
Pero hay cosas que tienen que ver con uno, no con la Historia sino con el pequeño cacho de la misma que nos envuelve de vez en cuando y se hace parte de nosotros. Yo era muy chico cuando Alfonsín llegó a la presidencia argentina, pero por casualidades del destino me había hecho fan adolescente (o pre-adolescente) de la revista Humor, que se convirtió en mi cátedra de formación política precoz, y que me familiarizó tempranamente no sólo con el trabajo de personajes ilustres del comic y el humor gráfico argentino, sino también con el infinito horror de las dictaduras del Cono Sur, y el espanto de la tortura, los desaparecidos, la censura y la represión infinita. No me animaría a decir que Humor me hizo de izquierda, cosa que sigo con dudas de ser realmente, sino que me aproximó a sus reclamos innegociables, al conocimiento de la brutalidad incontrolable del terrorismo de estado y a la risa y el desprecio como formas asordinadas de resistencia. Y a Alfonsín, que fue ídolo y payaso de dicha revista durante esos años confusos y efervecentes del fin de las dictaduras.
No es eso lo que me viene a la mente cuando leo que Alfonsín murió, no es su valiente rol como abogado en la dictadura, no es la esperanza que le depositaron encima, la enorme dignidad del comienzo de su gobierno -de las libertades irrestrictas, de los juicios a los militares y los intentos de auditoría de la deuda externa-, sino en realidad el comienzo de su caída, de su espiral hacia una infamia mediana, o un relativismo inevitable de sus méritos, es decir la terrible -y para mí magnífica- Semana Santa de 1987.
Por una de esas casualidades -para ser exacto por un efecto colateral de la hiperinflación que hizo que Buenos Aires tuviera precios ridículamente bajos para los uruguayos durante varios meses- yo estaba en Buenos Aires durante la Semana Santa del levantamiento de los carapintadas del repugnante Aldo Rico. De hecho me estaba quedando con dos amigos -que al igual que yo éramos demasiado chicos para viajar sólos pero de alguna forma lo habíamos logrado- en el Hotel Liberty de Corrientes y Florida, el mismo en el que estaban Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz cuando fueron secuestrados y asesinados. Era la primera vez que viajaba en circunstancias similares y todo era una aventura enorme.
Uno de esos días caminábamos por Lavalle y un porteño muy elocuente nos convenció de entrar a un cabaret a ver un show de strip-tease. En pocos minutos unas turras muy bien entrenadas se las arreglaron para que pidiéramos una serie de bebidas de precio insensato -a esa edad uno se convence de cualquier cosa cuando le acarician la poronga por encima del pantalón- y nos vaciaron las billeteras a la velocidad a la que un chorro de agua pasa entre los dedos. Otro día vimos a El Corte, la primer banda del Calamaro sin gracia, en un boliche de Suipacha que había sido una Iglesia. Ese día tomamos cerca de diez taxis, porque cada uno nos salía lo mismo que un chicle en Montevideo; escuchamos el Helen of Troy de John Cale en el boliche y nos sentamos cerca de Charly García. Eran unas vacaciones tremendas para gente que no había cumplido aún 18 años.
Pero lo que más recuerdo, lo más fuerte e intenso de esas vacaciones, fue el levantamiento de los carapintadas y las circunstancias en que lo vivimos; con mi amigo J. habíamos conocido a un par de porteñas en Atlántida, a las que habíamos quedado en llamar cuando llegáramos. Lo hicimos y nos invitaron a tomar unas cervezas cerca de sus casas, en una zona de Belgrano que hoy en día es cheta y elegante, pero en aquel entonces no lo era. El mismo día que aterrizamos por allí Rico y sus fachos maquillados se amotinaron en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, y todos nuestro planes se trastocaron. Una de las dos chicas era militante del partido de izquierda tímida de Oscar Alende -el PI-, pero venía de una familia del ala izquierda del PJ que por pura suerte no tenía desaparecidos cercanos, la otra era una de las rarísimas integrantes de la Juventud Comunista argentina. Ambas tenían motivos serios para ponerse nerviosas ante una asonada golpista, y ambas eran mucho más lindas y simpáticas que cualquiera de las chicas con las que eventualmente salíamos en Montevideo.
Y estaban muy nerviosas, y se deshacían en excusas por no poder salir a divertirnos por ahí, aunque en retrospectiva los motivos eran transparentes y totalmente comprensibles. Pero además estaban solas, las familias de ambas se habían tomado la Semana Santa de vacaciones en el norte, o en Uruguay -ya no me acuerdo-, y las dos habían quedado de dueñas de casa mientras el endeble mundo de la precaria civilización democrática argentina parecía estarse viniendo abajo y las cosas parecían feas para dos jóvenes militantes. Pero las noticias sobre lo que pasaba en Campo de Mayo eran escasas y poco concluyentes, y en algún momento apareció un amigo mutuo -el que nos las había presentado- con un spray anestésico cuya composición era a base de éter. El tipo había descubierto que tirando un poco de ese spray sobre un pañuelo y aspirandolo luego, se conseguía un efecto breve y poderoso, exactamente igual al del lanza-perfume brasileño. El efecto de una aspiración de éter dura apenas unos segundos, pero después de estar haciéndolo un rato, ese efecto se prolonga (a veces demasiado, ya que se trata de una droga de muy difícil control, y puede producir alucinaciones fuertes y peligrosas), y luego de estar jodiendo con el spray un buen rato, quedamos todos con un coloque respetable. Recuerdo haber visto una conversación materializarse en letras sobre mis acompañantes.
Entonces volvimos a la televisión pero no había novedades del levantamiento, así que cambiamos de canal, conectándonos a una especie de proto-cable ilegal por el que un video-club de la manzana transmitía películas a cambio de una cuota ridícula. Y estaban pasando Gallípoli de Peter Weir, una película que trata del infausto desembarco de los Aliados en los Dardanelos durante la Primera Guerra Mundial (hechos que son también narrados en la desoladora 'And the Band Played Waltzing Matilda' de los Pogues) y la vimos -vaciando las botellas de vino de los padres de la dueña de casa-, quedando muy impactados por el final. Puede ser que estuviéramos todos muy sensibilizados, drogados, borrachos o simplemente emocionados, pero cuando Mel Gibson a pesar de su esfuerzo no llega a impedir que Mark Lee y su compañía cargue contra las ametralladoras turcas, que los masacran, quedamos sin hablar un buen rato. Qué triste, qué fracaso a pesar de todo ese esfuerzo.
Hace más de 20 años de eso; todos los que eran protagonistas culturales o sociales de ese momento histórico cambiaron radicalmente o murieron. Mirando en retrospectiva tengo la impresión que en esos mismos días comenzó el derrumbe de la gran ola de esperanza que la llegada de la democracia había traído al Río de la Plata; los compromisos asumidos por Raúl Alfonsín con los carapintadas -particularmente la espantosa Ley de Obediencia Debida- y la crisis económica rampante que comenzaba a asomar su fea cabeza terminaron con lo que parecía una breve edad de oro, de juicios a los genocidas, planes de auditoría de la deuda externa, destape social y cultural, experimentación artística, revelaciones del pasado reciente y movilizaciones masivas.
Alfonsín me recuerda a Hugo Batalla, otro hombre de convicciones y conducta inobjetables durante los momentos más complicados de las dictaduras -o La Dictadura, porque hoy en día es bastante tonto el considerar al conglomerado de canallas militares y los grupos económicos que representaban como algo diferente de ambos lados del Plata-, que se derrumbó por especulaciones políticas al final de su carrera. Me recuerda a Wilson Ferreira Aldunate, es decir, a políticos semi-conservadores pero de gran autoridad ética que en los momentos clave de sus historias personales y colectivas fueron derrotados en forma estrepitosa, quedando para siempre maculados por esta derrota. La derrota de Alfonsín señaló -algo que se confirmaría con el triunfo del voto amarillo en Uruguay un par de años después- los límites de la democracia triunfal que en aquel momento nos parecía un tsunami histórico irreversible e imparable. La derrota de Alfonsín dejó en claro el peso indiscutible de la práxis de las armas y el dinero ante el idealismo de las marchas callejeras. Es difícil especular si cuando Alfonsín arrió las banderas lo hizo por responsabilidad ante la eventualidad de un mal mayor, por especulación política o por simple cobardía tanto en relación a la debilidad de las fuerzas populares como de su energía, pero cuando lo hizo comenzó un tiempo de fealdad, hijadeputez descarada, soborno y cinismo. El tiempo de los Carlos Menem, de los lectores de Fukuyama, de los idiotas bautizando como idiotas a todos los que no estuvieran de rodillas, de la flexibilidad laboral y los publicitarios como paradigma, de las putas. Es difícil que alguien se sobreponga a una derrota así, a dejar un país en llamas en manos de personas horribles, y es difícil que se perdone esa clase de derrota. Pero todos vamos a ser derrotados al final, aunque más no sea de la forma en que hoy lo fue Alfonsín, y no es eso lo que me viene a la cabeza.
Leo en Crítica una columna de Osvaldo Bazán en la que enumera nombres de los 80 y a la que podría ponerle la firma sin mayores problemas; al tipo de la barbita de chivo -un coetáneo mío no mucho mayor- le pasa lo mismo que a mí. Leé "murió Raúl Alfonsín" y se le empiezan a disparar palabras, nombres y momentos sobre los que la muerte de Alfonsín cae como una lápida definitiva. Menciona a Bukowski, a los Redondos, a los video-clubs, a Camila Perisée, a La República Perdida, a los que iban a cosechar café a Nicaragua, a Grondona White, a Prix D'Ami, a La historia sin fin... a un montón de cosas de un collage que cada uno de los que vivieron esa época podría hacer propio con diversas variables, y culmina "están velando a los años ’80. Oficialmente, ha muerto nuestra juventud".
Nunca le presté mucha atención a Bazán, pero leyendo esta columna no puedo menos que respetarlo por definir tan bien lo que siento, ese frío en la memoria, esa invitación a meter en el cajón todo lo que entre junto al fiambre, ese golpe contra el fondo de roca, el que nos expone ante nosotros mismos en forma indiscutible que ahora somos algo que no nos gusta, y que dejamos de ser aquello otro.
Pero no es eso en lo que pienso ahora mientras los noticieros enumeran nombres de animales que opinan sobre Alfonsín y la democracia, sino cosas más luminosas; pienso en Jorge Corona diciendo "¡qué desastre ese Alfonsín! ¿por qué no se irá a Mar del Plata, a ahogarse como su hermana?". Pienso en la ausencia de odio de la tira Los Alfonsín de Rep, que opinaba sobre el mandatario con una familiaridad, y hasta afecto, hoy en día impensable hacia algún político. Y pienso en la Plaza de Mayo llena y ensordecedora, por la que deambulamos -unos chicos apenas- con los bolsos ya hechos para ir al puerto y volver a Montevideo. Estábamos en un punto crucial de la Historia del último medio siglo y caminamos de la mano de dos chicas tan hermosas que si nos acompañaran de vuelta a Uruguay, todos los galanes del liceo se quedarían boquiabiertos al vernos apretar con ellas a una distancia considerable (pero no tan lejos como para que no nos vieran) de nuestro bar favorito.
Y entonces (hoy, hace 20 años, hoy cuando leo sobre la muerte de Alfonsín) estoy enamorado, no sólo de una muchacha de 16 años con un mechón rubio y otro rojo, sino de una ciudad entera, de un sentido del humor, de un acento, de unas casas que se abren con una generosidad que yo desconocía, de los textos de Brecht que le gustan tanto a esta militante del PI, de la palabra "psicobolche" que acabo de hacer mía con el objetivo de exportarla a Pocitos y aplicársela a todos los padres de izquierda de mis amigos, del chiste irritante para muchos de definirme como "argentino del este" -algo que sigo siendo en forma tozuda, poco patriótica e inevitable-, del empedrado de la calle Cabildo y el vino en pinguino que a ella le parece apenas tomable pero que para mí es el mejor que haya probado.
Estoy feliz y ni siquiera me doy cuenta, porque el ruido es cada vez mayor y ahora está hablando Alfonsín, y no se entiende un carajo lo que dice, pero a cada rato lo aplauden, así que debe ser bueno. Y en el bolso tengo el Give 'Em Enough Rope, el único disco de The Clash que me faltaba, y no escucho el "La casa está en orden, felices Pascuas", pero creo que ella sí, porque tiene los ojos llenos de lágrimas y pone mis brazos alrededor de su pecho. Y yo nunca voy a estar igual de excitado y con una sensación semejante de estar en la boca de la Historia, en su caja de resonancia, pensando en coger, en escuchar punk rock y en frustrar golpes militares sólo por ser muy joven.
Y eso me pasa por el corazón a pocos días de otra Semana Santa, casi un cuarto de siglo después, mientras Alfonsín sigue muerto en la televisión, y yo le agradezco con egoísmo porque al morirse arrastra como magdalena proustiana todo ese calidoscopio de imágenes de algunos de los mejores días de mi vida, de cosas de las que no tengo una miserable foto y que sin embargo forman parte fundamental de los cimientos de todo lo que soy y de todo lo que puedo decir. Puede ser que algunas de esas cosas estén tan muertas como ese político de bigotes que en el tiempo parece pararse del lado de los buenos, o de lo bueno. O puede ser que no. Me gusta pensar que no, porque no me gusta perder las cosas del corazón. Y agradezco cualquier estímulo que por lo menos me descubra el lugar en dónde estaban, y las siluetas que dejaron sobre las mantas las personas que allí se acurrucaban. En el fin de los 80, cuando yo era un pendejo y no sabía que estaba todo bien.