujer del libertador San Martín -la esposa niña- la describe como "esposa y amiga", en el mismo plano de importancia. Me gusta pensar que fue el propio San Martín el que lo escribió así. Pero el reconocer a una amante como amiga no es sólo reconocerla en términos románticos o emocionales, también es para un hombre distinguirla como interlocutora. Y a esta interlocutora en particular, Cash le pregunta "mi más dulce amiga ¿en qué me convertí?." Qué pregunta, puta que lo parió.

Johnny Cash era un rey, y como tal las metáforas monárquicas de la canción le vienen como anillo real al dedo (especialmente al dedo medio de su famosa foto de los Grammys), aunque re-significadas, como todo en la canción, el empire of dirt de Reznor posiblemente sea un "imperio de mugre", pero el de Cash tiene que ser más bien un "imperio de polvo" o de "tierra". También hay otra metáfora monárquica en la canción que fue expresamente cambiada en la versión de Cash. La segunda estrofa comienza con un I wear this crown of thorns (llevo esta corona de espinas); en la versión original decía I wear this crown of shit (llevo esta corona de mierda); he leído algunas reseñas burlándose del ataque de pudor que lo llevó a cambiar la letra de la misma forma en que Frank Sinatra cambiaba el escandaloso "Jesus" del 'Mrs. Robinson' de Paul Simon por un incomprensible pero inocuo "Jilly", pero por una vez estoy de totalmente de acuerdo con el cambio más allá de que haya sido un ataque de pacatería o especulación comercial: la corona de Reznor puede ser de mierda, pero la de Cash es de espinas, y eso está escrito en cada arruga de su cara de anciano que realmente vio pasar la historia. Y que da la impresión de que a pesar de considerar a su imperio como algo hecho de tierra y polvo, este lo es sólo en comparación de lo que quiere a cambio, de lo que no se ha merecido y casi con seguridad se traicione más tarde.

Borges, a quién ya estoy nombrando por tercera vez en este texto sobre una canción borgeana o sobre un proceso borgeano de interpretación, hace una oferta similar en Two English Poems, esos poemas tímidos que desmienten cualquier acusación de frialdad endilgada al viejo Georgie por quienes creen que una herida es más profunda si se le hace chorrear sangre por encima de las hojas en las que se escribe mientras se llora como una nena. Al final del segundo de estos textos descorazonados y asordinadamente románticos, Borges ofrece a su interlocutora todo lo que tiene, su propio imperio polvoriento, para terminar con algo que sólo puede ofrecer un solitario que sabe no sólo el valor sino también el precio de la soledad:

I can give you my loneliness, my darkness, the
hunger of my heart; I am trying to bribe you
with uncertainty, with danger, with defeat.


La persona que canta 'Hurt' tal vez ni siquiera tiene eso, sólo la promesa de una futura decepción. No son cosas que se admitan ni se canten con frivolidad.

(Bajo del 117 en 18 y Río Branco y pongo 'Hurt' en el mp3 mientras camino hacia la Plaza Independencia. En la breve cuadra entre Andes y la plaza un chico de unos 14 años, con la delgadez y nerviosismo de los fumadores de pasta, me pide una moneda. Le digo que no y diez pasos después otro muchacho exactamente igual hace lo mismo, vuelvo a decir que no y apenas termino de hacerlo un tercero -este no mayor de 11- me hace la misma pregunta. Acabo de rechazar el pedido de los otros dos en frente a él pero él no ve, no razona, no ingresa la información; está totalmente insensibilizado. A este ni siquiera le contesto, porque la insensibilidad es una calle de doble vía. Atravieso la plaza por la que en lugar de palomas orbitan grupos de turistas orientales que no saben a dónde ir, chicos de la calle y algún empleado tardío de la Ciudad Vieja que cruza indiferente y cansado entre los mangueos. Mientras bajo por Ciudadela, dejo que la canción me filtre y detecte sus propias ilustraciones, sus propias correspondencias, en las zonas baldías de mi corazón. Y pienso en una amiga enferma a la que no fui a ver ni llamé. Pienso en el regalo que no le compré a mi sobrino. Pienso en la colección de mails y mensajes de sms sin responder que se amontonan alrededor de una pereza que me produce un enorme esfuerzo. Pienso en la mínima atención, en el reconocimiento fáctico que a veces niego en automático a gente que me quiere a cambio de nada. Pienso en una chica que cree que sólo fue un polvo más y que sin embargo no hay día en el que no vuelva a él. Pienso en una invitación al pool y al reencuentro que siempre esquivo y que mis amigos me vuelven a extender con paciencia mineral. Pienso en un libro que ya debería estar terminado y que en realidad todavía no empezó a ser. Pienso en la línea de la costa de Punta del Este cuando apenas empezaba el boom de la construcción, en esa calma de arena gruesa y familias pescadoras que ya está perdida bajo la necesidad. Pienso en la cabezota de mi perro esperándome en la cima de la escalera, y en cómo la extraño. Pienso en los hijos que no conozco de personas que estoy dejando de conocer. Pienso en alguien que se va a morir antes de que este año termine. Pienso en cuando era casi un niño y vi The Wall, y pienso en que nunca me hubiera imaginado sentirme así. Pienso en mi generación de emigrantes perdida en el mapa y en los culpables deambulando por la ciudad. Pienso que no los odiamos lo suficiente. Pienso en una mujer solar de la que posiblemente esté enamorado y que creo que ni siquiera sabe que me cae bien. Pienso en que no todo el mundo la mira así. Pienso en los años que se parecen demasiado por nada. Pienso en el tiempo perdido, en el tiempo distraído, en el tiempo indolente, en el tiempo frío. Pienso en el consuelo de la insensibilidad, y su precio grosero. Pienso en el tremendo fracaso que implica el éxito en parecerse mucho a la imagen que elegimos cuando teníamos distintas necesidades).

El idioma inglés diferencia entre los términos solitude y loneliness, que el español unifica toscamente en la palabra "soledad". La solitude es un estado de aislamiento que puede ser accidental, pero que suele ser buscado. No es un término dramático y suele utilizarse más que nada en poesía, para indicar ese recogimiento y voluntaria alienación al que los bardos y los personajes insulares suelen ser afectos. Loneliness es otra cosa y de hecho es más que nada un estado subjetivo, ya que puede sentirse aún estando rodeado de gente. Este estado puede ser nombrado pero no celebrado por los poetas, porque es una carencia, un hambre espiritual. A veces el hambre llama al hambre y los corazones hambrientos de experiencia, de conocer cuantas vidas se puede intentar vivir en una, terminan convirtiendo a la solitude en loneliness. Convirtiendo al deseo en maldición. Y la gente que comprende que nuestras puertas estén cerradas cinco o noventa y nueve veces, pueden no comprender que estén cerradas cien veces, y no volver a tocar. Esto es lo que escucho en la voz de Cash en 'Hurt'; si Reznor sugería que el motivo de su alienación podía ser la adicción a la heroína, hay algo en Cash que sugiere que lo que lo ha separado es la adicción a la solitude y el miedo a dejar de ser uno mismo para subsumergirse en el yo de otra persona. Al fin y al cabo por algo canta -y la voz está a punto de romperse en ese verso- "you are someone else / I am still right here". Y acá hay que reconocerle a Reznor un auténtico acierto; el primer verso hace referencia a una cualidad personal, de tipo existencial, y el segundo, que debería espejarlo para explicar la condición del narrador, es simplemente una definición locataria: vos sos alguien más / yo sigo aquí mismo. Aunque es evidente que no se está hablando de lugares, al menos no físicos.

Detesto cuando alguien define una canción como depresiva, aunque evidentemente hay canciones que lo son. 'Hurt' en la versión original podría ser calificada como tal, porque está llena de esa ceguera a la autovaloración y la belleza no evidente de la vida, que es uno de los síntomas más claros de la depresión. Pero 'Hurt' en la versión de Cash no es depresiva, es triste, porque los hechos objetivos están en contra del cantante. Él está hablando de lo irreparable desde un lugar más bien definitivo, pero sin embargo sigue ofreciendo cosas, sigue calificando amorosamente a su destinataria y soñando con otros mundos en los que las segundas oportunidades sean infinitas, o al menos más numerosas que en este. 'Hurt' es, incluso, una canción de advertencia a los amantes de la solitude, a los arrogantes compañeros de sí mismos.

En los mismos días en que estuve orbitando esta canción y el mobiliario polvoriento que había removido, también estuve escuchando otra que funciona casi como su antídoto. También habla de la solitude desde su título, 'Adventures in Solitude' y pertenece a esa banda que funciona como un colectivo emocional, los canadienses de New Pornographers. Y en ese tema, el más delicado de su disco más íntimo, Challengers, A. C. Newman confiesa en el estribillo: We tought we lost you / we tought we lost you / Welcome back.

Pensábamos que te habíamos perdido, bienvenido de vuelta. No se escucha muy seguido ese tipo de ofertas. En un mundo mejor, es lo que nos gustaría que se le contestara al melancólico cantante de 'Hurt'.